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Adolescentes: Entre Merlí y Trece razones por qué
Por Marcelo Luis Cao
Lic. en Psicología. Miembro Activo y Docente de la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados (AEAPG). Profesor Adjunto de la Carrera de Especialización en Psicoanálisis con Adolescentes de la UCES. Miembro del Laboratorio UCES de Problemáticas Actuales en la Infancia y Adolescencia (LUPAIA). Supervisor del Equipo de Adolescentes del Hospital Zubizarreta. Autor de los libros: Planeta Adolescente. La Condición Adolescente. Desventuras de la Autoestima Adolescente. Página Web: www.marceloluiscao.com.ar
marceloluiscao@gmail.com
 

La constitución de la subjetividad es definitivamente un proceso de corte epocal. De este modo, los sujetos siempre se encontrarán sujetados a los ideales y valores del momento histórico en curso. En este sentido, ninguno podrá posicionarse más allá de las variables que dicho momento histórico habrá de generar. No obstante, a partir de ese posicionamiento será posible el intento de modificarlas, tal como ocurre con la dinámica que desarrollan los movimientos contraculturales o de vanguardia, protagonizados en la mayoría de los casos por miembros de la franja adolescente.

Los adolescentes de hoy día, tal como históricamente ocurre con cada camada o generación, se encuentran sumidos bajo una nueva coyuntura sociocultural. En esta coyuntura se ven compelidos a la búsqueda de nuevos referentes e interlocutores, ya que en numerosas situaciones sus familiares y las instituciones por las que circulan no resultan confiables por sus reiteradas fallas en su funciones apuntalante y acompañante. Y, por otra parte, sus pares, a pesar de contar con las mejores intenciones al momento de agruparse, presentan las inevitables limitaciones del caso.

Consecuentemente, para que la constitución de la subjetividad adolescente no sufra un traspié decisivo, las generaciones de adultos deben cumplir su inexcusable papel. Es que allí donde no pueden sustentar los valores e ideales con los que maduraron, su capacidad de investir, apuntalar y acompañar se encuentra entre interferida y deteriorada. Y, además, al estar también sumidos en la crisis que atraviesa a la sociedad, su papel de interlocutores y referentes se hunde en las aguas de la impotencia y la desorientación.

Aún así, y más allá de las características epocales, cada generación adolescente habrá de formar un colectivo que se organiza alrededor de un imaginario propio, de un imaginario adolescente (1). Este imaginario rige con el conjunto de sus códigos los modos de interacción, englobando una serie de ideales y valores que sintonizan a contrapelo con el momento histórico en curso, ya que se apuntalan sobre los preexistentes para, desde allí, generar un posicionamiento subjetivo de corte diferencial.

De este modo, en cada generación adolescente se habrán de producir hitos a nivel sociocultural, tanto a través de sus ideas como de sus acciones, algunas de las cuales pueden incluso resultar revulsivas para el statu quo adulto. Esto puede apreciarse en los giros innovadores que toma el lenguaje, en las variantes contestatarias con que enfrentan lo instituido, en las formas que adquieren sus vinculaciones, en las transformaciones que sufre lo estético, en la novedad o la radicalidad que adquieren los intereses en juego, etc.

Por ende, la construcción de un imaginario adolescente otorgará los imprescindibles contextos de significación y jerarquización (2) al pensar, al accionar y al sentir de una generación que busca su destino. No obstante, resulta axial aclarar que en una misma generación pueden coexistir simultáneamente varios imaginarios adolescentes. Esto se debe a la heterogeneidad que compone este colectivo a raíz de las diferencias sociales, culturales y económicas que presentan los miembros que lo integran. Tal como puede observarse en los fenotipos adolescentes que caracterizan a los diversos estamentos societarios.

A la sazón, si acordamos con el planteo de Castoriadis que sostiene que realidad psíquica y realidad social son dos factores mutuamente irreductibles, podríamos develar el entramado que da cuenta de la producción conjunta de ambas realidades. De esta suerte, las significaciones imaginarias sociales que circulan en cada momento histórico tendrán una decidida injerencia en el formato que adopten tanto el imaginario adolescente como sus consecuentes directivas. Estas  serán coetáneas del tránsito por las sucesivas elecciones (vocacionales, amorosas, sexuales, ideológicas, etc.), en la medida que demarcan el arduo camino que lleva a la consolidación de una nueva dotación identitaria.

