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Creencia, amor
y fe

Por Carlos Guzzetti
Lic. En Psicología. Psicoanalista
Asociación Colegio de Psicoanalistas www.colegiodepsicoanalistas.com
El sujeto en la clínica freudiana, Ed. Vergara, Bs. As. 1994
¿Qué cura en el psicoanálisis?, Ed. Letra Viva, Bs. As. 1996
cguzzetti@arnet.com.ar
 

Creer: otra palabra más. ¿Qué significa eso de creer? ...Creo en la sangre y en los huesos... Creer y amar: es una y la misma cosa.

J. M. Coetzee, El maestro de Petersburgo







En momentos en que escribo estas líneas, dos acontecimientos históricos reclaman la atención del mundo: la dimisión del papa Ratzinger y la muerte de Hugo Chávez. Dos hechos que ponen en primer plano el alcance y la función de la creencia.

Hemos visto las imágenes de la Plaza San Pedro repleta de fieles que, emocionados, invocaban la indisoluble alianza entre ese anciano -lo suficientemente lúcido aún para elegir el decoro del retiro y no la muerte lenta en la decrepitud de su ilustre antecesor- y el propio Dios. Muy probablemente las razones de semejante decisión sean en primer término de orden político, dadas las múltiples dificultades que la Iglesia debe afrontar por el comportamiento de sus ministros y la visible crisis en que está sumida, lo que le hace perder buena parte de sus fieles a manos de otros cultos menos pomposos. Aun así millones de personas en el mundo tienen fe en esa institución, quizás la más exitosa de Occidente durante más de dos milenios. Una fe que se sostiene en el discurso del amor al prójimo, tan problematizado por Freud en su “Malestar…”.

Al mismo tiempo en Caracas, multitudes dolientes acompañan el féretro con los restos del líder, que se construyó a sí mismo en el sincretismo tropical de la disciplina militar, las ideas libertarias y el cristianismo más fervoroso. En los discursos oficiales, la palabra más repetida es “amor”. El anunciado embalsamamiento del cuerpo aspira a la eternidad de su efigie para erigirlo en símbolo del proceso político que encabezó y, como tal, objeto de adoración.

Se hace evidente en estos casos la función de cohesión social de una creencia compartida. La historia abunda en ejemplos de las fuerzas movilizadas por esa cohesión, tanto las vitales, decisivas en las grandes transformaciones, como las tanáticas, conservadoras y reaccionarias, protagonistas de las grandes tragedias de la humanidad. Ciertamente ellas no se manifiestan en estado puro sino en una mezcla diversa y propia de cada fenómeno.

Si partimos de este enfoque social de la cuestión de la creencia es porque la reflexión psicoanalítica define los mecanismos en juego como resultantes de la relación primaria con el (O) otro. Podemos abordarla desde diversas perspectivas.

Un punto de vista metapsicológico apunta a definir los mecanismos de constitución de la creencia y sus consecuencias en la estructuración del sujeto.

La perspectiva clínica nos pone frente a la realidad neurótica, que se sostiene en un sistema de creencias y mitos individuales. El trabajo con psicóticos nos confronta con creencias sin grietas, certezas delirantes y en especial el fetichismo pone en primer plano la cuestión de la creencia.

Un abordaje centrado en la transferencia, por otro lado, nos lleva a reflexionar sobre las fuerzas libidinales que motorizan el dispositivo analítico: la creencia, la fe, la confianza, la convicción, son modos diversos de tramitación del amor que está en el carozo del método.
Esas fuerzas son las mismas que animan los sentimientos religiosos que, contra todas las previsiones del racionalista Freud, muestran aún una enorme vitalidad.

Si atendemos al psicoanálisis como práctica social, nos preguntamos cómo las creencias, valores e ideologías de los analistas operan en la clínica actual, tan distinta de la de los tiempos de fundación, tensada por los condicionamientos de la medicina gerenciada, en un medio cultural de vulgarización del inconciente y proliferación de terapias de toda laya.

Un apartado para la cuestión de las instituciones analíticas y las transferencias que en ellas circulan, siempre sujetas a las vicisitudes de liderazgos e ideales teóricos más o menos dependientes de las modas.

