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La sexualidad humana está desfuncionalizada

Este texto debe ser considerado como una continuación de los desarrollos iniciados en Deseo de esa mujer, publicado en el número anterior. Si en esa ocasión la idea era revisar críticamente aspectos de la concepción de lo femenino que anida en diversas teorizaciones psicoanalíticas, en ésta nos ocuparemos de ciertas concepciones de lo masculino – algunas de las cuales fueron adelantadas en el texto anterior -. En suma, la pretensión de estos textos es despejar algunas problemáticas, mostrar algunas aporías a las que ha llegado el Psicoanálisis, en muchos casos por la presencia en éste de restos de una concepción que hace girar sobre la masculinidad y lo paterno el universo del orden de sexuación humana, una concepción que -en general- ha ignorado la institución social de dicho ordenamiento. También nos proponemos cuestionar diversas teorizaciones que exceden el campo del Psicoanálisis, que reducen el orden de sexuación a una suerte de implantación social del género, ignorando además a la sexualidad tal como ha sido tratada por el Psicoanálisis: su descubrimiento de la sexualidad infantil y su dimensión inconsciente, el carácter perverso polimorfo de ésta, el lugar de la madre como seductora, los lazos eróticos del Complejo de Edipo, etc.

Vamos a partir de la siguiente aseveración: la sexualidad humana está desfuncionalizada. Lo está desde que lo que el humano comparte con otras especies - lo instintivo - es tomado por quienes lo crían, y transformado en pulsión, transformación en la que la psique misma tiene participación: se produce en una compleja zona de encuentro psique-soma-cuerpo materno-deseo materno. Acunado desde sus primeros momentos de vida en los brazos del Otro, a través del semejante que lo asiste, se produce desde entonces una desadaptación en relación a sus funciones, a las tendencias biológicas de éstas. Su sexualidad, entonces, estalla en relación a lo biológico: su aparato psíquico tiene como motor al deseo, y el deseo humano no conoce fines dados de antemano. En la sexualidad humana es donde mejor puede apreciarse la indeterminación que habita en el humano. Pero si sus fines no están determinados por lo biológico, tampoco lo están por lo instituido socialmente. Debiéramos mejor decir: no hay una determinación plena ni desde lo biológico ni desde la sociedad. Las cantidades que provienen de lo biológico son transformadas en pulsión por acción del semejante, y ésta debe hallar figurabilidad en la psique para poder habitarla: se trata de los representantes representativos de la pulsión (afectos y representaciones). La sexualidad humana transcurre en esa zona de encuentro de la psique con el mundo y el cuerpo, y es un conglomerado (un magma) de afectos, deseos, representaciones, no sometido a una determinación absoluta ni por lo biológico ni por lo que aporta la sociedad.


El hombre no existe, la mujer también

Hombres que se transforman en mujeres, hombres que desean mujeres, hombres que desean hombres, hombres que desean hombres y mujeres… ¿Cómo podría decirse entonces que existe El hombre? Hay una imposibilidad de decir cuando de la sexualidad humana se trata. Si decimos que el hombre no existe, también podemos sostener que sí existe, y lo propio cabe para la mujer. Podemos decir así que el hombre no existe y la mujer también. O que ésta no existe, el hombre tampoco, y todas las variaciones que queramos. Y no nos equivocaríamos. La sexualidad humana está más allá de las palabras. Pero no escapa de modo total a los efectos de un discurso salvo, generalmente, en las psicosis.

Las conjugaciones que se dan en el Inconsciente son imposibles de ser dichas respetando la lógica formal. Y todo se complejiza más aún al considerar los distintos lenguajes que habitan la psique humana: el de lo originario, el del proceso primario, el del secundario. Que coexisten más allá del conflicto y la oposición: en el varón (también en la mujer) la mujer como representación es - de un modo inconcebible para la lógica formal - el objeto originario, el pecho, la madre edípica, junto con la mujer post-edípica. Puede tener una vagina dentada y ser la morada del ensueño, abarca lo materno (en la versión religiosa que late en el tango) y lo demoníaco (el riesgo de la mujer-puta, que –como las sirenas a Ulises- hace correr al varón el riesgo de encallar y hundirse).

