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Autor: Rebeca Saray
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Parirse “Madre”
Por Luciana Chairo
lucianachairo@elpsicoanalitico.com.ar

 

“Pero, en primer lugar, ¿qué es una mujer? “Tota mulier in útero: es una matriz”, dice uno. Sin embargo, hablando de ciertas mujeres, los conocedores decretan: “No son mujeres”, pese a que tengan útero como las otras (…) Así, pues, todo ser humano hembra no es necesariamente una mujer; tiene que participar de esa realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad. Esa feminidad ¿la secretan los ovarios? ¿O está fijada en el fondo de un cielo platónico? ¿Basta el frou-frou de una falda para hacer que descienda a la Tierra? Aunque ciertas mujeres se esfuerzan celosamente por encarnarla, jamás se ha encontrado el modelo”

Simone de Beauvoir. El segundo sexo (1949)









Introducción


Este ensayo tiene la complejidad de quién intenta repensar sus propias implicaciones: me defino como una “mujer”, por lo menos eso es lo que gritó la partera, lo que me trasmitieron mis padres, mis pares y lo que logré ir construyendo a lo largo de mi historia. Me nombran “mujer” todos aquellos “otros” que preexisten mi advenimiento como autora del libreto de mi vida; aquellos otros “portavoces” de la sociedad que preparan un lugar para mi llegada al mundo de significaciones y sentidos.

Aún no soy “madre”, pero cuento con muchos indicios como para creer que lo seré en el futuro: lo deseo, y en ello se entrama el hecho de que soy una mujer de occidente, de una sociedad en la que la ecuación mujer=madre ha operado y opera de un modo muy efectivo. Nací y vivo en una época que construye todo un andamiaje simbólico e imaginario, y que oferta ciertos baluartes identificatorios (y no otros) para orientar la acción, las significaciones y las representaciones que me permitirán nominarme “mujer”. Pues bien, comparto con muchas de las que se dicen “mujeres” un sin fin de modos de hacer, de pensar, y la naturalización propia de aquellos discursos y prácticas consagrados para mi posición sexuada y social.

Adelanto entonces que en este escrito intentaré analizar la maternidad desde una perspectiva histórica, social y política, pero ello indefectiblemente será desde el lugar de una mujer criada en occidente y marcada por todas las inscripciones que esto implica.

Propongo que hablemos de madres; y lo digo en plural, ya que sugiero que “La Madre” como categoría lógica universal no existe. Más bien nos encontramos con diversos modos de encarnar esta función, construida y recreada a lo largo de la historia. La madre no es una categoría “en sí misma”, sino que se define por oposición a otros elementos: “niño”, “padre”. Así se diferencian las funciones, los lugares, los espacios.

Con la idea “Parirse madre” de ningún modo me refiero a la posibilidad de que la madre pueda “autoengendrarse”; intento pensar a la maternidad adviniendo, pariéndose en el campo de lo histórico-social, como producto de un momento histórico particular. Philippe Ariés nos orienta [1], demostrando que el ejercicio maternal como práctica “instintual”, sostenida en el afecto y anudada necesariamente al altruismo, al sacrificio, y al renunciamiento de los logros personales, tuvo su máxima expresión recién desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX, no antes. Es decir, el niño, a partir de la modernidad, pasó a ocupar un lugar central en la escala de valores que debía sostener una “buena madre”. Por el contrario, la sociedad tradicional se ha caracterizado por la indiferencia materna ante los recién nacidos.

Ahora bien, del mismo modo en que es importante historizar y ubicar el nacimiento de una categoría que se presenta naturalizada por el peso de los años, considero fundamental introducir la dimensión de lo diverso, de las diferentes formas en que un sujeto encarna, recrea y transforma el “ser madre” como producción subjetiva.

En este sentido, lo que motiva principalmente este escrito, es el hecho de toparme con algunos emergentes sociales que inevitablemente obligan a repensar aquellos instituidos que consagran nuestro imaginario: actualmente existen muchas mujeres que no eligen la maternidad, muchos hombres que desean y hasta logran transformarse en “madres”, muchas madres que no desean serlo; hoy nacen niños que se gestan en una probeta, muchas mujeres y hombres alquilan vientres para lograr su maternidad.