Dicho esto, avancemos sobre la primera de ellas.
La creencia es un modo de tratar con la verdad. Creer, afirma Kristeva [1], es dar por verdadero. Lejos estamos de cualquier definición filosófica de la verdad, nos centramos en su valor para el sujeto.

En 1927 se concentran dos textos consecutivos que intentan elucidar la cuestión. Me refiero a “El porvenir de una ilusión” y “El fetichismo”, contiguos en el ordenamiento de sus O.C. Mientras que el primero parece sostener que la creencia es pura ilusión el segundo despeja su mecanismo constitutivo, la desmentida. Comencemos entonces por aquí.


El fetichismo

Marx aseguraba que la dominación capitalista se asienta en una creencia básica, que él denominó “fetichismo de la mercancía”. Se refiere a la opinión generalizada de que las mercancías poseen un valor intrínseco y no, como él descubre, que ese valor oculta tras sus oropeles una relación social de producción.

Cuando Freud se ocupa del fetichismo lo hace, por cierto, desde una óptica bien distinta, la de un observador clínico de sujetos fetichistas sexuales. Estos casos son la confirmación más patente de su teoría del Complejo de castración.

La doctrina establece tres destinos posibles del Complejo de Castración: la represión (Verdrängung), el repudio (Verwerfung) y la desmentida (Verleugnung). Este último da como resultado la construcción del fetiche. Ahora bien, lo más interesante se refiere no tanto al mecanismo de construcción de ese objeto peculiar, sino a la función psíquica que cumple. Está en el lugar del pene materno, pero no lo es; simultáneamente afirma su existencia y reconoce su falta. Dos corrientes de la vida psíquica coexisten pues en el fetichista, produciendo entonces, una escisión en el interior del yo, una desgarradura irreparable entre la realidad de la percepción y la desmentida o renegación requeridas para sostener la creencia infantil.

Nos hallamos ante una paradoja, dos proposiciones contradictorias coexisten y son eficaces al mismo tiempo. En este caso el conflicto no se resuelve con la represión, ya que ambas proposiciones son concientes.

En el fetichismo se trata de la creencia en la inexistencia del peligro de la castración. No obstante, y debido a ese mecanismo de escisión de dos corrientes de la vida psíquica que coexisten en la afirmación y la desmentida, la creencia siempre está sujeta a ser cuestionada. En este sentido se opone a la certeza -otro de los modos de tratar con la verdad- propia de los delirios paranoicos, en los que el perseguidor es indubitable.

Ahora bien, la desmentida y la creencia son modos de defensa estructurantes del sujeto. La prueba de realidad se sostiene en la creencia: creemos real lo que es real para un otro significativo. Al mismo tiempo esta “alienación” en el otro constituye la condición de posibilidad de la exploración del mundo, del desarrollo del pensamiento y la fantasía y, sobre todo, de la posibilidad de jugar. Es gracias a este mecanismo que podemos disfrutar del teatro o del cine. Pensemos por un momento cómo sería si no creyéramos por un lapso de tiempo que los actores son los personajes, si nos fuera imposible desmentir la evidencia de una escenografía de cartón.


Creencia y regresión

La credulidad es un modo de eclipsamiento del sujeto, que se entrega completamente al otro, el estado de alienación que conceptualiza  Aulagnier, último paso antes de la muerte del pensamiento, es decir, del sujeto. El sentimiento concomitante, próximo a la indistinción corporal del lactante con su madre, es reconducido por Freud al estado del enamoramiento, la hipnosis y las formaciones de masa, donde se reconoce la disolución de los límites del yo. Nos encontramos con un estrecho parentesco entre amor y creencia. En efecto, en el estado de enamoramiento es patente la función de la desmentida, gracias a la cual el objeto amado carece por completo de defectos.

Tanto el enamoramiento, la hipnosis como las formaciones de masa –las religiones incluidas-, realizan un fantasma fusional muy arcaico, mucho más radical que el anhelo de dependencia infantil. Cumple además con las condiciones de la pulsión de muerte, el retorno a lo inorgánico, a lo indiferenciado. Es lo que subtiende el sentimiento “oceánico”, de comunión con el cosmos, de indiferenciación absoluta, fuente de toda energía mística. [2]

Un grado tal de regresión de manera persistente se expresa clínicamente en las psicosis esquizofrénicas o en el autismo infantil. No obstante en todo sujeto, “normal” o neurótico en algún momento se producen movimientos regresivos semejantes.