Recíprocamente, en la medida que cada camada adolescente se convertirá con sus producciones en una indiscutida protagonista a la hora de la construcción de su propio imaginario, el espíritu innovador emanado del mismo pondrá en marcha una dinámica cultural que insuflará nuevos aires en el seno de la sociedad que le tocó en suerte.

De este modo, podrán surgir movimientos de vanguardia (políticos, artísticos, intelectuales, tecnológicos, etc.), que a través de su pensamiento y accionar consigan influir y modificar tanto su propio rumbo como el de la cultura a la que pertenecen y en la que ejercen su despliegue. Desde luego, cabe aclarar que los destinos de estas vanguardias son divergentes, ya que pueden quedar archivadas por su falta de repercusión o por su eventual fracaso, o bien, sus banderas puede uniformar a gran parte del colectivo masificándolo en un posicionamiento determinado (contestatario, participativo, consumista, etc.). Asimismo, su impronta creativa, ya sea grupal o individual, puede trascender hacia las generaciones siguientes marcando una tendencia o deviniendo en un modelo clásico.

Asimismo, la ecuación cultural que atraviesa cada momento histórico genera producciones artísticas que ponen sobre el tapete las corrientes subterráneas que condicionan no sólo los pensamientos, las emociones y el accionar de los adolescentes, sino también las urgencias y los peligros que los acechan. Las dos series televisivas que vamos a abordar están centradas en las vicisitudes que se despeñan sobre los sujetos pertenecientes a dos instituciones educativas alejadas en el espacio, pero contemporáneas en su devenir. Su escorzo nos servirá como disparador para reflexionar sobre los recursos y las limitaciones que la condición adolescente actual pone en juego.

Veamos primero una sinopsis de la serie catalana titulada Merlí.

El argumento gira en torno a Merlí Bergeron, un profesor de Filosofía desalojado de su departamento por insolvente, que termina compartiendo la vivienda con su madre y con su hijo, al que hasta entonces cuidaba su ex esposa, en un difícil ensayo de convivencia. Sincrónicamente, y sin saberlo de antemano, Merlí consigue que lo emplee el instituto secundario donde concurre su hijo.

Allí, con métodos imprevisibles desarrollará sus clases en distintos ámbitos (en el aula, en la cocina, en el patio o en el domicilio de algún alumno). A su vez, aplicará los conceptos de cada uno de los principales filósofos para resolver los problemas con los que se irán encontrando tanto sus alumnos como él mismo, aunque a veces sus formas resulten entre polémicas y censurables. No obstante, como su compromiso con los conflictos que asuelan la vida psíquica y vincular de sus alumnos es a todas luces irrenunciable, su imposibilidad de mantenerse callado lo llevará a enfrentarse con padres y autoridades, a confraternizar y pelear con sus estudiantes y hasta suplir las falencias familiares en las situaciones de emergencia.

Merlí se presenta en su primera clase con un “quiero que los excite la filosofía” y a continuación dispara: “parece que el sistema educativo olvidó las preguntas quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos”. Luego define “la filosofía sirve para reflexionar, reflexionar sobre la vida, sobre el ser humano y para cuestionarse las cosas. A lo mejor por eso quieren eliminarla, porque la encuentran peligrosa” y remata “filosofía y poder tienen una tensión sexual sin resolver”.

La presencia de este inusual profesor funciona como un verdadero puntal. Es decir, oferta sobre los estudiantes un apuntalamiento (en la línea que desarrolla Kaës), y lo ejerce hasta las últimas consecuencias. De este modo, se propone como una base de apoyo trasmitiendo una modelización identificatoria, pero sin la sutura que implicaría un atrapamiento en su dinámica personal. Por esta razón, les permite disentir, cuestionar, rechazar y hasta pelear por las ideas y emociones puestas en juego dando lugar a una ruptura crítica. Finalmente, en la incorporación y metabolización del discurso y las acciones de Merlí, cada adolescente, transcripción mediante, hará propio aquello que proviene de este otro del vínculo.