Parece entonces que se han producido, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX, cambios significativos en los procesos de subjetivación de varones y mujeres. Aquellos lugares, funciones y prácticas que en otro momento histórico fueron asignados a cada sexo, sufrieron modificaciones en función de las transformaciones sociales y culturales. En este sentido, ciertas representaciones imaginarias hegemónicas, conviven y se disputan el terreno con nuevas producciones de significación que instituyen otros posibles para la construcción subjetiva de “una madre”. Hoy, no solo por la transformación de las significaciones sociales, sino quizá también por el avance acelerado de la ciencia, la biología -como condición para la procreación- deja de ser privativo de las “mujeres” y se abre un abanico de posibilidades muy amplio y controvertido.

El espíritu de este escrito, por tanto, es poner en tensión lo universal y lo particular para rescatar el modo en que este universal se encarna. Es decir, me interesa pensar no solo las características de los discursos dominantes que hablan acerca de la maternidad, sino las diferentes respuestas que hombres y mujeres le fueron dando a lo largo de la historia.

Sobre la maternidad se han consolidado diversos discursos. La consideración de la mujer como inferior al hombre, su identificación con el ámbito privado y con la reproducción ha sido legitimada y justificada desde la antigüedad por todo tipo de saberes, desde el saber vulgar hasta el saber científico, pasando por el filosófico o religioso. De este modo, se ha convertido a la mujer-madre en objeto de discursos públicos (cuestión que tiene sus potencialidades), pero extirpándole la condición de sujeto de su propia historia.


La madre de occidente

La maternidad es una de las representaciones culturales más complejas que se han elaborado en occidente sobre el imaginario de la mujer. Podría definirse como una práctica socialmente instituida que se apuntala sobre una función biológica que está a su base. Además, estas prácticas se articulan con relaciones de poder que distribuyen, de manera desigual entre hombres y mujeres, ciertos atributos como la alimentación, la educación y el cuidado del otro.

Desde la antigüedad hasta nuestros días, la maternidad como representación se ha transformado mucho. Es interesante rastrear algunas imágenes de las “madres”, construidas en diferentes momentos históricos, para allí leer cuáles son los elementos que permanecen y que cambian en tal significación.

Comencemos por Grecia; aquí es preciso hacer una primera distinción entre la ciencia y el mito. Para este último, Demeter era la Diosa griega de la maternidad; una corpulenta y bella mujer, que reinaba sobre la tierra y los campos y a la que se le rendía tributo en los misterios Eleusinos. Estos eran rituales relacionados con los misterios de la vida, la muerte y el renacimiento representados por la tierra, la semilla, las estaciones y sus cambios. Ahora bien, para la ciencia el útero de la mujer era un recipiente (¿un objeto?) invertido, que se abría para dejar pasar la menstruación, el esperma y el hijo, y se cerraba para retener los fluidos masculinos, proteger y alimentar al feto. Casi una máquina utilizada para la creación de nuevas vidas.

Luego, los Romanos determinaron una doctrina jurídica y un conjunto de leyes que situaban la función materna dentro del marco familiar. El Derecho Romano, patriarcal, instituye en la familia el poder del “pater familias” sobre los hijos, lo cual implica que solo el padre romano integraba o rechazaba a un hijo a la familia; esta era la única manera de ejercer su derecho como padre del niño, ya que la madre siempre es certera.

Durante la Edad Media, la maternidad se instituye como un “asunto de mujeres” y no es valorizada por el resto de la sociedad. La única Madre venerada era la de Dios. Aquí surge la Madre Cristiana como figura sagrada.

