(o “De como el WhatsApp tuvo que aprender a flotar”)
Hermes Millán Redin
instancias.psi@gmail.com
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Esteban tiene 73 años y vive en EEUU desde hace casi 50. Se dedica a la interpretación y traducción y su vida, desde hace ya varias décadas, es solitaria y ensimismada. Una parte importante de su nostalgia sigue anclada en la infancia y juventud en Uruguay y Argentina. Aunque suele denostar la tecnología, el trabajo en la pandemia le ha obligado a familiarizarse con el WhatsApp y el Zoom. Luego de la pandemia, su condición física lo ha mantenido recluido aún más tiempo frente a la pantalla. Habla insistentemente de la pobreza cultural de los norteamericanos y de una civilización depredadora que ha sustituido la franqueza de la comunicación cara a cara en emoticones enviados por las redes sociales. Añora los asados y el vino tanat y mezcla con maestría un agrio mal humor con una gracia cautivante y una entrenada acidez puesta siempre en un detalle sutil.
Me consulta luego de la amputación de una pierna a causa de una trombosis mal tratada y de una recuperación más lenta de lo deseado donde prima el miedo a caminar. Me elige como analista por una recomendación de una ex paciente pero, fundamentalmente, por mi nacionalidad, esperando, dice, que entienda de lo que habla sin necesidad de devastadoras traducciones culturales. Me advierte desde el principio que no quiere hablar del pasado y solo resume brevemente su infancia con una madre cruel, su orientación homosexual, su llegada a los EEUU de la libertad sexual y la droga, y un desamor y engaño que lo hizo decidir no tener más pareja amorosa en toda su vida.
Acepto la condición de no hablar del pasado apostando a que los recuerdos siempre están en tiempo presente. Inmediatamente se instala una transferencia positiva y compartimos recuerdos de un
Montevideo perdido. Se queja de un amigo mexicano con quien comparte departamento y decide vivir solo con el reto de afrontar más rápidamente una vida más autónoma. Comienza a plantearse desafíos de ir abandonando la silla de ruedas, de caminar agarrándose de los muebles, y finalmente de salir a la terraza desde donde verá por primera vez la calle en muchos meses. Todo lo hace asumiendo que yo se lo pido, y yo dejo que eso sea asumido de esa manera. Como respuesta a mi supuesta demanda, cada vez que sale a la terraza le pide alguien que entra o sale del edificio le saque una foto y me la envía por WhatsApp. En esas fotos veo por primera vez su pierna ortopédica que sale del relato y se presenta en imágenes, aprecio lo alto que es y constato como ha crecido su abdomen a causa de la falta de ejercicio. A la sesión siguiente minimiza el hecho y se queja de que la foto estuvo mal sacada, que no permite apreciar todo lo que caminó o que parece que está posando como una señorita. Me aclara que eso de mandarme fotos él sabe que es una estupidez y me dice que cuando vuelva a Montevideo quizá un día podamos coincidir y vernos cara a cara. Le propongo que un día tengamos una sesión caminando por la rambla y me dice con entusiasmo: “Usted sí que es un tramposo, me obliga a ponerme metas. Ya le descubrí el truco”. Hablamos de sus “amputaciones emocionales” y de a donde lo llevaría volver a caminar, poniendo en evidencia la fuerte angustia que le provoca soñar con volver a vivir en Montevideo.
Esteban es un hombre grande, de aspecto rudo y huraño; pero a la vez es tierno e ingenuo y lucha como puede para que su necesidad de amor no se haga tan evidente. Es culto, tiene una gran biblioteca, ha leído algunas cosas de Freud y me comenta: “Usted sí que es un psicoanalista raro. No me obliga a hablar del pasado y me tiene mandando fotos por WhatsApp como si fuera un adolescente”. Se ríe de manera contagiosa y yo le contesto que admitiré que soy un psicoanalista raro si él admite que es un viejo tramposo. Festeja mi comentario riéndose más fuerte aún. Él juega a que no habla del pasado y yo juego a que no uso la interpretación.
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Claudio es un adolescente de 13 años. Demasiado pequeño para su edad, inteligente y un poco retraído. Tiene un buen desempeño en la secundaria, una vida social activa, hace deportes, mantiene limpio su cuarto y se lleva bien con los padres y con su hermano de 18 años. Todo parecería transcurrir en medio de una envidiable tranquilidad si no fuera por un episodio ocurrido hace dos semanas y que motivó el pedido de consulta.
Los padres de Claudio son llamados por la dirección de la escuela y allí se les plantea su posible expulsión. Lo han descubierto vendiéndole a los compañeros cigarros electrónicos. Al comienzo no quería hablar del tema pero luego termina contando que le robó uno al hermano y lo llevó a la escuela para presumir. Inmediatamente un niño le ofreció sus ahorros para comprárselo. Él comenta a su hermano el éxito del negocio y el hermano compra dos cigarros electrónicos más ya con la intención de desarrollar el emprendimiento. Cuando vende el segundo la familia del cliente lo detecta y hace la denuncia a la escuela.
