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Autor: Paul Strand. Título: Four old fishermen
Autor: Paul Strand. Título: Four old fishermen
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Transformación social y creación cultural *
Por Cornelius Castoriadis

I have weighed these times, and found them wanting.

Traducción de Miguel Loreti 2007
 

Los genes humanos no han sufrido, que se sepa, deterioro, al menos, no todavía. Pero sabemos que las «culturas», las sociedades, son mortales. Muerte que no es forzosa, ni por lo general, instantánea. Su relación con una nueva vida, de la cual puede ser la condición, es un enigma siempre singular. La «decadencia de Occidente» es un tema antiguo y en el sentido más profundo, falso. Este slogan querría también enmascarar las potencialidades de un nuevo mundo que la descomposición de «Occidente» pone y libera; en todo caso, recubrir la cuestión de ese mundo y sofocar el hacer político con una metáfora botánica. Nosotros no buscamos establecer que esta flor, como las otras, se marchitará, se marchita o se marchitó. Buscamos comprender qué muere en este mundo histórico social, cómo y, de ser posible, por qué. También buscamos encontrar qué está, tal vez, a punto de nacer. Ni la primera ni la segunda parte de esta reflexión son gratuitas, neutras o desinteresadas. La cuestión de la «cultura» es encarada aquí como una dimensión del problema político; y se puede decir también que el problema político es un componente de la cuestión de la cultura en el sentido más amplio. (Por política no entiendo ni a la profesión del señor Nixon ni a las elecciones municipales; el problema político es el problema de la institución global de la sociedad.) La reflexión es anti-«científica» tanto como sea posible. El autor no ha movilizado a un ejército de asistentes, ni gastado decenas de horas de computadora para establecer científicamente lo que todo el mundo ya conoce de antemano: por ejemplo, que a los conciertos de música que se dice seria no asisten sino ciertas categorías socioprofesionales de la población. Es una reflexión, además, llena de trampas y de riesgos: estamos sumergidos en este mundo y tratamos de comprenderlo y hasta de evaluarlo. Evidentemente, es el autor el que habla. ¿A título de qué? A título precisamente de parte interesada, de individuo que participa en este mundo, con el mismo título con el que se autoriza a expresar sus opiniones políticas, a elegir lo que combate y lo que sostiene en la vida social de la época.

Lo que está a punto de morir hoy, lo que en todo caso está profundamente en cuestión es la cultura «occidental». Cultura capitalista, cultura de la sociedad capitalista, pero que sobrepasa de lejos ese régimen histórico-social porque comprende todo lo que éste ha querido y podido recuperar de lo que lo ha precedido, particularmente en el segmento «griego-occidental» de la historia universal. Aquella muere como conjunto de normas y de valores, como formas de socialización y de vida cultural, como tipo histórico-social de los individuos, como significación de la relación de la colectividad consigo misma, con aquellos que la componen, con el tiempo y con sus propias obras.

Lo que está en tren de nacer, penosa, fragmentaria y contradictoriamente, desde hace más de dos siglos es el proyecto de una nueva sociedad, proyecto de autonomía social e individual. Proyecto que es creación política en su sentido más profundo, y cuyas tentativas de realización, desviadas o abortadas, han informado ya a la historia moderna. (Aquellos que quieren sacar de esas desviaciones o abortos la conclusión de que el proyecto de una sociedad autónoma es irrealizable, son absolutamente ilógicos. Que yo sepa, la democracia no ha sido desviada de sus fines bajo el despotismo asiático, ni las revoluciones obreras de los Bororo han degenerado). Revoluciones democráticas, luchas obreras, movimientos de las mujeres, de los jóvenes, de las minorías «culturales», étnicas, regionales –testimonian todos la emergencia y la vida continuada de ese proyecto de autonomía. El cuestión de su futuro y de su «desenlace» -el problema de la transformación social en un sentido radical- queda evidentemente abierto. Pero también queda abierta, o más bien, debe ser nuevamente planteada una cuestión que por cierto no es para nada original, pero que ha sido regularmente encubierta por los modos de pensamiento heredados, aun los que se pretenden «revolucionarios»; la cuestión de la creación cultural en sentido estricto, la disociación aparente del proyecto político de autonomía y de un contenido cultural, las consecuencias pero sobre todo los presupuestos culturales de una transformación radical de la sociedad. Las páginas que siguen pretenden, parcial y fragmentariamente, elucidar esta problemática.

Tomo aquí el término cultura en una acepción intermedia entre su sentido habitual en francés (las «obras del espíritu» y el acceso del individuo a ellas) y su sentido dentro de la antropología americana (que cubre la totalidad de la institución de la sociedad, todo aquello que diferencia y opone por una parte a la sociedad y por la otra animalidad y naturaleza). Yo entiendo aquí por cultura todo lo que, en la institución de una sociedad, excede la dimensión conjuntista-identitaria (funcional-instrumental) y que los individuos de esa sociedad invisten positivamente como «valor» en el sentido más general del término: en resumen, la paideia de los griegos. Como su nombre lo indica, la paideia contiene indisociablemente los procedimientos instituidos a través de los cuales el ser humano, en el curso de su fabricación social como individuo, es conducido a reconocer y a investir positivamente los valores de la sociedad. Esos valores no son dados por una instancia externa ni descubiertos por la sociedad en yacimientos naturales o en el cielo de la Razón. Son, cada vez, creados por la sociedad considerada, como núcleos de su institución, marcas últimas e irreductibles de la significación, polos de orientación del hacer y del representar sociales. Por tanto, es imposible hablar de transformación social sin enfrentar la cuestión de la cultura en ese sentido -y de hecho, se la enfrenta y se «responde» se haga lo que se haga. (Así, en Rusia, después de octubre de 1917, la aberración relativa del Proletkult ha sido aplastada por la aberración absoluta de la asimilación de la cultura capitalista­ y eso ha sido uno de los componentes de la constitución del capitalismo burocrático total y totalitario sobre las ruinas de la revolución). Podemos explicitar de manera más específica la relación íntima entre la creación cultural y la problemática social y política de nuestro tiempo. Podemos hacerlo por medio de ciertas interrogantes, y lo que presuponen, implican o acarrean -como comprobaciones de hecho, aunque fueran discutibles, o como articulaciones de sentido:

- ¿El proyecto de una sociedad autónoma no se reduce (como la simple idea de un individuo autónomo) a un sentido «formal» o «kantiano» en cuanto parece no afirmar como valor sino la autonomía en sí misma? Para ser más preciso: ¿puede una sociedad «querer» ser autónoma solo por ser autónoma? O incluso autogobernarse -sí, pero ¿para qué? La respuesta tradicional es, las más de las veces, para satisfacer sus necesidades. La respuesta a esa respuesta es: ¿qué necesidades? Cuando no existe el peligro de morirse de hambre ¿qué es vivir?

- Una sociedad autónoma podría «realizar mejor» los valores- o «realizar otros valores» (sobrentendido: mejores); ¿pero cuáles? ¿Y qué son valores mejores? ¿Cómo evaluar los valores? Interrogantes que toman su sentido pleno a partir de esta otra cuestión «de hecho»: ¿existen todavía valores en la sociedad contemporánea? ¿Se puede acaso hablar todavía, como Max Weber, de conflicto de valores, de «combate de dioses». O hay más bien hundimiento gradual de la creación cultural y -aquello que no por haberse convertido en un lugar común es necesariamente falso- descomposición de los valores?

- Seguramente sería imposible decir que la sociedad contemporánea es una «sociedad sin valores» (o «sin cultura»). Una sociedad sin valores es simplemente inconcebible. Hay, evidentemente, polos de orientación del hacer social de los individuos y finalidades a las cuales el funcionamiento de la sociedad instituida está sujeto. Hay por tanto valores en el sentido transhistóricamente neutro y abstracto indicado antes (en el sentido en que en una tribu de cazadores de cabezas, matar es un valor sin el cual la tribu no sería lo que es). Pero esos «valores» de la sociedad instituida contemporánea parecen, y son efectivamente incompatibles con, o contrarios a lo que exigiría la institución de una sociedad autónoma. Si el hacer de los individuos está orientado esencialmente hacia la maximización antagónica del consumo, del poder, del status y del prestigio (los únicos objetos de investidura socialmente pertinentes en nuestros días); si el funcionamiento social está sujeto a la significación imaginaria de la expansión ilimitada del dominio «racional» (técnica, ciencia, producción, organización como fines en sí); si esta expansión es a la vez vana, vacía e intrínsecamente contradictoria, como lo es evidentemente, y si los humanos no están obligados a servirla sino mediante el empleo, el cultivo y el uso socialmente eficaz de móviles esencialmente «egoístas», en una forma de socialización en la que cooperación y comunidad no son consideradas y no existen sino bajo el punto de vista instrumental y utilitario; en breve, si la única razón por la cual no nos matamos los unos a los otros cuando nos plazca es el miedo a la sanción penal -entonces, no solamente no puede ser cuestión de decir que una nueva sociedad podría «realizar mejor» valores ya establecidos, incontrastables, aceptados por todos, sino que es necesario ver claramente que su instauración presupondría la destrucción radical de los «valores» contemporáneos, y una nueva creación cultural concomitante a una transformación inmensa de las estructuras psíquicas y mentales de los individuos socializados.


Que la instauración de una sociedad autónoma exigiera la destrucción de los «valores» que orientan actualmente el hacer individual y social (consumo, poder, status, prestigio -expansión limitada del dominio «racional») no me parece que requiera una discusión particular. Lo que habría que discutir a ese respecto es la medida en que la destrucción o la usura de esos «valores» está avanzada, y la medida en que los nuevos estilos de comportamiento que se observan, sin duda fragmentaria y transitoriamente, en los individuos y en los grupos (especialmente los jóvenes) son precursores de nuevas orientaciones y de nuevos modos de socialización. No abordaré aquí este problema capital y enormemente difícil. Pero la expresión «destrucción de valores» puede chocar y parecer inadmisible tratándose de «cultura» en el sentido más específico y más estrecho de las «obras del espíritu» y de su relación con la vida social efectiva. Es claro y evidente que yo no propongo bombardear los museos o quemar las bibliotecas. Mi tesis es más bien que la destrucción de la cultura, en ese sentido específico estrecho, está ya ampliamente avanzada en la sociedad contemporánea, que las «obras del espíritu» ya están casi completamente transformadas en ornamentos o monumentos funerarios, que sólo una transformación radical de la sociedad podrá hacer del pasado otra cosa que un cementerio visitado en forma ritual, inútilmente y cada vez menos, por algunos parientes desconsolados y maniáticos. La destrucción de la cultura existente (incluyendo el pasado) está a punto de realizarse en la misma medida en que la creación cultural de la sociedad instituida está a punto de desplomarse. Allí donde no hay presente, no hay tampoco pasado. El periodismo contemporáneo inventa cada trimestre un nuevo genio y una nueva «revolución» en tal o cual campo. Son esfuerzos comerciales eficaces para hacer girar la industria cultural, pero incapaces de disfrazar el hecho flagrante: la cultura contemporánea es en una primera aproximación, nula. Cuando una época no tiene sus grandes hombres, los inventa. Por otra parte, ¿qué pasa actualmente en los diversos campos del «espíritu»? Se pretende hacer revoluciones, copiando e imitando mal -también mediante la ignorancia de un público hipercivilizado y neoanalfabeto- los últimos grandes momentos creadores de la cultura occidental, con lo que se hizo hace ya más de medio siglo (entre 1900 y 1925 o 1930). Schönberg, Webern, Berg ya habían creado la música atonal antes de 1914. ¿Cuántos de entre los admiradores de la pintura abstracta, conocen las fechas de nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian (1872)? En 1920 el Dadá y el surrealismo ya habían aparecido. ¿Qué novelista podríamos agregar a la enumeración: Proust, Kafka, Joyce? El París contemporáneo, cuyo provincianismo sólo es comparable con su presuntuosa arrogancia, aplaude furiosamente a los audaces directores que copian atrevidamente a los grandes innovadores de 1920: Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etcétera. Cuando se contemplan las producciones de la arquitectura contemporánea nos queda el consuelo de pensar que, aunque no se derrumben solas de aquí a treinta años, de todos modos serán demolidas por obsoletas. Y todas esas mercaderías son vendidas en nombre de la «modernidad» mientras que la verdadera modernidad ya ha cumplido tres cuartos de siglo-.