En el siglo XVI, las parteras, que hasta ese momento habían sido poco vigiladas, empezaron a convertirse en sospechosas por las revueltas religiosas. Se las concebía cómplices del infanticidio y del aborto. Se instituye así la figura de los “cirujanos” que debían supervisar la tarea de aquellas. Esto marca el comienzo de la intervención del hombre médico en el campo de la obstetricia, aunque esto fue tildado de inmoral por gran parte de la sociedad.

Es recién en el siglo XVIII que la maternidad comienza a tener un lugar valorizado y sobreestimado, pero siempre colocándola al servicio del hijo, también idealizado. La mujer se empodera como madre, pero aún bajo la autoridad del hombre.

Hasta fines del siglo XVIII, sobre 1000 niños nacidos vivos, se morían 250 en el primer año de vida y 150 en su primer mes. Una de cada diez madres fallecía durante o después del parto. En esa época se comienza a analizar y abordar esta cuestión y los gobiernos temen la despoblación. Los médicos toman la palabra y priorizan los cuidados primarios, procurados tanto al recién nacido como a la parturienta, para evitar tanta mortalidad. Las nodrizas, que hasta ese momento se encargaban del cuidado material del bebé, fueron acusadas de ser indiferentes a los recién nacidos y de no estar atentas a las manifestaciones de sufrimiento de aquellos. Esto se acompaña de una denuncia, por parte de la burguesía incipiente, a las madres aristocráticas que rechazaban amamantar a sus hijos, reduciendo su función materna a lo espiritual y a la transmisión moral. El poder médico y la burguesía, como aliados, toman partido y convierten al cuerpo de la mujer en la matriz del cuerpo social: había que readaptarlo para la función reproductora. El amor materno y la consagración total de la madre a su hijo se convirtieron en valores para la civilización y en códigos de buena conducta [2].

En el siglo XX dos hechos fundamentales modifican, de modo sustancial, tanto el rol de la mujer como el del hombre dentro de la estructura familiar: la incorporación de la mujer al trabajo y la aparición de métodos anticonceptivos. De ello decantan, no solo nuevas formas de encarnar la maternidad, sino también nuevos síntomas y nuevas preguntas.

Luego de este breve recorrido histórico, podemos suponer que madre no es sinónimo de mujer. Es decir, si podemos recortar un momento en la historia en el que se origina el sentimiento materno, sus funciones y sus espacios, es porque no estamos en la dimensión de lo “natural”, sino de lo histórico social, de lo construido, y por tal deconstruible. Dejamos caer de este modo toda lectura que se pretenda esencialista o biologicista y advienen así algunos interrogantes: ¿Cuál fue la necesidad histórica de convertir en sinónimo madre y mujer?, ¿Acaso se intentaba así mantener cierta estabilidad social? ¿O mantener inconmovibles las relaciones de poder instituidas? Son muchos los discursos que vinieron a legitimar y justificar dicha ecuación mujer=madre, entre ellos el psicoanálisis. Veremos cómo logran su eficacia.


La madre del psicoanálisis

¿Cómo concebía a “la madre” el padre del psicoanálisis? Freud en sus teorizaciones acerca de la feminidad distingue en la mujer tres posibles salidas a lo que denomina “Penisneid”: la renuncia –extrañamiento o inhibición de la vida sexual-; la masculinidad -hiperinsistencia en poseer las insignias de la virilidad-; y, finalmente, la salida propiamente femenina –vía la ecuación simbólica pene=hijo. La verdadera mujer para Freud es aquella cuya falta fálica la incita a orientarse hacia el amor de un hombre –primero el padre, luego el esposo- esperando encontrar el sustituto fálico bajo la forma de un niño.

Dos equivalencias definen, entonces, a la mujer freudiana: mujer=madre y mujer=objeto de amor de un hombre. Reduce, así, la mujer a la madre y a un objeto para otro. Fortalece, de este modo, la relación intrínseca entre mujer y maternidad, y legitima las relaciones de fuerza que esto conlleva. Me arriesgo a decir, entonces, que esto último no es tanto un producto lógico de su teoría (si es que de algo así pudiera hablarse), sino toda una posición ideológica y política propia de su tiempo y de su subjetividad.

