Por María Serena Sottile
Me sorprendo repasando con el dedo el contorno de tu imagen en la pantalla del teléfono. ¿Qué hago? No se supone que me tenga que pasar esto. Tan ajeno y a la vez tan mío, tu voz me envuelve y me arrulla en la eterna conversación en la que estamos juntos desde hace eones.
Nos duele la piel de tanto desearnos, no decimos nada. Vos no podés, yo tampoco.
Quizá algún día nos recordemos como se recuerdan esos familiares lejanos. Te inscribo anticipadamente en mi memoria futura, te leo, te guardo, quiero retenerte de alguna manera.
Me abrigo en tus risas tímidas, nos gusta jugar a cambiar el sentido de una palabra y que el otro siga inventando en una especie de humorada dialéctica, nos divertimos barato.
Empiezo a sentir la nostalgia de cuando no tengamos más esto, que es tan poco y es tanto, esto que está destinado a perderse o a quedarse entre nosotros, no lo sé. Aprieto los dientes, los ojos, los puños, te arrobo en sueños.
A media luz, como escondido en sombras, fuiste saliendo de alguna caverna para dejar que te viera. Me asomaste a una fragilidad que nadie te sospecharía. Amé esas manos tuyas y me recorrí con ellas la cintura mil veces mientras vos te concentrabas en un papel sin enterarte de nada.
Éramos como un tren de alta velocidad, esos que parecen inmóviles mientras se desplazan como un rayo.
Me mareo, me siento sin oxígeno, me olvido de respirar. Miserable por no poder explotar de amor, me conmueve un llanto súbito. ¿Qué es todo este misterio? ¿En qué momento pasamos la raya de aquel coqueteo ingenuo y a la vez impune de esa que era una adolescente descarada o una mujer sin piedad, esa que buscaba amedrentarte, intrigarte, y a la que le pedías demasiado? ¿En qué momento la cazadora terminó cazada?
Me enrosco en las sábanas, monstruosa de mí, obstinada.
Con tu avidez me estás provocando un desgarro que ni toda la poesía del mundo va a poder emparchar. Atontada y débil, fastidiosa y con hambre, me voy marchitando en esta cama dura con una palidez ofendida. Esta urgencia, empiezo a sospechar, se parece demasiado al amor. Estamos grandes, asistimos incrédulos a lo que nos pasa con una pena anticipada y un deseo prevenido que aplazamos con excusas inverosímiles. Somos dos impostores que no pueden renovar su fe. Pero esto acontece y es como una suerte de encuentro-desencuentro que se demora, provoca desazón, y nos hace sentir transparentes. Estoy arrancada de mí, te digo. Abrazame, me contestás. Te muestro mis magullones, mis heridas y cicatrices, bailo como desquiciada y no te vas, seguís tratando de adivinarme.
Mi cuerpo se ha convertido en la caja de resonancia de tus palabras. Me hago carne para soportar lo que me suponés, eso que ves pero que no es, no te desmiento. Me hacés consistir hasta la locura, tengo miedo de una caída sin mengua. Basta. ¿Qué buscas?
Vos decías que yo era como esos animales que hipnotizan antes de la mordedura. Remedio y veneno, nada de edulcorante para nosotros. Yo, sería capaz de rotar mis esquirlas hacia adentro para que no te toquen, pero no podría asegurarte nada. Te ofrezco una copa de vino y como suspendido en una confusión lúcida me hablás del karma, esa broma pesada que nos hace caminar todo el tiempo en anillos de bruma. Un niño rubicundo y alado se ríe de nosotros. De todo quedan restos preciosos: lágrimas desconfiadas, enojos vertidos en preguntas tramposas, golpes de duda. También hay alegría por la sorpresa de sentirnos cerca y por la música y los libros que saboreamos juntos.
Ahora que hemos dejado de resistirnos no nos sentimos perdidos, nos perdemos. Sumergidos en un balbuceo disonante, en un maldecir, nos hemos entregado. No hacemos promesas imposibles, sólo susurramos en siestas interminables y noches despiertas. Más adelante cuando pase el vértigo quizá también haya tardes de mate y budines, porque vos sos una ciudad con gente amable, un pueblo con panes recién horneados y luces tenues. Y el desamor es todo lo contrario.