Es cierto que aquí y allá todavía aparecen obras de gran intensidad. Pero yo me refiero al balance de conjunto de medio siglo. También es cierto que existen el jazz y el cine. ¿Existen o existían? Esta gran creación a la vez culta y popular, el jazz, parece haber agotado ya su ciclo de vida hacia el principio de la década de los sesenta. El cine hace surgir otras cuestiones que no puedo abordar aquí.

Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo simplemente al lector el siguiente experimento mental: que se imagine a sí mismo haciendo personalmente a los más célebres creadores contemporáneos la siguiente pregunta: ¿se consideran ustedes, sinceramente, en el mismo nivel que Bach, Mozart, Beethoven o Wagner, que Jan Van Eyck, Velásquez, Rembrandt o Picasso, que Brunelleschi, Miguel Angel o Frank Lloyd Wright, que Shakespeare, Rimbaud, Kafka o Rilke? Y que se imagine su reacción si el interrogado respondiera: sí. Dejemos a un lado la Antigüedad, la Edad Media, las culturas extraeuropeas y hagamos la pregunta de otro modo. De 1400 a 1925, en un universo infinitamente menos poblado y mucho menos «civilizado» y «alfabetizado» que el nuestro (de hecho: en apenas una decena de países en Europa, cuya población total era a principios del siglo XIX todavía del orden de 100 millones) se encontrará sólo un genio de primera magnitud por cada decenio. Y he aquí, después de cerca de cincuenta años, un universo de tres o cuatro mil millones de humanos, con una facilidad de acceso sin precedente a lo que, aparentemente, habría podido fecundar e instrumentar las disposiciones naturales de los individuos -prensa, libros, radio, televisión, etcétera- que no ha producido sino un número ínfimo de obras de las que se pudiera pensar que de aquí a cincuenta años, se considerasen como maestras. Por supuesto, la época no podría aceptar este hecho. Así, no solamente inventa genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo: ha destruido la función crítica. Lo que se presenta como crítica en el mundo contemporáneo es la promoción comercial -cosa del todo justificada vista la naturaleza de la producción que se trata de vender-. En el campo de la producción industrial propiamente dicha, los consumidores han empezado a reaccionar; dado que las cualidades de los productos son la mayoría de las veces objetivables y mensurables. ¿Pero cómo tener un Ralph Nadér de la literatura, de la pintura o de los productos de la Ideología francesa?. La crítica publicitaria, que es la única que subsiste, continúa por lo demás ejerciendo una función de discriminación. Lleva hasta las nubes a no importa qué producto de moda en la estación y, por lo que se refiere a los demás, no los desaprueba, simplemente calla y los entierra en el silencio. Como la crítica ha sido educada en el culto de la «vanguardia», como cree haber aprendido que casi siempre las grandes obras han sido en un principio incomprensibles e inaceptables; y como su calificación profesional principal consiste en la ausencia de juicio personal, no se atreve jamás a criticar. Lo que se le presenta cae de inmediato bajo una u otra de dos categorías: o bien es algo incomprensible ya aceptado, en cuyo caso lo alabará. O bien es algo nuevo incomprensible y por lo tanto callará por miedo a equivocarse en un sentido o en otro. El oficio del crítico contemporáneo es idéntico al del agente de bolsa, tan bien definido por Keynes: adivinar lo que la opinión media piensa que la opinión media pensará.

Estas cuestiones no se limitan al «arte»; conciernen también a la creación intelectual en sentido estricto. Apenas es posible hacer aquí algo más que rasguñar el tema mediante algunas interrogantes. El desarrollo científico-técnico sin duda alguna continúa; puede que hasta se acelere en cierto sentido. ¿Pero acaso va más allá de lo que se podría llamar la aplicación y la elaboración de las consecuencias de las grandes ideas ya adquiridas? ¿Se han encontrado físicos para juzgar que la gran época creadora de la física moderna está ya detrás de nosotros -entre 1900 y 1930-. No podría también decirse que, en este campo, se constata mutatis mutandis la misma oposición que en el conjunto de la civilización contemporánea, entre un despliegue cada vez más amplio de la producción -en el sentido de la repetición (estricta o amplia), de la fabricación, de la utilización, de la elaboración, de la deducción amplificada de las consecuencias -y la involución de la creación- el agotamiento de la aparición de grandes esquemas representativos-imaginarios nuevos (como lo fueron las intuiciones germinales de Planck, de Einstein, de Heinseberg), que han permitido otras aprehensiones diferentes del mundo? Y en cuanto al pensamiento propiamente dicho, ¿acaso no es legítimo preguntarse por qué, después de Heidegger pero, en todo caso, ya con él, se convierte cada vez más en interpretación, interpretación que parece por lo demás degenerar hacia el comentario y el comentario del comentario? ¿No es cierto también que cuando se habla interminablemente de Freud, de Nietzsche y Marx, se habla de ellos cada vez menos, se habla más bien de lo que se ha dicho de ellos, se comparan las «lecturas» y las lecturas de las lecturas?