Julia Kristeva plantea un escenario de complejidad. El deseo de retorno a lo indiferenciado hace contrapunto a la identificación primaria, directa e inmediata, previa a toda relación de objeto, que introduce al infans en el universo del lenguaje y opera como tabla de salvación ante el océano amenazante. Sobre este andamiaje se monta la creencia, lo que explica, por ejemplo, el valor restitutivo de la religión en algunos cuadros de disociación. De este modo plantea una “necesidad antropológica de creer”, prerreligiosa, inherente a la condición humana misma que, muy particularmente en la adolescencia, adquiere una enorme importancia. La denegación de esa necesidad de creer, en lugar de la facilitación para su sublimación, produce, a su entender, graves trastornos de conducta individual y social entre los jóvenes.

De las vicisitudes de este tiempo estructurante depende la consolidación del sentimiento de confianza o desconfianza –recordemos aquí la primera de las etapas psicosociales de Erikson-. Los fracasos en esta tarea se observan en la suspicacia paranoide de algunos sujetos o en la credulidad extrema de otros. Arriesgaría aquí una definición: uno de los destinos de la creencia es la confianza, requisito para el establecimiento de vínculos sociales creativos.


La fe y la muerte de Dios

La creencia puede dar lugar a un modo distinto de tratar con la verdad, la fe. Este término es usado de diversos modos: como el conjunto de creencias que conforman una religión (fe católica, por ej.), como equivalente a confianza, como garantía de veracidad (dar fe) como a una de las virtudes teologales junto a la esperanza y la caridad, un don otorgado por la divinidad. En esta maraña semántica trataremos de orientarnos para construir una noción que nos sea útil.

El monoteísmo mosaico no consiste en creer en la existencia de un único dios sino en establecer una alianza tan sólo con uno. Para instituir una religión no alcanza tan sólo con la creencia. Se precisa de fe.

Para algunas corrientes del pensamiento judío, incluso, “fe” y “creencia” son conceptos antagónicos. “Fe, es la ceguera irracional que se aferra a fantasías (y raras veces a hechos), más allá de cualquier interés en la lógica y la razón. Creencia, es la confianza que se adquiere merced al esfuerzo por descubrir lo que se oculta detrás de lo aparente.[3]

Me interesa destacar dos sentidos del término fe: como pacto de fidelidad y como entrega obnubilada al otro idealizado y omnipotente. En ambos casos la fe se sostiene en la creencia, que definiríamos mejor como “capacidad de creer”, y refleja un destino posible de ella, el camino de la alienación (en el sentido que apuntaba anteriormente) en una formación religiosa, una “masa artificial” a la manera de Freud.

Ante la afirmación de Nietzsche el psicoanálisis produce una torsión: Dios no ha muerto, siempre lo estuvo, pero es inconciente. Se pone así de relieve la anterioridad lógica de la prohibición respecto del deseo, prohibición que se aloja en el inconciente y organiza la totalidad de la vida psíquica.


Transferencia

Sabemos de la particular docilidad del hipnotizado frente al hipnotizador, que ocupa todo su universo. La credulidad y obediencia del sujeto en tal estado es comparable con la actitud del niño frente a sus padres y, en la vida adulta, con la entrega enamorada. Allí se anuda la relación entre enamoramiento e hipnosis.

El amor en el interior de la experiencia del análisis tiene el estatuto de transferencia, principal motor y fundamental obstáculo al progreso de la asociación libre. Además, ella puede ser analizada como una formación colectiva, una masa de tan sólo dos personas. (Freud, 1921). Podemos afirmar, pues, que el amor de transferencia y su correlato de credulidad extraen su fuerza de fuentes infantiles.

La creencia posee una doble función: motor del trabajo y simultáneamente principal resistencia al mismo. Para emprender un psicoanálisis es necesario creer, no tanto en la teoría o en el método como, principalmente, en la persona del terapeuta. Esta es la condición para que se habilite ese espacio transicional que permite el despliegue de la neurosis de transferencia. No crea en el método, crea en mí, diríamos ahora.