Es de esta manera como Merlí se establece como un interlocutor y un referente de sus estudiantes. Alguien que los acompaña y apuntala en el tramo vital que les tocó compartir para luego apartarse, soltándolos para que tomen su propio camino sin condicionamientos. A tal punto se juega esta dinámica, que en el capítulo final de la tercera temporada se produce inesperadamente su deceso. Se cierra así la serie con una metáfora perfecta acerca del rol del maestro, del guía y del terapeuta. Es que el cumplimiento de su función incluye la obligación de correrse, para dejar el paso libre a aquellos a los que ha acompañado y apuntalado.

Consecuente con la metáfora merlineana, el planteo central de este escrito se sustenta en la siguiente idea: a lo largo de la vida de los sujetos se impone la presencia de un conjunto secuencial de interlocutores y referentes que cumplen la función de acompañarlos y apuntalarlos.  Esta función puede encarnarse en diversas figuras (en el padre, el amigo, la pareja, etc.), aunque los modelos arquetípicos se corresponden punto a punto con el maestro, el guía y el terapeuta. No obstante, en el plano literario y filmográfico, puede adoptar el formato de alguna aparición providencial o karmática tan cara a ciertos autores (tal como Castaneda, Chopra, Cortázar, Kieślowski, Wenders, Tarcovski, Wong Kar Wai, Saura, etc.). Y, más aún, tanto el interlocutor como el referente puede llegar a ser un libro (Farenheit 451 es su metáfora literaria), una canción (la Marsellesa), una pintura (el Guernica, como obra de arte del horror), una idea (“Proletarios del mundo uníos”, hoy en desuso), un objeto (Mr. Wilson, la pelota con la que interactuaba Tom Hanks en el film Náufrago), etc.

Ahora bien, si nos centramos en el terapeuta de adolescentes como interlocutor y referente: ¿cómo se asume este posicionamiento subjetivo y qué se debe hacer en consecuencia? Esta pregunta pierde su tono dramático si el trabajo clínico con adolescentes, al igual que con el maestro y el guía, se plantea por ciclos. Ya no es necesario velar por el final porque éste se presenta por su cuenta, ya desde la evidencia transferencial como desde el oscuro llamado de la contratransferencia. Asimismo, este puede emerger tanto desde el deseo del paciente como también desde el deseo del propio terapeuta.

Claro que en el caso de Merlí, o de cualquier otro interlocutor y referente estudiantil que cumpla su papel, el ciclo se cerrará por sí mismo de acuerdo a los tiempos institucionales. Esta variante permite que el desenlace se produzca bajo la tutela de un ritual (uno de los pocos que mantiene su visibilidad), el cual contribuirá a la elaboración del desprendimiento. Fomentando, a su vez, que las recíprocas investiduras vinculares viren hacia los territorios del recuerdo, o a lo sumo a la de una tierna nostalgia, sin que necesariamente presenten conflictos a la vista.

Con todo, el terapeuta, el maestro y el guía  para poder sostener el posicionamiento subjetivo de interlocutor y referente deberán cumplir las funciones acompañante y apuntalante que su rol inevitablemente les demanda. No obstante, a pesar de la puesta en marcha de dichas funciones, uno de los riesgos que las acecha es la caída en la fascinación narcisista del interlocutor y del referente idealizado. Esta figura se cristaliza en la versión del líder, del gurú o del iluminado, tan cara a aquellos que con o sin intención terminan apoltronados en el lugar del sujeto supuesto saber aprovechando la diferencia generacional y la experiencia adquirida. Esta versión puede perdurar en cualquiera de las díadas antedichas reproduciendo ad infinitum el formato de un rito religioso, o bien, caducar abruptamente al precipitarse en la decepción más profunda (Véase Sexy Sadie, el tema de los Beatles que John Lennon le dedica al gurú Maharishi).

De todos modos, como el del interlocutor y del referente es un rol intercambiable a través de las sucesivas investiduras portadas y soportadas por los otros del vínculo, su constante reciclaje aceita la posibilidad de enriquecimiento psíquico a raíz de los intercambios producidos. Por tanto, si volvemos a centrarnos en la labor clínica no podríamos hablar de aquí en más de un fin de análisis, sino de la caducidad del posicionamiento de interlocutor o referente encarnada en la persona del terapeuta. Esta caducidad debe ser considerada no sólo una pieza del mismísimo análisis, sino también como una herramienta indispensable para el proceso de maduración. Su presencia potencial acompaña el tratamiento desde su inicio, si es que estamos persuadidos de que trabajamos específicamente para que puedan partir y no para que se queden, remedando así las ataduras familiares que los adolescentes traen consigo.