¿Qué es lo que muere hoy en día? Ante todo, el humus de los valores donde la obra de la cultura puede crecer y al que ella alimenta y engrosa en retribución. Las relaciones son más que multidimensionales; son indiscriptibles. Aquí hay un aspecto evidente. ¿Puede existir creación de obras en una sociedad que no cree en nada y que no valora nada verdadera e incondicionalmente? Todas las grandes obras que conocemos han sido creadas en una relación «positiva» con valores «positivos». No se trata aquí de una función moralizadora o edificante de la obra; todo lo contrario. El «realismo socialista» se quiere edificante: por eso sus productos son nulos. No se trata tampoco simplemente de la catarsis aristotélica. Desde la Iliada hasta El Castillo pasando por Macbeth, el Requiem o Tristán, la obra conserva esta relación extraña, más que paradójica, con los valores de la sociedad; los afirma al mismo tiempo que los pone en duda y los revoca. La libre elección de la virtud y la gloria al precio de la muerte conducen a Aquiles a constatar que más vale ser esclavo de un pobre campesino en la tierra que reinar sobre todos los muertos en el Hades. La acción, que se quiere audaz y libre, hace ver a Macbeth que sólo somos pobres actores que gesticulan en una escena absurda. El amor pleno y plenamente vivido de Tristán e Isolda no puede completarse sino en y por la muerte. El choque que provoca la obra es despertar. Su intensidad y su grandeza son indisociables de una conmoción, de una vacilación del sentido establecido. Conmoción y vacilación que sólo puede darse si, y solo si, ese sentido está bien establecido, si los valores valen fuertemente, y son vividos del mismo modo. El absurdo último de nuestro destino y nuestros esfuerzos, la ceguera de nuestra clarividencia, no destruían sino «educaban» al público de Edipo Rey o de Hamlet y a aquellos de nosotros que por singularidad, afinidad o educación continuamos formando parte de éste- porque era un público que vivía en un mundo donde la vida era al mismo tiempo (y me atrevería a agregar: con razón) fuertemente investida y valorizada. Este mismo absurdo, tema preferido por lo mejor de la literatura y del teatro contemporáneos, no puede tener el mismo significado, ni su revelación tomar valor de conmoción, simplemente porque ya no es realmente absurdo, ya no hay ningún polo de no absurdo, al cual pudiera oponerse para revelarse fuertemente como absurdo. Es negro pintado sobre negro. De sus formas menos refinadas a las más; desde la Muerte de un viajante hasta Fin de partida, la literatura contemporánea no hace más que decir, más o menos intensamente, lo que vivimos cotidianamente. Muerta pues -otra cara de lo mismo- la relación esencial de la obra y de su autor con un público. El genio de Esquilo y de Sófocles es inseparable del genio del demos ateniense, como lo es el de Shakespeare del genio del público isabelino. ¿Privilegios genéticos? No; manera de vivir, de instituirse, de hacer y de hacerse de las colectividades histórico-sociales -y más particularmente, manera de integrar el individuo y la obra a la vida colectiva. Sin embargo, esta relación esencial no implicaba una situación idílica, ausencia de fricciones, ni reconocimiento inmediato del individuo creador por la colectividad. Los burgueses de Leipzig sólo contrataron a Bach cuando estaban desesperados por no haber podido conseguir los servicios de Telemann. Lo que queda es que cuando menos contrataron a Bach, y que Telemann era un músico de primer orden. Evitemos un malentendido más: yo no digo que las sociedades anteriores eran «indiferenciadas culturalmente», que en todos los casos el «público» coincidía con la totalidad de la sociedad. Los arrendatarios de Lancashire no frecuentaban el Teatro del Globo y Bach no tocaba para los siervos de Pomerania. Lo que me importa es la copertenencia del autor y de un público que forma una colectividad «concreta», esta relación que, social, no es muy «anónima», no es simple yuxtaposición. No es tampoco aquí el lugar para emprender un rápido bosquejo de la evolución de esta relación en las sociedades «históricas». Baste constatar que con el triunfo de la burguesía capitalista, desde el siglo XIX, aparece una nueva situación. Al mismo tiempo que es proclamada formalmente (y pronto vehiculizada por instituciones específicamente designadas, en particular la educación general) la "indiferenciación cultural" de la sociedad, se establece una separación completa, una escisión, entre un público «cultivado» al cual se dirige el arte «culto» y un «pueblo» que, en las ciudades, está reducido a alimentarse de algunas migajas caídas de la mesa cultural burguesa y cuyas formas de expresión y de creación tradicionales son, por todas partes, tanto en la ciudad como en el campo, desintegradas y destruidas. Aun en ese contexto, subsiste todavía por algún tiempo -aunque el malentendido comienza a deslizarse-, entre el creador y un medio sociocultural determinado, una comunidad de puntos de referencia, de marcas, de horizonte de sentido. Este público alimenta al creador -no solamente en el sentido material- y se alimenta de él. Pero la escisión pronto se convierte en pulverización. ¿Por qué? Pregunta enorme a la cual no se puede responder con tautologías marxistas (la burguesía se convierte en reaccionaria desde que llega al poder, etcétera), y no puedo hacer otra cosa que dejarla sin respuesta. Se puede simplemente constatar que, al venir después de seis siglos de creación inaudita (¡Qué extraño Marx! en su odio por la burguesía y su servidumbre a sus últimos valores, alaba a la burguesía por haber desarrollado fuerzas productivas, y no se detiene ni un instante para comprobar que después del siglo XII, a ella se le debe toda la cultura occidental), esta pulverización coincide con el momento en el cual, progresivamente