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Título: Retrato de Dyer hablando (1966), de Francis Bacon. Imagen obtenida
de: http://desiertosdemusgo.blogspot.com.ar/2011_02_01_archive.html
La horizontalidad como fetiche y como potencia
Por Germán Ciari
germanciari@elpsicoanalitico.com.ar
 
El siguiente artículo busca organizar al menos las relaciones principales que se establecen entre conceptos que resultan claves para entender dos formas distintas de organización subjetiva, política y social. Dejaré para más adelante la tarea de profundizar en conceptos como Identidad hacia adentro/afuera, poder social, dimensiones de la horizontalidad, etc.; y me abocaré simplemente a abrir el juego con el objeto de permitirle a lector observar cómo se acomodan las fichas y cuál es el tamaño del tablero.

La horizontalidad como fetiche se despliega cuando se esencializan los mecanismos horizontales de participación, más allá de toda crítica o debate, y se los identifica sin más con lo bueno, lo popular o lo democrático. En parte es producto de la denegación de significaciones imaginarias como la autoridad o la jerarquía y, en consecuencia, sus formas materiales y simbólicas se erigen como monumentos recordatorios que ocultan a la vez que representan el conflicto que fue sepultado. Su consolidación conlleva el abandono del debate y el quehacer político y condena al grupo que lo abriga a la inoperancia y el quietismo. El justo medismo [1] ingenuo que le es inherente lleva a desconocer que no solo existen totalitarismos de izquierda y de derecha sino también de centro, que el igualitarismo también puede ser racista, y que los oligopolios y las juntas de negocios pueden ser perfectamente horizontales. Es propio de organizaciones sin gestión y de subjetividades fuertemente individualistas que utilizan típicamente este esencialismo para combatir sus tendencias autoritarias. El horizontalismo fetiche niega la jerarquía que surge de la experiencia y, en ese sentido, se condena al descubrimiento permanente de lo obvio. Ataca la autoridad en sí misma desconociendo tanto la necesidad de ella en la construcción política como su necesidad en la construcción misma de la subjetividad humana. Es un punto ciego que centrifuga y arrastra, como en un remolino, los debates necesarios para construir procesos emancipatorios concretos. Toda política que surja desde allí está condenada a la charlatanería.

Subproducto metabolizador de este tipo de construcciones resultan aquellos espacios que pretenden homologar, desde un pensamiento mágico, su horizontalidad grupal interna con una horizontalidad territorial que no se preocupan en construir. En estos casos hay un uso, a veces ingenuo y a veces no, de un horizontalismo fetichizado que se pretende democrático pero que se detiene en los límites del propio grupo y no busca el afuera más que para la adhesión y el consentimiento.

La horizontalidad como potencia es creada y recreada por diversos movimientos sociales [2] que, decididos a construir desde abajo,  inventan originales tecnologías de poder logrando mover la heterogeneidad que anida en sus territorios con la suficiente cohesión como para desatar un poder social que hace temblar a empresas y estados. Este tipo de construcción combina un rechazo profundo por el autoritarismo jerarquizante, concentrador del poder y legitimador de la diferencia entre medios y fines, con la aceptación crítica de formas de autoridad dispuestas a observar la trayectoria de propios y ajenos, las surgidas como consecuencia de la experiencia del trabajo pasado y presente, la necesaria para metabolizar saberes expertos en aéreas estratégicas para la lucha y la indispensable para otorgar cierta autonomía a espacios de gestión concretos.

Estas formas de construcción política y social suelen combinar pragmatismo con un estricto horizontalismo en las aéreas que tienen que ver con la toma de decisiones. Pero ello, lejos de responder a ningún fetichismo, tiene que ver con su modo de construir poder desde abajo: el igual acceso de todos y todas a la toma colectiva de decisiones permite que se metabolicen identidades de grupo abiertas al conjunto social (por ejemplo la de vecino) que, a la vez que mancomuna al grupo, extiende su influencia al territorio de pertenencia. Esta es apenas una de las dimensiones de su “horizontalidad” ya que, incluso para lograr lo anterior (metabolizar la significación “vecino”),  también resulta necesaria una pertenencia efectiva de los integrantes del grupo al territorio, sus problemas y su destino; un lenguaje y una praxis interna que respete el modo de ser del contexto; un llamado permanente a la participación e inclusión de nuevos integrantes y una especial capacidad de sus militantes para sentir los ritmos y conocer los límites de su sociedad.  Sin esa vocación por escuchar, por hacer consensuadamente y, en última instancia, ser el territorio, las asambleas de vecinos perderían su capacidad para desatar poder social y no podrían enfrentar con relativa eficacia al conglomerado multinacionales/medios masivos de comunicación/estados.  Tampoco podrían desarrollar tecnologías de poder más finas, como la presentificación estratégica de amenazas sociales, ni construir ese tipo de identidad peculiar que, por su capacidad para cohesionar al grupo al tiempo que expandir su influencia mas allá de él, puede ser llamada construcción de identidad hacia afuera, en contraste con la típica construcción de identidad (hacia adentro) que cohesiona al grupo a expensas de recortarlo del contexto.

En este sentido la horizontalidad no es ni fetiche ni esencia sino herramienta, que presenta múltiples dimensiones,  se traduce en convicción política cuando se trata de la toma de decisiones y opera como condición necesaria pero no suficiente para el quehacer asambleario en general.

Una reflexión profunda y debate respecto de las formas de construcción política horizontales resulta importante sobre todo en coyunturas de resistencia delicadas, ya que los resultados concretos son muy distintos dependiendo de la forma por la que se opte: en tanto la horizontalidad como potencia ha demostrado en infinidad de oportunidades su capacidad para expulsar multinacionales, la horizontalidad como fetiche ha logrado -escasamente y con muchas dificultades- trascender en sus efectos los límites de su propio cerco grupal.