Sin embargo, es posible que el adolescente (o bien el joven adulto en el que se transforme), retorne la labor con su viejo terapeuta para un segundo ciclo. En este caso no modificaríamos un ápice de lo planteado, porque es de esperar que tanto paciente como terapeuta en su devenir vital no se correspondan exactamente con los que participaron en el ciclo anterior. En la medida que la vida nos transfigura permanentemente, otro tanto ocurrirá con la encarnadura de interlocutor y referente. Tal como decía Neruda: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.

En todo caso, los problemas se habrán de presentar cuando los interlocutores y referentes fallen gravemente en su función o simplemente brillen por su ausencia. En estos casos las consecuencias no se harán esperar.

En función de esta idea veamos ahora lo que nos aporta la serie Trece razones por qué.

Clay Jensen, un estudiante de 17 años, encuentra un paquete anónimo en la entrada de su casa. Al abrirlo, descubre que se trata de 13 cassettes grabados por Hannah Baker, su compañera de clase recientemente suicidada. Las cintas fueron enviadas inicialmente a otro compañero de clase con las instrucciones precisas para que pasaran de un estudiante a otro, como si fuera una carta en cadena. En las cintas Hannah explica a cada uno de los trece implicados el papel que jugó a la hora de su muerte, dando para ello trece razones. Por otra parte, Hannah ha dado una segunda serie de cintas a otro de sus compañeros de clase y advierte que si no circulan, la segunda tanda será filtrada al resto de los estudiantes. Esto podría conducir a la vergüenza pública de algunas personas, mientras que otros podrían enfrentar cargos de acoso físico y psicológico y, eventualmente, ser condenados a pasar un tiempo en la cárcel.

A través de la narración Hannah revela su sufrimiento a partir del momento de su llegada al pueblo y su respectiva incorporación a la escuela. Es que allí comienza a sufrir una serie de acosos a partir de una foto, que a través de las redes sociales hace circular con su estilo perverso y machista Bryce, el capitán del equipo de beisbol y líder de la runfla de los cancheros/patoteros. Esta foto que la muestra en una situación íntima desata los corrillos acerca de que es una chica fácil, los cuales se extienden a miradas, epítetos y acciones denigrantes. Todos sus intentos de establecer un vínculo amoroso fracasan, condicionados por esta suerte de acoso tanto sobre ella como sobre sus partenaires. Por tanto, se va sintiendo cada vez más aislada por el desdén de los varones (salvo por la tímida e impotente actitud de Clay), y por la pérdida de sus amigas (tanto por declinar un vínculo homosexual, como por disputarse a un compañero). Finalmente, la violación que sufre por parte de Bryce precipita su suicidio.

Aquí nos encontramos con un escenario inverso al de Merlí, pero no porque los adultos de esta serie se comporten de manera más madura y participativa que los que habitan Barcelona. Justamente, las dos series muestran descarnadamente como, salvo honrosas excepciones, padres, maestros, directores y psicólogos se sustraen de sus funciones de acompañar y apuntalar para dejar a los adolescentes librados a la suerte de sus propios conflictos y angustias.

Es que acompañar y apuntalar implica no perder de vista la distancia óptima respecto de la capacidad elaborativa que el adolescente pueda presentar en cada ciclo singular de su crisis vital. En cada uno de estos tramos el terapeuta, el maestro y el guía se ofrecerán en las vertientes intersubjetivas del gestor, del puntal, del partenaire, del rival y del acompañante para sostener la demanda de apuntalamiento puesta en juego, cuyo accionar se transmitirá tanto por la presencia en acto como por el trabajo silencioso que opera en el seno del vínculo.