vaciados de su interior, los valores de la burguesía son finalmente expuestos al desnudo, en eso que desde entonces se ha convertido su simple insipidez. Desde el último tercio del siglo XIX el dilema está claro. Si el artista continúa compartiendo sus valores, cualquiera que sea su «sinceridad», comparte también la insipidez, si la insipidez le es imposible, no puede hacer otra cosa que desafiarlos y oponerse, ya sea Paul Bourget o Rimbaud, Georges Ohnet o Lautréamont, Edouard Detaille o Edouard Manet. Y yo pretendo que ese tipo de oposición no se encuentra en la historia precedente. Bach no es el Schónberg de un Saint-Saéns de su época. Así, aparece el artista maldito, el genio incomprendido por necesidad y no por accidente, condenado a producir obras para un público potencialmente universal pero efectivamente inexistente y esencialmente póstumo. Y luego, el fenómeno se extiende (relativamente) y se generaliza: la entidad «arte de vanguardia» se constituye -y hace existir a un nuevo «público». Auténticamente, porque la obra del artista de vanguardia encuentra eco en ciertos individuos; inauténticamente, porque no es necesario que pase mucho tiempo para constatar que las monstruosidades de ayer son las grandes obras de hoy. Extraño público que se crea en una apostasía social -los individuos que lo componen provienen casi exclusivamente de la burguesía y de las clases que le son próximas- y que sólo puede vivir su relación con el arte que patrocina en la duplicidad cuando no en la mala fe, que corre tras el artista, en vez de acompañarlo; que cada vez debe dejarse violar por la obra en vez de reconocerla; que, por más numeroso que sea, sigue pulverizado y molecular; y para quien en el límite, el único punto de referencia con el artista es negativo; sólo lo «nuevo» es valor que se busca por sí mismo, una obra de arte debe ser más «avanzada» que las precedentes. Pero «avanzada» ¿respecto de qué? ¿Es acaso Beethoven más «avanzado» que Bach? ¿Es Velásquez retrógrado en relación con Giotto? Las transgresiones de ciertas pseudo-reglas académicas (las reglas de la armonía clásica, por ejemplo que los grandes compositores, empezando por el mismo Bach «violaron» muy a menudo; o las de la representación «naturalista» en pintura, que finalmente ningún pintor respetó jamás) son valoradas por sí mismas -con pleno desconocimiento de las relaciones profundas que unen siempre, en una gran obra, la forma de la expresión y lo expresado, en la medida en que esta distinción pudiera hacerse-. ¿Era acaso Cézanne un imbécil que pintaba las manzanas más y más cúbicas, porque las quería cada vez más redondas? ¿Son realmente música ciertas obras atonales sólo porque son atonales? Yo no conozco en toda la literatura universal sino una sola obra que es creación absoluta, demiurga de otro mundo; obra que toma en apariencia todos sus materiales de ese mundo e, imponiendo a su disposición y a su «lógica» una imperceptible e inalcanzable alteración, crea realmente un universo que no se asemeja a ningún otro, y que descubrimos gracias a ella, en lo maravilloso y lo pavoroso, y que tal vez siempre hemos habitado en secreto. Es El Castillo, novela de corte clásico, de hecho banal. Pero la mayor parte de los literatos contemporáneos se contorsionan para inventar nuevas formas cuando no tienen nada que decir, ni nuevo ni antiguo; y cuando su público los aplaude, hay que entender que lo que aplaude son las ejecuciones de los contorsionistas. Ese público de «vanguardia» así constituido actúa devolviendo el golpe (y en sinergia con el espíritu de la época) sobre los artistas. Ambos se conservan unidos, únicamente por la referencia pseudo-»modernista», simple negación, que no puede alimentar sino la innovación a cualquier precio y por ella misma. Ninguna referencia contra la cual medir y apreciar lo nuevo. ¿Pero cómo podría haber verdaderamente algo nuevo si no hay verdadera tradición, tradición viviente? ¿Y cómo podría el arte tener como única referencia al propio arte sin convertirse enseguida en simple ornamento o bien en juego en el sentido más banal del término? En cuanto creación de sentido, de un sentido no discursivo, no sólo intraducible por esencia y no por accidente al lenguaje común sino creador de un modo de ser inaccesible e inconcebible para éste, el arte nos enfrenta además a una paradoja extrema. Totalmente autárquico, autosuficiente, no sujeto a nada, no es entonces sino como devolución al mundo y a los mundos, revelación de éste como un no-ser perpetuo e inagotable mediante la aparición de lo que, hasta entonces, no era ni posible ni imposible. Tampoco presentación en la representación de las ideas de la Razón irrepresentables discursivamente, como lo deseaba Kant; sino creación de un sentido que no es ni Idea ni Razón, que está organizado sin ser «lógico» y que crea su propio referente como más «real» que cualquier «real» que pudiera ser «re-presentado». Ese sentido tampoco es «indisociable de una forma: es forma, sólo es en y por la forma (lo que no tiene nada que ver con la adoración de una forma vacía, por sí misma, característica del academicismo invertido que es el «modernismo» actual). Ahora bien, lo que muere también hoy en día son las formas mismas y posiblemente las categorías (géneros) heredadas de la creación. ¿O no es posible preguntarse legítimamente si la forma novela, la forma cuadro, la forma pieza de teatro, se sobreviven a sí mismas? Independientemente de su realización concreta (como cuadro, fresco, etcétera). ¿Vive todavía la pintura? No hay que irritarse fácilmente frente a estas preguntas. La poesía épica está bien muerta desde hace siglos, si no milenios. ¿Ha habido, después del Renacimiento, escultura grandiosa, fuera de algunas excepciones recientes (Rodin, Maillol, Archipenko, Giacometti...)