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Eros y Thánatos en Enrique Molina
Por Héctor Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
 
La vida es oceánica, ola tras ola, sin fin.
El poema ilumina las cosas  como un relámpago.
El mundo es el reino de la eterna tentación.

Enrique Molina








La forma más pertinente y eficaz de recordar a un poeta de la talla de Enrique Molina (1910 – 1996) es criticando su obra. Aplico el término crítica en su significado bartheano: crítica como conocimiento de algo. Emprender la tarea de conocerlo. Engendrar cierto sentido derivándolo de la obra misma. Concebir una red de significados que implica tocar un poema, no con los ojos sino con la escritura: redistribuir los elementos significativos de modo de darle cierta inteligencia, es decir, cierta distancia.

La poesía de Molina es una de las más deslumbrantes, no sólo de la poesía argentina contemporánea, sino de la lengua española. Al decir de Octavio .Paz: la poesía de Molina, como un cuchillo, no describe, se hunde en la realidad. Es un tatuaje imborrable, una herida perpetua, una joya viva en este inmenso desierto de baratijas.

Clasificado como un insecto o un mineral, dentro del Surrealismo Ortodoxo, el suyo termina siendo menos intelectual,  mucho más carnal y erótico que el europeo.
Decididamente americano, Molina elige su América: no la de las grandes metrópolis ni la del pasado milenario, cuyos dioses saluda como vencidas potestades amargas, sino una América sin tiempo, llena de olores, colores y sabores. Toda piel como una blanca playa en Cabo Frío, una bahía solitaria del Caribe, un espacio perezoso que se deja recorrer. Donde la posibilidad de la errancia, el viaje (no el turismo), se da como resultado del juego dialéctico entre eros y thánatos. En este sentido la poesía de Molina es una gran retórica en homenaje al universo americano.

La belleza de ese mundo es también demoníaca por que es devoradora. Está poblada de amores, deseos y pasiones, pero también de terrores sagrados, del aullido de los dioses. Belleza que encierra signos milenarios: tótem, tabúes, ídolos, máscaras. En fin, es la irresistible invitación no sólo de lo original en estado puro, sino también de lo oscuro: Aquí la luz humana se deshace/entre las garras de otra luz salvaje, expresa Molina ante el inmenso mar del trópico. Y es que ningún lugar como el trópico manifiesta la ambigüedad de nuestra condición de eternos hambrientos. Ante esa naturaleza, exuberante, erótica y thanática al mismo tiempo, el poeta no puede penetrar sino bajo el influjo del amor y la pasión, y ésta, exige su propia destrucción. Por ello la dicha de la comunión-cópula (pues Molina ve a la naturaleza como protohembra, y a la mujer misma) es contradictoria: simultáneamente exultante e inalcanzable, por lo tanto imposible. Sin embargo, como expresa Guillermo Sucre, Molina es de los que se unen a los desesperados por la esperanza.

 Poesía que funde ser, tiempo y realidad convocados por la memoria, incesantemente vistos como deseo que se satisface hoy para retornar enseguida voraz. Deseo inextinguible de la pasión y vivencia del poeta, arraigado en la certidumbre de haber vivido, de saber que su destino poético consistió en expresar la naturaleza tantálica de la existencia. Toda la obra de Molina es el desarrollo de este tema central, todos sus libros son uno solo; todos sus poemas, un único poema que nunca concluye. Escrito sobre y desde la misma intuición: una poética del eterno movimiento, del viaje y del ir a la deriva, una poesía y una vida donde la posibilidad de la errancia es llevada a un punto límite. Desde el extremo Sur hasta las alturas del Caribe y el mar de las Antillas. Podemos decir que ninguna geografía se le ha escapado a este poeta- viajero atravesado por un deseo de infinito. Molina en este sentido, re-actualiza a través de sus poemas el mito de Tántalo: el símbolo del deseo incesante, irreprimible, siempre insatisfecho, porque es propio de la naturaleza humana no estar nunca satisfecha.
La aventura, el viaje poético de Molina consiste en avanzar hacia el objeto de su deseo, pero éste se le oculta y se le escapa, de ahí que su búsqueda de vida prosiga sin fin. Poesía hacia una isla incierta, hacia la línea del horizonte, que como todos sabemos, cuanto más nos acercamos a ella, más se aleja.

