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La muerte de Carlitos
Vivir y morir en la calle
Por Olga Idone
Psicóloga Clínica UBA y Docente Post-Grado UCES.
Miembro de AAPPG y APDH.
olgaidone@gmail.com
 

Carlitos murió en una fría madrugada de un día lunes. Cuando me enteré, mi primera reacción fue un rotundo -¡No!, si está allá-, señalando en dirección al umbral donde pasaba la mayor parte de las horas del día y de la noche.

Carlitos era tan menudo que su cuerpo parecía el de un niño pero ese cuerpo de niño conservaba las marcas de una vida intensa, bregando constantemente por una libertad que no siempre pudo conservar. Solía sentarse en el cordón de la vereda, sobre la esquina; ahí los autos doblaban peligrosamente – ¡eh, Carlitos!, ¿no es peligroso estar ahí?-. A lo que respondía con un convincente Nooo largo, acompañado por un gesto tranquilizador con su mano derecha. Yo admiraba su actitud desprejuiciada como quien puede aventar el peligro por ser quien era, un hombre en la calle.
Escribió Memorias de un Vago y lo dedicó a quienes no tienen un perro que les ladre. [1]
Había escrito: … “un indocumentado es una persona que quiere vivir en libertad, sin compromiso y sin reglamento y que nadie le joda la vida. Para gente como yo es lo mejor que hay. Así, aunque la sociedad nos margine les diré que somos más felices que ellos sin estar enredados en esa telaraña de falsedad, mezquindad y mentiras…”.

Turbada por una silenciosa tristeza, comencé, luego de unos días, a hablar de su muerte; recordé que aún siendo de la misma edad, dos personas ya mayores, al lado de él me sentía, algunas veces, como al lado de mis tíos quienes siendo yo una niña me contaban historias de sus vidas.

¿Cómo despedirlo?; pensé en comprar flores y dejarlas en el umbral que fue su casa, o hablar con los vecinos, encontrarnos ahí mismo y despedirlo con un gran aplauso.
Hablar de Carlitos fue el ritual que me permitió familiarizarme con su muerte y rendirle mi homenaje. No quería olvidarlo, sería como volver a matarlo.

Cuando yo era una niña la muerte sucedía en familia. Las familias eran grandes, había bisabuelos y abuelos y muchos tíos y primos y nueras y yernos donde siguiendo el derrotero natural, siempre alguien moría. Era la casa el lugar de acogida; el cajón permanecía abierto y el muerto quedaba expuesto a la mirada de parientes, amigos y vecinos; la casa se llenaba de gente, se servía café y anís en un gesto de hospitalidad con aquellos que se acercaban a saludar a los deudos; a la madrugada quedaban los más íntimos y surgían los chistes con que se intentaba sustituir, por segundos, la tristeza.

Hoy comprendo la importancia de todos esos actos repetidos, con la misma secuencia y en el mismo tiempo; el ritual de ese abrazo reconfortante que brindaba el desfile incansable de visitas; sentí la gran soledad de una ausencia y la ausencia de quienes me consolaran a mí que había perdido a un amigo; alguien más que ya no podría pensar en mí.

Cada época cuenta con rituales acordes a la mirada que tiene sobre la muerte. Hoy, existe una tendencia entre nosotros a hacerla invisible; prolongamos agonías con frías tecnologías, acortamos los velorios y cremamos los restos. Nos quedamos huérfanos de los rituales que nos acercan a la muerte, a la despedida y al homenaje.

¿Cómo decirle hoy chau a Carlitos que murió en la calle?


[1] Idone, Olga – Hombres en la calle. Ed. Baobab - 2010


 
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