En la primera sesión Claudio me dice que no cree que necesite ayuda, que la familia y la escuela exageran y que deberían estar felicitándolo por su facilidad para hacer negocios y fomentando su vocación. En la segunda sesión se opone a hablar y se pasa mirando su teléfono. Cada tanto comenta: “Es que no hay nada que hablar. Aquí deberían estar mis padres preguntándose por qué se asustan por cualquier pendejada”. Se disculpa por la palabra “pendejada” y vuelve a dejar de hablar. Hago pausas, acompaño su silencio, pero Claudio no parece dispuesto a hablar. En un momento saco mi teléfono y le mando un mensaje por WhatsApp. “Hola” le digo. “Hola” me contesta inmediatamente.
Al intercambio de “holas” le sigue una “carita” de sorpresa mensajeada por Claudio y una “carita” sonriendo como respuesta de mi parte. Luego él me envía seis o siete muñecos de la serie de emoticones “Betakkuma”: un gato bailando, otro practicando una especie de artes marciales, otro mostrando sus músculos y algunos más por el estilo. Yo intercambio algunos muñecos de la serie “Opi” que casualmente tenía en mi teléfono. Entre ellos uno de esa especie de osito envuelto en una bufanda y debajo de un paraguas que lo protege. Confieso que elegí ese emoticón solo por razones estéticas, por lo menos conscientemente, pero para mi sorpresa Claudio me contesta: “Ese se parece a mí”. “Te están lloviendo muchas cosas en estos momentos” le digo. “Un poco”, responde. “A mí también todos me ven como un osito. Todas las niñas andan a mí alrededor pero solo porque les causo ternura. Cualquier cosa que haga causa gracia, como si dijeran tan chiquito y tan gracioso”.
Luego de algunos comentarios más respecto de su tamaño cuelga la comunicación por WhatsApp y sigue hablando cara a cara. Me dice que odia que la madre le llame “bebé” y el padre “peque”. También me cuenta que lo que más le gusta es tocar la guitarra, pero que le ha desanimado que cuando lo hace frente a los padres o los abuelos los únicos comentarios son sobre que la guitarra es más grande que él o que no le pega intentar sacar algunos temas de rock. Lo invito a traer la guitarra y a la sesión siguiente toca casi todo el tiempo, algunos temas que ha aprendido y largos acordes como fondo musical mientras habla. También me pide usar el teléfono para mostrarme los grupos que le gustan. Le comento que a mí me gustan “Los Redonditos de Ricota”, los busca en Youtube y los escuchamos juntos.
En las sesiones posteriores cuando no puede hablar con fluidez, vuelve a escribirme por WhatsApp y yo le respondo por la misma vía. Los conflictos en torno a su tamaño físico, y su miedo a crecer se convierten en el centro del trabajo. Dice que tiene miedo de envejecer y ser un niño con cara de viejo degenerado, o un guitarrista de rock en una banda de enanos en pañales.
Trabajamos durante seis meses con Claudio y los padres y el episodio que motivó la consulta pasó a ser una anécdota graciosa que dejó de ocultar los motivos genuinos de su angustia. En una sesión con Claudio y los padres, les propongo volver a usar el teléfono, hacemos un grupo de WhatsApp y hablamos entre todos por esa vía. Parecen divertidos y se espían mientras lo hacen mirando alternativamente el teléfono y las caras. En algunos momentos olvidan los teléfonos y se hablan directamente, pero vuelven a chatear si lo que van a decir les cuesta decirlo en voz alta. “Parecen niños” les comenta en un momento Claudio a sus padres y se ríen en persona y en las pantallas.
En la última sesión me comenta sonriendo: “Deberíamos diseñar un emoticón de un osito fumando un cigarro electrónico”. “Y si se lo vendemos a adolescentes que quieren crecer nos podríamos hacer millonarios” le contesto. Toma el teléfono y me manda un emoticón de un gato aplaudiendo.
3
Preciosa es una mujer trans de 28 años. Cuando me consulta por primera vez, hace ya casi dos años, se llamaba Daniel y era un joven homosexual que renegaba de sus genitales, se había hecho una lipo-escultura para marcar su cintura y un injerto de grasa en los glúteos. Luchaba contra su afeminamiento sobre todo por la censura y la “carrilla” de sus padres. El motivo de la consulta fue un ataque de pánico relacionado a la ruptura con un amante marginal. En un ataque de celos le envía fotos de ellos a la novia de su amante, y este, furioso, lo amenaza de muerte. Lo bloquea en todas las redes sociales pero comienza a sentirse perseguido, tiene miedo, ansiedad y un par de ataques de pánico que lo sorprenden manejando su auto.
Preciosa se encarga de una sucursal de una cadena de tiendas de sus padres, cobra un salario relativamente pequeño pero roba dinero de la caja ante la ceguera voluntaria de los padres. Gasta ese dinero en ropa y pagando a los hombres con los cuales se acuesta, sumas que llegan a los mil quinientos dólares por una noche. Explica que su ilusión son los hombres heterosexuales casados o comprometidos que engañan con él a sus parejas. “Quiero sentir que yo puedo darles lo que sus viejas no pueden” dice con insistencia. Vive con su madre, su padrastro al cual considera un padre, y una hermana dos años mayor. La familia maneja una doble contabilidad: las ganancias que produce el negocio y otro dinero de dudosa procedencia.