Al mismo tiempo, el debate toma relevancia en un contexto latinoamericano en el que el avance de los gobiernos progresistas ha generado esperanzas y experiencias concretas de políticas horizontales, pero también ha mostrado serios límites para fomentar o incluso respetar este tipo de espacios. Edgardo Lander [3] por ejemplo, ha señalado en diversas oportunidades las tensiones que atraviesa la revolución bolivariana entre fuerzas que tienden a burocratizarla y aquellas que buscan profundizar los procesos autonómicos y las experiencias de democracia radical.  El vicepresidente de Bolivia Álvaro García Linera sitúa como una de las más significativas “tensiones creativas de la revolución” [4] la que se produce entre un Estado que tiende a monopolizar el poder y los movimientos que buscan democratizarlo. En el debate más amplio de la filosofía política se vuele trascendente frente a posturas como las de Ernesto Laclau [5],  las cuales pretenden ubicar al populismo como una corriente que logra vehiculizar y hacer efectivas las demandas horizontales que surgen y son impulsadas desde abajo. [6]

Mas típicamente desde la derecha (aunque no solo desde allí)  aparecen los intentos de controlar las expectativas de participación masiva mediante la habilitación de canales pre-formateados -en sus contenidos, alcances y opciones- con el fin de montar de ese modo una ficción que opere en el sentido contrario; es decir, evitando los “desbordes” que para el poder significa la voluntad popular desatada y organizada.

Nuevamente en el marco del conflicto socio-ambiental el debate respecto de las formas horizontales de hacer política se encuentra algo solapado, tal vez angostado entre estos dos grandes ejes -el socio y el ambiental [7]- a pesar de poseer una enorme trascendencia ya que de él depende centralmente la capacidad que tengan las comunidades de confrontar al poder extractivo [8].
En el mediano plazo -y si se entiende que los desafíos políticos del siglo XXI reclaman transformaciones de tal magnitud y naturaleza que bien pueden llamarse civilizatorias [9]- la construcción de poder desde abajo, sus mecanismos, sus formas, las experiencias concretas para su consolidación e incluso sus problemas, interrupciones y pasos en falso,  son y serán claves tanto para el análisis como para un quehacer político futuro que necesitará de su originalidad y de su potencia: ¿De dónde sino desde abajo va a salir el poder social necesario para generar este tipo de cambios?


 
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Notas
 

[1] Me refiero a un uso forzado del clásico concepto aristotélico de “justo medio”, que tiende a identificar como buena en si misma cualquier posición intermedia independientemente de los sentidos que aniden en los polos opuestos.
[2] Si bien existen múltiples expresiones de esta forma de construcción en toda la América latina hablo específicamente desde mi experiencia en relación con las Asambleas Socio-ambientales de la Argentina.
[3] Lander, Edgardo. “El proceso político en Venezuela entra en una encrucijada critica” y  “Venezuela: ¿radicalizar el proceso?” en Revista Rebelión: www.rebelion.org
[4] García Linera, Álvaro. Libro: “Las tensiones creativas de la revolución” en Revista Rebelión: www.rebelion.org
[5] Laclau Ernesto. “La razón populista”, Fondo de cultura económica, 2006.
[6] Al menos vistas desde aquí, es decir desde un pensamiento que pretende ser asambleario, estas posturas aparecen más bien como un sistema de control social “dado vuelta” que al ser presentado “patas para arriba” tiende a legitimar los mandatos de la burocracia jerarquizante. No se entiende sino cómo los desarrollos del autor no atienden a la posibilidad de que sea el gobierno populista, utilizando su poder de propaganda y cooptación, el que fuerce, por ejemplo, el paso de demandas democráticas a demandas populares o incluso seleccione entre éstas las más convenientes a sus propios intereses.
[7] El eje socio (saqueo en sus múltiples facetas, represión de la protesta social, transiciones al extractivismo, etc.) y el eje ambiental (impacto ambiental de la industria extractiva, escasez de agua, calentamiento global, etc.)
[8] De ningún modo quiero decir que el debate no exista, yo mismo he presenciado y participado de varios en diversas oportunidades. A pesar de ello, es evidente que no ocupa ni remotamente la importancia de los otros dos grandes ejes (el socio y el ambiental) tanto hacia adentro del movimiento como en los trabajos que circulan en medios académicos, periodísticos y literarios en general; todo ello a pesar de su enorme trascendencia. También resulta evidente -sobre todo en trabajos académicos que circulan en diversos congresos sobre ciencias sociales y demás- una tendencia a privilegiar, en el análisis, a la asamblea como mecanismo de toma de decisiones por sobre la apreciación del fenómeno político y social completo. Este último caso suscita varios inconvenientes: la imposibilidad de distinguir la asamblea socio-ambiental de cualquier otro colectivo que abrigue como mecanismo de toma de decisiones la forma de asamblea; la dificultad para distinguir entre las diversas formas de organización en el marco del conflicto socio-ambiental y -desde ya- la imposibilidad de dar visibilidad a la fetichización de los procesos. En términos generales hay una tendencia a privilegiar una de las dimensiones de la horizontalidad (específicamente las que construyen  identidad hacia adentro) por sobre las otras.
[9] Si se observa el descalabro financiero global, la apuesta ciega de las derechas y las izquierdas del mundo por mas progreso y mas consumo, el agotamiento del petróleo, la virulencia belicista de los Estados Unidos, el crecimiento exponencial de los países del BRICS y el limite ambiental que el planeta esta poniéndole al sistema capitalista, es posible pensar que las transformaciones que se vienen serán civilizatorias.

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