En el caso más habitual – nos ha dicho el Psicoanálisis- una de las vías (la femenina o la masculina) es reprimida mediante lo que hemos conocido como Complejo de Edipo, que a su vez está inmerso en el magma de significaciones imaginarias sociales de época: obedece a un modo de ordenamiento de los sexos y a la separación/interdicción intergeneracional. Pero Silvia Bleichmar ha alertado sobre la simplificación que puede significar esta concepción: habría una incorporación temprana del género – las niñas y niños ya desde pequeños conocen acerca de lo que es ser varón o mujer -. Luego - diremos nosotros - el Edipo y su reedición en la pubertad (cada vez más temprana en nuestra sociedad) toman esta temprana incorporación del género y la arrastran y la hacen atravesar vicisitudes identificatorias y pulsionales y la someten, además, a la que conocemos como ecuación personal de cada sujeto: eso femenino o eso masculino podrá resolverse ateniéndose a las diferencias sexuales anatómicas o no; el género coincidirá con el sexo, o no. Habrá, finalmente, elección heterosexual u homosexual de objeto. Esto demuestra que no hay reducción posible de la sexualidad ni a lo biológico ni a lo social.


Los caminos de la sexualidad y del género

Diremos con Silvia Bleichmar que la diversidad es algo del orden del género, mientras que la diferencia remite a las diferencias sexuales anatómicas. Debe quedar claro que, para el Psicoanálisis, la sexualidad no puede reducirse a la genitalidad, aunque se ordene alrededor de ésta. El género, a su vez, se corresponde con las significaciones imaginarias sociales referidas a los modos de ser hombre, mujer, homosexual, transexual, etc.

Ciertamente, hay una determinación social tanto de la sexualidad como del género (que pueden coincidir o no) pero también hay una determinación debida a las diferencias sexuales anatómicas y a cómo son éstas metabolizadas por cada sujeto. Esto último es un componente central de la elucidación psicoanalítica, aunque evidentemente debe ser resituado, por las confusiones a las que ha llevado ya desde el pensamiento del mismo Freud, en quien tanto puede leerse la homosexualidad como una renegación de la diferencia sexual anatómica, como un camino posible para la sexualidad.

La clínica ha hecho evidente que no puede sostenerse (por lo menos en la amplia mayoría de los casos) que en la homosexualidad haya renegación de la diferencia sexual anatómica, o que sea una perversión. Aunque es sabido que hay instituciones, grupos y analistas que hoy en día suscriben estas posiciones. Hoy sabemos que hay diversos caminos de la sexualidad (el de la heterosexualidad, de la homosexualidad, pero también el del transgénero, del travestismo, de la intersexualidad, etc.) que no implican ni perversión ni psicosis per se. La perversión debe situarse exclusivamente como aquello que implica la desubjetivación del otro, el hacerlo descender a la categoría de objeto de goce.

Con respecto a las formas que va tomando tanto la sexualidad como el género, no solamente inciden la sociedad y la cultura, sino – y sobre todo – aquello que magistralmente señalara Freud en El malestar en la cultura: el peso que la historia tiene en el superyó, que porta la herencia de generaciones pasadas, las que se oponen tenazmente al cambio. Esto lo manifestó en su señalamiento hacia la revolución soviética, en términos que hoy podríamos pensar como de denuncia de una posición feliz. Si se cambiaba la economía, la propiedad sobre los medios de producción, un nuevo sujeto advendría. Esta advertencia freudiana tiene absoluta vigencia para todo pensamiento político ligado a la idea de establecer relaciones igualitarias entre los géneros.

En este sentido, podemos ver actualmente, por un lado, la aparente tendencia a la igualación tanto entre hombres y mujeres como en lo relativo a los homosexuales (ley de matrimonio igualitario en Argentina). Al mismo tiempo, vemos un intento de “normalizarlos” -prescribiendo cómo se debe hoy ser mujer, hombre, homosexual- creando, además y sobre todo, nuevos nichos de consumo. Así, se da una tensión entre un movimiento de apertura y un movimiento – desde el poder político, del Estado, de las corporaciones – de cernir dicha apertura, de acotarla. Y en muchos casos, la inercia en el superyó de los sujetos permite que halle lugar dicha imposición.


Hombres, otro continente obscuro

Y sin embargo, y pese a todo lo desarrollado hasta aquí, se ha pensado habitualmente que la sexualidad masculina es mucho más sencilla que la femenina. Que puede decirse. Los desarrollos psicoanalíticos han planteado en general que ésta es la que rige, y que la femenina es una suerte de lo otro del hombre. Se dice (Freud dixit) que lo activo se corresponde con lo masculino, y lo pasivo con lo femenino. Pero ahí está nuevamente Silvia Bleichmar sosteniendo que – paradójicamente - es la pasividad la que permite que el hombre devenga en varón- en su incorporación del pene del padre, pasividad que luego le permitirá ser activo llegado el caso -. Así de imposible es la sexualidad humana. Así de loca. Ambos – mujeres y varones – dotados tanto de sexualidad masculina como femenina. Ambos con actividad y pasividad, rasgos imposibles, a esta altura de las cosas, de ser adjudicadas a uno u otro sexo.