Por cierto, el analista opera con la creencia de un modo muy distinto de las religiones, las iglesias, el pensamiento mágico y las diversas formas de alienación en la omnipotencia supuesta del Otro. En esa creencia se asienta el fundamento del poder. Pero el poder que tiene el analista sólo es tal si no es ejercido, ya que se asienta puramente en la creencia y es eficaz, hace avanzar el trabajo, a condición de preservarse en estado virtual.

En la referencia a la situación transferencial, se trata de la creencia en la persona del médico, en sus intervenciones o en la verdad de sus interpretaciones. Pero ¿qué es lo que sostiene la creencia en el monarca, en Dios, en el líder o en el médico, sino precisamente la suposición de que esa figura no está afectada por la castración? ¿Qué otra cosa significa la afirmación de que tanto en el enamoramiento como en la hipnosis el objeto (el amado, el líder) está ubicado en el lugar del ideal del yo –o del yo ideal, según el caso- sede de todas las perfecciones a que el yo aspira?

En los comienzos, todo psicoanálisis pasa por un pacto de fe, que, de entrada, está destinado a disolverse. A diferencia de las terapias sugestivas o las técnicas de manipulación de voluntades, que pretenden eternizar el lazo de fe, el análisis se plantea una paradoja: construir un pacto que permita el despliegue de la neurosis de transferencia, para trabajar a favor de su disolución. [4]


Las instituciones

Una de las formas más crudas de regresión y desmentida se encuentra en las formaciones de masas, en la dependencia de un líder, en el amparo de una ideología, de una religión, de una bandería.

Elías Canetti (5) observó con agudeza que la masa conforma un solo individuo. Cada uno de sus miembros participa de la ilusión de ser Uno con el otro, con todos los otros. Es un modo de satisfacción sustitutiva de esa aspiración tan antigua que habita el alma humana. La condición de posibilidad se la brinda lo que Freud denominó “estructura libidinal” de la masa, es decir que lo que une a la masa como tal son lazos libidinales, amorosos, de identificación. Ellos son de dos tipos, apuntan a diferentes direcciones: los que unen a los miembros con el líder y los que los unen entre sí.

La función del líder es decisiva, si bien su psicología juega un papel secundario. No existen características individuales o carisma que garanticen de por sí la formación de una masa. Es la creencia en él –volvemos aquí a nuestro hilo conductor- lo que lo hace líder. Y esa creencia se sustenta en el mecanismo subjetivo de la desmentida. Para instalar un líder al que amar es preciso desmentir la realidad de su castración. Cuando esa creencia deviene fe, la masa es capaz de cualquier cosa, desde las mejores realizaciones a los crímenes más atroces.

Estoy convencido de que esta psicología de las masas se impone casi de inmediato en cualquier grupo humano, porque siempre hay en juego un poder a repartir. Esto también es válido para las instituciones analíticas. 

Recorrimos la génesis y la función psíquica de la creencia, cómo ella realiza deseos fusionales muy tempranos, hemos intentado despejar la diferencia entre creencia y fe y exploramos sus consecuencias en el campo transferencial, ya se trate del dispositivo clínico o de las formaciones institucionales en las que nos reunimos.

Ahora bien, ¿qué cabe esperar de un análisis?  En primer lugar el alivio de los sufrimientos psíquicos. De otro modo nada tendría sentido. Ya no podemos –si es que alguna vez alguien, fascinado con la teoría especulativa, lo pretendió- desentendernos de sus efectos terapéuticos. Pero, si aspiramos a sublimar la fe, a disolverla a través de sus producciones simbólicas ¿qué destino esperar para la creencia? Lejos estamos de considerar que un análisis exitoso conduce a una suerte de nihilismo, de no creer en nada. Muchas veces el éxito consiste en desarrollar la confianza en el suspicaz o la reflexión crítica en el crédulo, abriendo de este modo nuevos caminos para el amor y el trabajo.

 
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Notas
 

[1] Kristeva, Julia. Esa increíble necesidad de creer. Un punto de vista laico. Paidós, Bs.As., 2009
[2] Cf. Ileyassoff, Ricardo. La génesis pulsional de la diferenciación psíquica (inédito)
[3] http://serjudio.com/
[4] Cf. Zygouris, Radmila. “El amor paradojal o la promesa de separación” en Pulsiones de vida, Ed. Portezuelo, Bs.As., 2005
[5] Canetti, Elias. Masa y Poder. Alianza Muchnik, Madrid, 1983

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