? El cuadro como la novela, como la pieza de teatro, implican completamente a la sociedad de la que surgen ¿Qué ha sido, por ejemplo, de la novela de hoy? Desde la usura interna del lenguaje hasta la crisis de la palabra escrita, desde la distracción, la diversión, la manera de vivir el tiempo, o más bien, de no vivirlo del individuo moderno, hasta las horas pasadas frente a la televisión, ¿no conspira todo hacia el mismo resultado? ¿Podría alguien que ha pasado su infancia y adolescencia mirando la televisión cuarenta horas a la semana leer EI Idiota o un Idiota de la época? ¿Podrá tener acceso a la vida y a la época novelesca, colocarse en la libertad-receptividad necesarias para dejarse absorber por una gran novela, haciendo algo por sí mismo? Pero puede ser también que esté a punto de morir lo que hemos aprendido a llamar la «obra de cultura» en sí: el «objeto durable, destinado por principio una existencia temporalmente indefinida, individualizable, asignada por lo menos en derecho a un autor, a un medio, a una época precisa. Cada vez hay menos obras y cada vez hay más productos que comparten con los demás productos de la época el mismo cambio en la determinación de su temporalidad: destinados no a durar sino a no durar. Comparten también el mismo cambio en la determinación de su origen: ya no hay ninguna esencialidad en su relación con un autor definido. Comparten, en fin, el mismo cambio de estatuto de existencia: ya no son singulares o singularizables, sino ejemplares indefinidamente reproducibles del mismo tipo. Macbeth es por supuesto una instancia de la categoría tragedia, pero es sobre todo totalidad singular: Macbeth (la obra) es un individuo singular -como las catedrales de Reims o de Colonia son individuos singulares-. Una pieza de música dudosa, los grupos que veo al otro lado del Sena, no son individuos singulares sino en sentido «numérico», como dicen los filósofos. Trataré de describir los cambios. Puede ser que me equivoque, pero en todo caso yo no hablo desde la nostalgia de una época en la cual un genio designado por su nombre creaba obras singulares a través de las cuales era plenamente reconocido por la comunidad (frecuentemente muy mal llamada «orgánica») de la que formaba parte. Este modo de existencia del autor, de su obra, de su forma y de su público es, evidentemente, en sí mismo una creación histórico-social que se puede fácilmente localizar y fechar. Aparece en las sociedades «históricas» en sentido estricto, sin duda ya en aquéllas del «despotismo oriental» seguramente desde Grecia («Homero» y seguidores) y culmina en el mundo greco-occidental. No es el único, ni tampoco -aun desde el punto de vista «cultural» más estrecho- el más válido. La poesía demótica neogriega valida ampliamente a Homero, así como el flamenco o el ganelan validan cualquier gran música, las danzas africanas o balinesas son con mucho superiores al ballet occidental y la estatuaria primitiva no va a la zaga de ninguna otra. Más todavía: la creación popular no está limitada a la «prehistoria». Ha continuado por largo tiempo paralelamente a la creación «sabia», debajo de ésta, alimentándola sin duda la mayor parte del tiempo. La época contemporánea está destruyendo a las dos. ¿Dónde situar la diferencia entre el arte popular y lo que se hace hoy en día? Desde luego que no en la individualidad asignada al origen de la obra -desconocida en el arte popular-; ni en la singularidad de la que no es valorada como tal. La creación popular «primitiva» o ulterior permite en verdad, y hasta hacer activamente posibles, una variedad infinita de realizaciones, al mismo tiempo que hace un lugar a la excelencia particular del intérprete que nunca es simple intérprete sino creador en la modulación: cantor, bardo, bailarín, alfarero o bordadora. Pero lo que la caracteriza, por encima de todo, es el tipo de relación que sostiene con el tiempo. Aun a pesar de que no está explícitamente hecha para durar, de hecho dura de todas maneras. Su durabilidad está incorporada en su modo de ser, en su modo de transmisión, en el modo de transmisión de las «capacidades subjetivas» que la llevan, en el propio modo de ser de la colectividad. Por eso se sitúa exactamente en el punto opuesto de la producción contemporánea. Ahora bien, la idea de lo durable no es ni capitalista ni greco-occidental. Las estatuillas prehistóricas de Altamira y Lascaux dan prueba de ello. Pero ¿por qué entonces es necesario que exista lo durable? ¿Porqué es necesario que haya obras en ese sentido? Cuando se desemboca por primera vez en el Africa negra, el carácter «prehistórico» del continente antes de la colonización salta a la vista; ninguna construcción en mampostería excepto las hechas por los blancos o los que los imitaron. Y, sin embargo, ¿por qué es necesario que por fuerza haya construcción de mampostería? La cultura africana se ha manifestado tan duradera como cualquier otra o más, hasta la fecha los esfuerzos continuados de los occidentales para destruirla no han tenido éxito. Esta cultura dura de otra manera, a través de otras instrumentaciones y sobre todo mediante otra condición; y al tratar de destruir esta condición, la invasión del Occidente está creando esa monstruosa situación de que el continente pierda su cultura sin adquirir otra. Permanece, donde lo hace, a través de la continua investidura de los valores y lo significados sociales imaginarios propios de las diferentes etnias, que continúan orientando su hacer y su representar sociales. De allí -y es la otra cara de las constataciones «negativas» formuladas antes sobre la cultura oficial y sabia de la época- parece no solamente que un cierto número de condiciones para una nueva creación cultural se reúnen en este momento, sino que una cultura tal, de tipo «popular» está a punto de surgir, innumerables grupos de jóvenes, con algunos instrumentos