Es en la segunda década del siglo XX (cultura posfreudiana) que se idealiza el vínculo materno, focalizándose en la importancia de la madre en el desarrollo emocional del niño. Ideal de maternidad perfecta que se condice con una figura de niñez también idealizada y hasta determinante. La “madre suficientemente buena” de Winnicott; la relevancia de las primerísimas relaciones madre-hijo kleiniana, como condicionante del buen desarrollo psicológico, son -entre otros- lo modos con los que fue operando dicha valorización del maternaje.

Una de las principales autoras del Psicoanálisis que dedica gran parte de su obra a pensar la maternidad es Marie Langer. En 1951, publica “Maternidad y sexo”, donde acuerda con las ideas kleinianas pero agrega algo más: anuda fuertemente el hecho de ser mujer con el de ser madre (o desear serlo). La autora allí problematiza la vida de la mujer moderna, aquella que debiera conciliar sus logros sociales y su femineidad, su maternidad y su sexo. Demuestra cómo el conflicto entre su labor profesional y sus instintos maternales, “coartados en nuestra época antiinstintiva”, repercute sobre su felicidad y trastorna sus funciones femeninas. La autora prueba cómo los factores culturales, ambientales y personales influyen en esas funciones. A través de material clínico abundante, ilustra cómo la maternidad feliz y la capacidad para el goce sexual dependen de vivencias tempranas y tienen sus raíces en la primera relación madre hija [3].

Si bien la autora, desde una posición feminista, intenta pensar su contexto y la experiencia de la maternidad en una sociedad que presenta nuevas exigencias para la mujer, puede leerse en su discurso cierta añoranza por recuperar el mundo de lo dado, de lo instituido, hasta “instintivo”. De este modo, reproduce una ecuación que ha dejado a hombres y mujeres en lugares complicados a lo largo de la historia.


La madre hoy

Como ya he mencionado, son algunos hechos sociales los que me interpelan y convocan a repensar una categoría como la materna, tan naturalizada para toda la sociedad.

Es innegable que estamos asistiendo a cambios muy rápidos a nivel de las prácticas que rodean a la maternidad, lo que no necesariamente implica su metabolización subjetiva, ya que los tiempos históricos son en general más precipitados que los tiempos subjetivos. Las transformaciones culturales y sociales que vivimos actualmente se manifiestan en cambios en las estructuras familiares y en los modelos de masculinidad y feminidad, confrontando a hombres y mujeres con nuevos modos de relación, con nuevas significaciones en torno a su sexualidad, y a la maternidad específicamente. Vivimos en una época en la que las prácticas y los discursos acerca del quehacer materno y de la elección sexual se han pluralizado a tal punto que, en muchos casos, dejan a los individuos en total desconcierto y confusión. Esto, a su vez, habilita interrogantes que fueron impensados en otros momentos históricos. Actualmente, son muchas las mujeres que no eligen la maternidad como parte de su proyecto; deciden dedicar su vida al trabajo, al éxito profesional u otros intereses personales (y sociales, productos del capitalismo) que no incluyen a un hijo en su futuro. Esto, en muchos casos, no es sin angustia y sin el conflicto propio de quien se enfrenta con dos mandatos sociales difícilmente conciliables: “debes ser madre” y “debes ser exitosa” (esto, lógicamente, generalizando algo que luego habrá que particularizar en cada quién).

Nos encontramos, también, con muchas madres que llegan a la consulta de un psicólogo con el objetivo de que éste las ayude a ejercer su función, suponiendo que existe allí una respuesta a su problema. Es decir, no cuentan o creen no contar, con los recursos que les permitirían ser madres de “buena ley”. Una total confusión se apodera de muchos padres que, impotentizados, se preguntan: “¿Qué tengo que hacer con mi hijo?; ¿Cómo debo criarlo?; ¿Le parece que lo rete cuando se porta mal o lo dejo hacer lo que quiera?”.