Si repasamos los títulos de sus libros: Las cosas y el delirio (l94l), Pasiones terrestres (l946), Costumbres errantes o la redondez de la tierra (l95l), Amantes Antípodas (l96l), Fuego libre (l962), Las bellas furias (l966), Los Últimos soles (l980), El ala de la gaviota (l989), Hacia una isla incierta (l992) y aún su novela histórico-poética Una sombra donde sueña Camila O'Gorman (Primer Premio Municipal de Narrativa, en l973), tendremos las marcas que Molina quiso imponer a su obra: la pasión y la poderosa expresión verbal. Poesía cuyas tendencias fundamentales son: la errancia, la intemperie, el exilio del poeta, el esplendor del trópico bajo el imperio del sol, la sensualidad, el amor físico capaz de desafiar todos los poderes, el deseo y su constante desplazamiento, el viaje y la búsqueda infructuosa de algo fascinante que está siempre más allá, los secretos del delirio, la tierra como atracción y como magia, la mujer como hechicera de sus versos.

Poesía fanática de los espacios abiertos y libres, que le dictan sus imágenes decisivas: aquellas que hacen de todo fracaso una experiencia adorable. Partidario de una religión animista que busca sacralizar lo cotidiano, la poesía de Molina vuelve sincréticas las entidades dispares y reconcilia, en su desgarradura, lo que aparentemente parecía escindido y fragmentado. Como dijo el propio Molina: La divinidad está en las cosas, en cada forma de la tierra, en cada cuerpo vivo y carnal, en el día y la noche. Esa es nuestra idolatría, y ella nace de lo más profundo de la sangre.

Los textos de Molina están hechos de momentos plenamente vividos y realidades inmediatas, por eso su expresión se da más a través de imágenes sensoriales, generalmente torrenciales, que de conceptos cristalizados. Enrique Molina evoca, recuerda, intuye, pregunta. Pero su visión de la vida es insatisfecha y cargada de sospechas, tendida hacia una realidad asombrosa y siempre distinta: A veces, el océano pasa rozando las habitaciones/como un mendigo de terrible voz/ y hasta mis uñas quieren huir...
La confluencia del mundo externo con el interno, de la vigilia con el sueño, coincide con lo que muestra el cineasta surrealista Luis Buñuel en el film El fantasma de la libertad, cuando hace pasar por el dormitorio una avestruz sin decirnos si el personaje está soñando o no. La búsqueda de toda plenitud se proyecta a la vez como impulso generador (eros) y como su imposibilidad (thánatos), por eso el viaje en Molina tiene que ver no con la evasión sino con la más extrema voluntad de poseer lo real: extravío y reencuentro. Exilio y comunión. La soledad frente al mundo. El mundo como espacio elemental, original y primitivo.

Al igual que el pintor Gauguin (recordemos que el poema A Vahíne, está inspirado en el célebre cuadro tahitiano Vahine no te tiare o Femme   la fleur), Molina emprende la aventura de la intemperie. Y esa intemperie es sobre todo el trópico, un espacio donde podría desplegarse lo que él llama la belleza demoníaca del mundo. Demoníaca queno significa diabólica. El real sentido, es el que le daban los griegos a la palabra daimon, y tal como lo entendía Goethe: una fuerza incontrolable, irresistible, que no puede ser colmada. Una nostalgia que no puede ser apaciguada, la sed del deseo que no puede ser saciada. Ella surge en los poemas de una nueva pasión: la de lo elemental, del rapto y de la energía dionisíaca, irreconciliable con la inmovilidad. De ahí que el mar sea el  ámbito y el símbolo de su poesía. Molina contrapone a lo doméstico del hogar, la fascinación por lo oscuro, lo incierto y lo ambiguo, el radiante demonio de lo extraño: la aventura del mundo. Los amantes antípodas, eternos hambrientos que buscan para amarse esos hoteles secretos que pueblan sus textos. El hotel que se opone al hogar. La palabra hotel que significa para Molina, en todos los idiomas la más bella, donde cada integrante de la pareja es joya para el otro, aunque esa joya sea luego saqueada. Ante la inmovilidad sedentaria y segura que nos ofrece la sociedad de consumo, donde la mayoría está alienada, inmersa en sus apremios, de los que no logra liberarse para atender otros reclamos más importantes.

La obra poética de Molina despierta al hombre, lo desampara, lo enfrenta a su condición, lo arranca de su estabilidad y su confort para impulsarlo a lo esencial: lo que la realidad tiene de milagroso, de insólito, de deslumbrante. Así, la poesía nómade de Molina, nos propone la posibilidad de la errancia. Pues aún antes de ser una metáfora del cambio, el viaje es la peripecia de la mente, la ocasión que se concede la fantasía del hombre libre para recorrer y gozar otros lugares, no importa si reales o imaginarios. Aunque como decía  Marguerite Yourcenar: hay casos en que se viaja para regresar, como Ulises, a una patria perdida o –como lo hacían al parecer los grandes navegantes primitivos- con la esperanza de encontrar una isla más favorable que aquella que abandonaban.