producen una música que en nada se diferencia de la de los Stones o la de Jefferson Airplane -excepto por los azares de la promoción comercial-. Cualquier individuo con un mínimo de gusto que haya contemplado pinturas y fotografías puede producir fotos como las mejores. Y, ya que se ha hablado de construcciones de mampostería, nada nos impide imaginar materiales inflables que permitirían a cualquiera construir su casa y cambiarla de forma, si así lo desea, cada semana. (Se me ha informado que en Estados Unidos experimentan con estas posibilidades utilizando materiales plásticos). No comento las promesas conocidas, discutidas, ya en curso de materializarse, de la computadora casera barata; cada una con su música aleatoria -o no-. No será muy difícil programar la composición y la ejecución de una imitación de un Nomos de Xenakis o hasta de una fuga de Bach (eso aparecería más difícil en el caso de Chopin). Sin embargo, sería hacer trampa tratar de balancear el vacío de la cultura sabia actual con esa que intenta nacer como cultura popular y difusa. No es solamente que esta extraordinaria amplificación de las posibilidades y de la habilidad alimente también o sobre todo la producción «cultural» comercial (desde el estricto punto de vista de la «toma de cuadros» la película más pobre de Lelouch no es inferior a aquello que copia). Y lo que pasa es que nosotros no podemos redondear el misterio de la originalidad y de la repetición. Desde hace cuarenta años, esta pregunta me acosa: ¿por qué el mismo trozo, digamos la Sonata N ° 33 de Beethoven, escrita por cualquier contemporáneo, sería considerada como un juguete, y como obra maestra imperecedera si fuera descubierta de repente en un granero de Viena? (Está bien claro que la serie que culmina con la Opus 111 está muy lejos de agotar las posibilidades de aquello que Beethoven «descubrió» al final de su vida -y que ha quedado sin secuela en la historia de la música). Yo no he sabido que nadie reflexionara seriamente sobre el problema que surgió con el descubrimiento, hace algunos años, de la serie de «falsos Ver Meer» que durante mucho tiempo engañaron a todos los expertos. ¿Qué es lo que era realmente «falso» en esos cuadros -aparte de la firma que sólo interesa a los comerciantes y a los abogados? ¿Hasta dónde la firma forma parte de la obra pictórica? No conozco la respuesta a esta pregunta. Puede ser que los expertos se equivocaran porque juzgaron muy correctamente el «estilo» de Ver Meer, y pasaron por alto su fuego. Y puede ser que este fuego esté en relación con lo que hace que, sin que haya para eso «ninguna razón en nuestras condiciones de vida sobre esta tierra», nosotros nos creamos «obligados» a hacer el bien, a ser delicados y hasta corteses» y que «el artista ateo» se crea «obligado a volver a empezar veinte veces un trozo cuya admiración poco importará a su cuerpo comido por los gusanos, como el lienzo de muro amarillento que pintó con tanta ciencia y refinamiento un artista para siempre desconocido, identificado con el nombre de Ver Meer». Proust -retomando casi literalmente un argumento de Platón creyó encontrar ahí el índice de una vida anterior y ulterior del alma. Yo veo allí simplemente la prueba de que nosotros no nos convertimos realmente en individuos sino por la dedicación a otra cosa diferente de nuestra existencia individual. Y si esa otra cosa no existe sino para nosotros, o para nadie -es lo mismo- no hemos salido de la existencia individual, simplemente estamos locos. Ver Meer pintaba por pintar -y eso quiere decir: para hacer alguna cosa por alguno o algunos, y esta cosa sería la pintura. Al no interesarse rigurosamente sino en su cuadro, entronizaba en una posición de valor absoluto a la vez a su público inmediato y a las generaciones indefinidas y enigmáticas del futuro. La cultura «oficial», «sabia» de hoy está dividida entre aquello que guarda de la obra como duradera, y su realidad que no llega a asumir: la producción en serie de lo consumible y lo perecedero. Por este hecho, se encuentra entre la hipocresía objetiva y la mala conciencia, que agravan su esterilidad. Esta debe aparecer como que crea obras inmortales y al mismo tiempo proclamar las «revoluciones» a una frecuencia acelerada (olvidando que toda revolución bien concebida comienza por la demostración práctica de la mortalidad de los representantes del Antiguo Régimen). Sabe perfectamente que los inmuebles que construye no valen casi nunca (ni estética ni funcionalmente) lo que un iglú o una habitación balinesa -pero se sentiría perdida si se le reconociera. Cuando los atenienses regresaron a su ciudad, después de Salamina, encontraron el Hekatompedon y los demás templos de la Acrópolis incendiados y destruidos por los persas. No los restauraron. Utilizaron lo que de ellos quedaba para igualar la superficie de la roca y rellenar los cimientos del Partenón y de los nuevos templos. Si Notre Dame fuera destruida por un bombardeo, es imposible imaginar por un instante a los franceses haciendo otra cosa que juntar piadosamente los restos, intentando una restauración o dejando las ruinas como estaban. Y tendrían razón. Más vale, en efecto, un minúsculo resto de Notre Dame que diez torres Pompidou. Y el conjunto de la cultura contemporánea está dividido entre una repetición que sólo sería académica y vacía, en cuanto separada de aquello que antes aseguraba la continuación-variación de una tradición viviente y sustancialmente ligada a los valores sustantivos de la sociedad, y una pseudo-innovación archiacadémica en su «antiacademicismo» programado y repetitivo, reflejo fiel, por una vez, del desplome de los valores sustantivos heredados. Y esta relación, o ausencia de ella, con los valores sustantivos es también uno de los puntos de interrogación que pesa sobre la cultura neopopular moderna.