Puede leerse allí, por un lado, cierto corte en la cadena generacional que antaño, mal o bien, operaba como transmisión de madres a hijos en lo que respecta al modo de ejercer la función materna o paterna. Por otro lado, cierta conmoción en las significaciones que sostienen la institución “familia” consolidada en la modernidad. El ejercicio de una función amparadora, orientadora, de autoridad y educación se ve desprovisto del valor que habría constituido en otros tiempos.

La sociedad capitalista oferta nuevos sentidos que, en muchos casos, son contrarios a los valores que vienen operando históricamente. Considero que la convivencia de significaciones tradicionales aún vigentes, con nuevos sentidos aportados por la lógica del capital, hunde a los sujetos en un profundo desconcierto que en muchos casos conlleva malestar.

Por otro lado, la irrupción de nuevas tecnologías reproductivas en el universo simbólico de la maternidad, construye nuevas redes de significado y habilita prácticas innovadoras, como la inseminación artificial, que ofrecen la posibilidad a hombres y mujeres, sea cual sea su elección sexual, de convertirse en “madres” tanto en su función como en su lugar en la trama social.

El avance de la tecnología, que venimos observando en diferentes campos, ha cooptado también el proceso de alumbramiento, convirtiendo el parto o embarazo en una “enfermedad” a tratar. De este modo, se medicaliza el parto, el nacimiento, y se interviene el cuerpo de la mujer no solo para evitar la mortalidad infantil como antaño (discurso natalista), sino que además se intenta anular cualquier atisbo de dolor (propio de un parto). Hoy es valorizado que una mujer después de parir a su hijo “no perciba los cambios”, que vuelva al estado anterior sin transformación; se valoriza el hecho de que “no haya sentido nada”, como si el traer una vida al mundo no implicara un antes y un después no solo físico sino psíquico. Y con esto no intento sobrevalorar el sufrimiento o el “esfuerzo” coronado en otros momentos históricos. Propongo visibilizar la desaparición de ciertos ritos de pasaje que, en nuestro mundo occidental, hacían las veces de respuesta imaginaria y simbólica a aquello que aparecía en la dimensión de un real difícil de tramitar: la muerte, el nacer. Los ritos, entonces, parecen desvanecerse detrás de la técnica y de todo un montaje construido para eliminar la diferencia, la discontinuidad, el límite.

Si bien uno no puede renegar de los efectos positivos que ha tenido este avance tecnológico sobre el modo de construir y habitar la maternidad en nuestra sociedad, sí considero fundamental abrir un campo de interrogación para analizar las consecuencias e implicancias de los mismos. Las transformaciones en la producción de subjetividad que el desarrollo tecnológico ha producido, no solo presentifica que lo biológico no es un límite, sino que nos confronta con una dimensión ética, bioética, en relación al modo en que una sociedad produce su propia descendencia.

La “reproducción artificial”, el despliegue de toda una estrategia tecnológica que habilita la posibilidad de ser madre, aun cuando el cuerpo no provea las condiciones suficientes, y las consecuentes transformaciones subjetivas que fueron produciéndose en hombres y mujeres, cuestiona- en alguna medida- la fórmula mujer=madre consolidada a lo largo de los años. Cambios en el imaginario social que nos invitan a seguir reflexionando sobre los nuevos modos de parirse madre en nuestra sociedad.

 
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Notas
 

[1] Ariès Philippe; El niño y la vida familiar en el antiguo régimen, 1987, Ed. Taurus. Madrid.
[2] Oiberman, Alicia; Historia de las madres en occidente, www.palermo.edu/cienciassociales/publicaciones/pdf/.../5Psico%2009.pdf
[3] Langer, Marie; Maternidad y sexo. Estudio psicoanalítico y psicosomático, 1951, Ed. Paidos, Bs. As.

 
Bibliografía
 

Freud, S. Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos. 1925 En Obras Completas. Tomo XIX. Buenos Aires: Amorrortu Ed.
Freud, S. Sobre la sexualidad femenina 1931. En Obras Completas. Tomo XXI. Buenos Aires: Amorrortu Ed.

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