LA POESÍA ES UNA FORMA DE CONOCIMIENTO

A lo largo de mi vida, en esta sucesión de etapas signadas por los vaivenes de la pasión y por el esplendor de la tierra, la poesía se ha ordenado y nacido –para mí- a partir del asombro de cada instante, más que de la adhesión a una poética determinada. He esperado de ella que hiciera posible esa difícil conjunción del paisaje interior con el afuera, del verbo con el acaecer; una instancia de encuentro, en fin, entre la palabra y los días, entre la realidad de la conciencia y la tierra, donde está presente el universo despierto, iluminado, tenso y asombrado de hombres y mujeres, de pájaros y batracios, de hormigas y palmeras, de cuanto he conocido en varias y sustantivas dimensiones.

La poesía no puede ser otra cosa que un diálogo abisal entablado entre el ser y el mundo, entre el interior y los datos de los sentidos volcados al espectáculo de una realidad palpable y deslumbrante. El poema es el signo de ese diálogo y sólo puede comprendérselo como una experiencia vital irrenunciable, como expresión del torbellino de la emoción y el deseo, y sobre todo de la energía profunda que él mismo engendra: el demonio de la insatisfacción permanente. Sobre estos elementos he intentado elaborar una forma particular de expresión, que quizás no ha sido otra cosa que una manera de vivir, una praxis determinada del poema. A ese reverbero de una aventura sin solución me he sometido siempre y también a él obedece lo que más estimo en la poesía: su orden terrestre, su sabiduría trascendente, su rostro misterioso y translúcido.

Antes de reflexionar sobre la poesía, sobre la razón de su incandescente existencia, el hombre efectúa un ejercicio y un práctica de ella. Así, la poesía es una forma de conocimiento, pero a condición de ser simultáneamente la más desesperada tentativa de salvación de nuestras raíces esenciales. Una poética, a mi juicio, es ente todo una expresión del ser, y la que pudiera estar implícita en mi obra, se me revelado a medida que ésta se ahondaba y construía. Como en el mito de Tántalo, todos los dones están a nuestro alcance,  pero se fugan y retroceden a medida que estamos por aprehenderlos; su realidad es siempre el hambre, la carencia, pero paradójicamente presente en la maravillosa plenitud del mundo. Pues el mundo es de naturaleza tantálica y extrañamente ambiguo. Al mismo tiempo que exalta la belleza, el caos de los vínculos y los afectos, el deslumbramiento ante todos los seres, una mosca o una aventura impía, integra también en cada latido la negación y la muerte. Quizás por ello, y para repetirme, llamo poética a ese gran horizonte del deseo.

ENRIQUE MOLINA 
Buenos Aires, mayo de 1995

EN EL CIELO INFINITO

Finalmente, ¿qué quedará de lo que fue nuestro instante?
¿La imagen de una ola, de una boca, de una lágrima?
¿Qué será de nuestras posesiones más queridas
Luego de interrogar desesperadamente
Cada materia y forma de este mundo
Que no dejó de exaltarnos, sin tregua,
Con la sentencia de estar
Sólo de paso,
De saber que todo amor se desvanecerá,
Que el agua de los ríos se llevará también nuestra esperanza
De perdurar?

Y el gesto de mirar por la ventana, de pasarse la mano
Por la cara,
El torbellino de los amores, ciertas partidas,
El eco innumerable de los viajes,
Del vino, de las diarias comidas,
La velada a la vera de los muertos,
El cielo ciego del olvido, la luz de la memoria.

¡Oh Dios! Fue todo tan hermoso y tan trágico
Que de algún modo ha de quedar un eco,
Un reguero de sueños y nostalgia en la otra orilla.
Algo que vibrará como una luz  perdida
En el cielo infinito.

 

EXPERIENCIA BALDÍA

Cierta vez, en Madrid, entré a un recinto
Absolutamente vacío
Donde sólo colgaban en los muros carteles de toreros,
Propaganda de ruedos y corridas,
Y no sabía yo qué me llevó a ese ámbito
Cuyo sentido ignoraba, pero lleno de un secreto esplendor
Igual que la promesa de cualquier Paraíso.
Así, a veces,
He penetrado igual a algún amor errátil
Cargado de colores, de promesas, de éxtasis,
Sin llegar a saber por qué extraño designio
Penetraba a tal ámbito
Misteriosamente vacío en el lento
Torbellino del sueño.
      

Dos de sus últimos poemas, publicados por el Diario La Nación, el 6 de abril de 1997.

 

 
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