Nadie puede decir cuáles serán los valores de una nueva sociedad o crearlos en su lugar. Pero nosotros debemos contemplar lo que es «con los sentidos sobrios», perseguir las ilusiones, proclamar con firmeza lo que queremos: salir de los circuitos de fabricación y difusión de los tranquilizantes, en espera de poder romperlos. Descomposición de la «cultura» y, cómo no, cuando por primera vez en la historia la sociedad no puede pensar ni decir nada sobre sí misma, sobre lo que es y lo que quiere, sobre lo que para ella vale y lo que no vale -y ante todo, sobre la cuestión de saber si se quiere como sociedad y como cuál sociedad. Se debate ahora la cuestión de la socialización, del modo de socialización y de lo que eso implica en cuanto a la sociedad sustantiva. Ahora bien, los modos de socialización «externa» tienden cada vez más a ser modos de de-socialización «interna». Cincuenta millones de familias aisladas cada una en su casa y mirando la televisión representan a la vez la socialización «externa» más avanzada que se haya conocido jamás y la desocialización «interna», la privatización más extrema. Sería una falacia decir que la responsable es la naturaleza técnica de los modos como tal. Es cierto que esa televisión se ajusta como un guante a esa sociedad, y sería absurdo creer que se cambiaría algo si se modificara el «contenido» de las emisiones. La técnica y su utilización son inseparables de aquello de lo que son vectores. Lo que está en tela de juicio es la incapacidad-imposibilidad de la sociedad actual no solamente y no tanto de imaginar, inventar e instaurar otro uso para la televisión, sino de transformar la técnica televisiva de modo que pudiera hacer que los individuos se comuniquen y participen en una red de intercambios -en vez de aglomerarlos pasivamente en derredor de algunos polos emisores-.¿ Y por qué? Porque desde hace ya mucho tiempo la crisis ha roído la socialidad positiva como valor sustantivo. Está además, la cuestión de la historicidad. La heteronomía de una sociedad -como la de un individuo- se expresa y se instrumenta también en la relación que instaura con su historia y la historia. La sociedad puede ser ligada a su pasado, repetirlo -creer que lo repite- interminablemente; como las sociedades arcaicas o la mayor parte de las sociedades «tradicionales». Pero existe otro modo de heteronomía nacido ante nuestros ojos: la pretendida «tabula rasa» del pasado que es en verdad -porque nunca hay «tabula rasa»- la pérdida de la memoria viviente de la sociedad; en el mismo momento en el que se hipertrofia su memoria muerta (museos, bibliotecas, monumentos clasificados, bancos de donaciones, etcétera), la pérdida de un lazo sustantivo y no sujeto a su pasado; a su historia, a la historia -dicho de otro modo: su propia pérdida-. Ese fenómeno es sólo un aspecto de la crisis de la conciencia histórica del Occidente que acaeció después de un historicismo-progresismo llevado al absurdo (bajo la forma liberal o bajo la forma marxista). La memoria viviente del pasado y el proyecto de un porvenir valorizado desaparecieron juntos. La cuestión de la relación entre la creación cultural del presente y las obras del pasado es, en el sentido más profundo, la misma que la de la relación entre la actividad creadora autoinstituyente de una sociedad autónoma y la ya dada de la historia, que no se podrá jamás concebir como simple resistencia, inercia o sujeción. Nosotros vamos a oponer, tanto al falso modernismo como a la falsa subversión (que se expresan en los supermercados o en los discursos de ciertos izquierdistas descarriados), una continuación y una re-creación de nuestra historicidad, de nuestro modo de historización. No habrá transformación social radical, nueva sociedad, sociedad autónoma, más que por y en una nueva conciencia histórica, que a la vez implique una restauración del valor de la tradición y otra actitud frente a ella, otra articulación entre ésta y las tareas del presente-provenir. Ruptura con la servidumbre al pasado en tanto pasado, ruptura con las ineptitudes de la «tabula rasa»; ruptura también con la mitología del «desarrollo», los fantasmas del crecimiento orgánico, las ilusiones de la acumulación adquisitiva. Negaciones que no son sino la otra cara de una posición; la afirmación de la socialidad y de la historicidad sustantivas como valores de una sociedad autónoma. De la misma manera en que tenemos que re-conocer en los individuos, los grupos, las etnias, su verdadera alterabilidad (lo que no implica que tengamos que conformarnos, porque eso sería, otra vez, una manera de desconocerla o abolirla) y organizar a partir del reconocimiento una verdadera coexistencia de la misma manera, el pasado de nuestra sociedad y de las otras nos invita a reconocerlo, en la medida (incierta e inagotable) en que podemos conocerlo, como algo diferente a un modelo o un contraste. Esa elección es indisociable de aquélla que nos hace desear una sociedad autónoma y justa, en la que los individuos autónomos, libres e iguales viven en el reconocimiento recíproco. Reconocimiento que no es solamente una simple operación mental, sino también y sobre todo afecto. Y aquí, renovemos nuestro propio lazo con la tradición: «Parece que las ciudades se mantienen unidas por la philia, y que los legisladores se ocupan más de la philia que de la justicia. A los philoi la justicia no les es necesaria, pero los justos necesitan de la philia y la justicia más alta participa de la philia... Los philiae de los que hemos hablado (sc. los verdaderos) están en la igualdad... En la medida en que haya comunión-comunidad, en la misma medida habrá philia; y también justicia. Y el proverbio, `todo es común para los philoi', es correcto; porque la philia está en la comunicación-comunidad» (Etica a Nicómaco, VIII, 1,7,9). La philia de Aristóteles no es la «amistad» de los traductores y de los moralistas. Es el género del cual la amistad, el amor, el afecto paternal o filial, etcétera, son las especies. La philia es el lazo que une el afecto y la valoración recíprocas. Y su forma suprema sólo puede existir en la igualdad -igualdad que, en la sociedad política, implica libertad, que nosotros hemos llamado autonomía.


[*] Incluido en el libro "Insignificancia y autonomía. Debates a partir de Cornelius Castoriadis"
 
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