Por tanto, si Merlí funciona como un analizador (en la línea que lo conceptualiza René  Loureau), que cuestiona el statu quo de la educación, de los educadores y, por ende, de la institución que la imparte, es porque en última instancia la propia institución lo sostiene a pesar de sus profundas estocadas. En cambio, en el pequeño pueblo donde transcurre la vida escolar de los adolescentes de Trece razones por qué nadie se hace cargo de lo que les sucede. Y cuando la muerte de Hanna hace estallar el inestable equilibrio con el que sostenían las vinculaciones, cada uno a su manera trata de cubrirse frente a la tormenta que se avecina. Valga la aclaración, Clay también lo hace hasta que se entera que uno de los cassettes lo tiene por protagonista.

Miserables, pusilánimes, cobardes, especuladores y perversos, entre otras lindezas, desfilan por el estrado en el juicio que escenifica la segunda temporada. Es en este contexto que el relato que la protagonista despliega en sus trece grabaciones no sólo describe la historia de su suicidio, sino que el subtexto que puede leerse entrelíneas pinta un fresco de las dimensiones intra, inter y transubjetiva de los miembros de la comunidad en la que vive y decide morir.

Por otra parte, más allá de lo polémico e incongruente que puede resultar su suicidio, cuando lo relacionamos punto a punto con el perfil psicológico de Hanna, este evento funciona como un analizador. Es que su impacto permite poner en blanco sobre negro las diversas vinculaciones en juego, entre los sujetos entre sí y entre ellos y sus instituciones, en el contexto del sufrimiento adolescente. Y, a pesar de que aquí este sufrimiento toma un giro trágico y espectacular (propio del estilo de Hollywood), sirve para desnudar los resortes más ominosos de una comunidad.

Una vez más vislumbramos la decadencia de la vigencia de la ley con sus principios, valores e ideales asociados. En este sentido, los atormentados protagonistas de la serie no pueden con sus almas y, para colmo, no cuentan con quien los pueda sostener y contener ni con una legalidad que los proteja. Por esta razón, tratan de resolver sus cuestiones por cuenta propia en la soledad de su inexperiencia. La instancia judicial que aparece en la segunda temporada genera un aparente y fugaz amparo. Sin embargo, los intereses en juego son los que definen la partida.

En última instancia, la resultante del proceso de la transición adolescente, es la emergencia de un sujeto que estará en condiciones de ingresar al mundo sociocultural adulto con el correspondiente visado en perfecto orden. Asimismo, será en este mundo donde deberá completar su proceso de maduración para quedar habilitado plenamente para operar en él. Por su parte, el maestro, el guía y el terapeuta se encuentran en la radical soledad de acompañar la transmutación del adolescente, a sabiendas de que su trabajo termina allí. Aún así, no deben olvidar que a pesar de todo lo que podrían seguir aportando, deben coadyuvar a la remoción del adolescente. Esta suerte de segundo desprendimiento no va a tener menos valor que el que se opera en el seno familiar, ya que se va a instituir también en un modelo de desenlace vincular que pasará a engrosar la experiencia vital del sujeto.

Por ende, el objetivo a futuro que permanentemente orienta nuestro trabajo, es lograr que se marchen, tanto de sus respectivos hábitats como del nuestro. Es con esta consigna que deberemos mantener iluminada nuestra mente y nuestro corazón, para persistir en la senda que conduce a la construcción de la autonomía psíquica del adolescente. Autonomía, que una vez lograda, debería poder plasmarse en todos los actos de su vida. Mantenernos firmes en esta postura ética, tanto con relación a nuestros deseos como con relación a nuestras responsabilidades, nos permitirá cumplir con la función apuntalante y acompañante requeridas y asumir el desenlace con la gratificación de haber cumplido la tarea.


Notas


(1) Cfr. Planeta Adolescente.

(2) Cfr. La Condición Adolescente.


Bibliografía


Cao, Marcelo Luis (1997): Planeta Adolescente. Cartografía psicoanalítica para una exploración cultural. Edición del autor. Buenos Aires, 1997.

Cao, Marcelo Luis (2009): La Condición Adolescente. Replanteo intersubjetivo para una psicoterapia psicoanalítica. Edición del autor. Buenos Aires, 2009.

Cao, Marcelo Luis (2013): Desventuras de la Autoestima Adolescente. Hacia una Clínica del Enemigo Intimo. Windú Editores. Buenos Aires, 2013.

Castoriadis, Cornelius (1986): El psicoanálisis, proyecto y elucidación. Nueva Visión. Buenos Aires, 1994.

 
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