Ocurre que el Psicoanálisis no ha podido escapar a significaciones imaginarias sociales emanadas del orden patriarcal que hace del pene el falo (alrededor del que gira toda la dramática de la sexuación, inmersa además en el Complejo de Edipo); un orden de poder, que ha necesitado de obedientes, viriles y obsesivos varones, y de mujeres sumisas e histéricas. Un orden – no nos detendremos ahora en esto – que muestra señales de agotamiento, aunque no de destitución. Comentario al margen (o no tanto): siempre es necesario un orden de sexuación: no se trata de que haya una “sexualidad verdadera” humana escondida no se sabe dónde y que habría que liberar. La sexualidad es creación, siempre sometida a determinaciones biológicas, sociales. Lo que sí puede producirse es la destitución de un poder social que pretenda encorsetar el proceso creador de la misma. Lo que no es poco. Así como en la cura psicoanalítica uno de sus fines es el acceso del sujeto a una mayor libertad.


El pene no es la vía regia a la masculinidad

El poseer un pene no es sinónimo de masculinidad: esta verdad de Perogrullo sin embargo nos alerta acerca de la superposición que se ha dado en el Psicoanálisis entre pene y falo. De hecho, desde Freud nos ha quedado un ordenador de la sexualidad por excelencia como lo es el par fálico/castrado. Esto ha llevado de distintas maneras a la creencia, cuasi certeza, de que tener o no tener el pene implica estar o no castrado. Y de que la amenaza de castración implica el poder perderlo, y que esto se juega de modo diferente en el niño y en la niña, y que todo esto se anudará alrededor del Edipo (del que el niño saldría gracias a dicha amenaza en tanto a la mujer le serviría de entrada, así como la posibilidad de resolver toda esta cuestión de la falta le llegaría por tener un bebé: pene=bebé). ¿Qué se sostiene, hoy, de todas estas aseveraciones? Muy poco y, a lo sumo, de modo parcial.

Si en la mayoría de los desarrollos psicoanalíticos se ha hecho hincapié en la cuestión de la envidia del pene femenina (no habría equivalente en el varón) - ya que el varón tiene algo que a la mujer le faltaría- como hemos sostenido en el texto al que hemos hecho mención al inicio de éste: también podría pensarse que algo les falta a los hombres. Ninguno es completo, pero lo cierto es que tampoco lo son las mujeres porque el estado de completud originaria, de fusión en la que nada falta, es fugazmente vivido en el origen de la vida psíquica. En el origen ambos son completos: es el estado de reposo, del sentimiento oceánico, de fusión que hace a lo Uno. Decíamos que, desde esa perspectiva, hasta podría pensarse que solamente las mujeres/madres pueden volver a reencontrarse con ese estado. La mujer sería, entonces, más completa que el hombre. Decimos: sería.

Esto obliga a revisar el concepto de castración, que en el Psicoanálisis freudiano quedó centrado en la diferencia sexual anatómica. Debemos despojar a este concepto de su ligazón a la presencia o ausencia de pene, por lo que diríamos –entonces- que en relación a la castración (y seguramente debiéramos revisar este término) el problema radica en la completud/incompletud y sus destinos.

Si, desde Lacan, debemos entender que lo que importa en este caso es el significante fálico, no la presencia o ausencia de pene, sino dónde está este significante situado, debemos tomar en consideración que hay una marca de la cultura exaltando qué objeto debe portar dicho significante, y que además está toda la laberíntica producción que hace cada sujeto. En este punto, otra cuestión que surge es si tiene que llamarse fálico, o si debiéramos hablar de aquello referido a la completud: aquello que en la cultura designa la completud, aquello que en cada sujeto designa la completud, y la relación entre ambos órdenes de significación, el individual y el colectivo.

Esto obligaría a repensar toda una serie de articulaciones teóricas y también clínicas. Que no es ni más ni menos que estar alertas a aferramientos a la teoría que distorsionan la práctica del Psicoanálisis, haciendo que el analista más que escuchar a sus analizantes escuche sus propios latiguillos teóricos, descansando en las fidelidades a grupos, instituciones, maestros, con la ilusión de una completud narcisista ligada a su “superyó analítico”, implicando así la muerte del deseo de autonomía, de desalienación que está en el núcleo de la creación freudiana.

 

 

 
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