Con el transcurso de los meses asume su deseo de ser mujer, comienza a vestirse con ropas menos ambiguas, se hormoniza y finalmente, hace dos meses, se coloca implantes de pecho. Va al cirujano plástico junto con la madre que también decide retocar sus implantes. Su madre compite con ella en quién es más mujer y su padre es un hombre rústico y controlador, “de rancho” dice la paciente, que escatima el dinero de lo cotidiano, pero se deja robar por Preciosa y gasta en “sus mujeres” miles de dólares en una sola salida de compras a San Diego o Los Ángeles. Uno y otro, cuando se enojan, la castigan llamándola con su nombre de varón.
El tema del dinero ocupa el centro de las preocupaciones de la paciente. Valorar qué es poco y qué es mucho, cuánto debe pagar por los hombres, si vale la pena ahorrar o gastar mientras se es joven. Acondiciona su dinero en escondites diversos pues no puede abrir una cuenta de banco. Su padre guarda en la caja fuerte los documentos de toda la familia y ella no se atreve a pedir el suyo pues no podría decir que tiene dinero para abrir una cuenta bancaria.
Luego de unas cuatro consultas me envía un documento por WhatsApp unas horas antes de la sesión, con el anuncio de “para conversarlo luego”. El documento es una lista de tarifas para el pago a sus parejas sexuales donde se especifican retribuciones por edad, musculatura, facilidad de palabra y tamaño del pene. En la sesión me pregunta si las tarifas me parecen lógicas. Le respondo que todo absurdo tiene alguna lógica. Y allí queda manifiesta una dificultad y una demanda. Preciosa no cree en su juicio, en su valoración de la realidad y demanda una ortopedia yoica para poder saber, creer y evaluar. Mantiene todo el último año una conflictiva relación con un empleado del centro comercial donde está el negocio familiar del que se encarga. Es un joven que vive con su novia embarazada. Preciosa lo bloquea y desbloquea, le pide pruebas de amor exponiéndose a que la relación quede a la vista de todos, le da dinero para comprar la ropa del niño por venir, le paga mil dólares o más por cada esporádico encuentro sexual, lo vuelve a bloquear y desbloquear, y vive angustiada por la ilusión y la duda de que su hombre la ame más allá del dinero.
En ese transcurso me pide que escuche los mensajes de audio que se intercambian por WhatsApp donde deja constancia de las peleas y los arrepentimientos. “Necesito que lo escuches”, me dice. “Necesito que me ayudes a saber si me miente o me dice la verdad, si yo tuve la culpa o fue él, si es él que es un cabrón o soy yo que me pasé de verga”. Regularmente accedo a escuchar con ella los mensajes, aunque en vez de dilucidar sus angustiosas dudas intento que se escuche a sí misma e integre una parte de sus actos que parece desprendida de todo proceso de elaboración psíquica.
A medida que vamos escuchando los mensajes que me propone, va “ejercitando” una escucha crítica, ya no me demanda una opinión como antes y al mismo tiempo que resuenan las grabaciones va comentando: “Qué pendeja! no sé cómo no me di cuenta lo que le dije! claro que le valgo madre!”.
Es un proceso donde parecen estar en juego dos cuestiones: por un lado, la integración de algo desprendido; y por otro, una especie de auto-traducción donde puede “leer” sus palabras y sus actos desde un dispositivo que opera de caja de resonancia que los resignifica. En general, no hago ninguna interpretación transferencial, con respecto a esa conducta, que pueda inhibir este proceso mediado por los mensajes de WhatsApp. Algunas veces me muestra fotos de ropa que se compró o de un hotel que reservó para las vacaciones familiares. Algunas de esas fotos pueden tener un leve contenido erótico, la compra de lencería para “recibir los nuevos pechos”, por ejemplo. Pero las muestra de lejos, desde su lugar, y valoro que por sobre la posible seducción transferencial predomina la legitimación de un acto.
En los últimos meses intenta romper la relación con su amante y dice señalándose la cabeza: “ahora creo que lo tengo que bloquear aquí y no ahí”, señalando el teléfono. Busca en una aplicación algunas relaciones esporádicas donde no pone en juego el dinero, aunque extraña el vértigo de la tormentosa relación que intenta romper.
El uso del WhatsApp en las sesiones disminuye y parece creer más en su posibilidad de articular un relato suficiente en sí mismo, o, al mismo tiempo, en una integración de la experiencia que no pase por esta ortopedia comunicacional.
4
Si es cierta la afirmación de Mitzi León Calderón (2019) de que el WhatsApp está cambiando la forma en que amamos actualmente, de allí debería derivarse con cierta lógica la posibilidad de que todo cambio en el amor, afecte o cambie la forma de transferir, y el dispositivo clínico en que este escenario se despliega.
León Calderón al analizar el amor en el tiempo del WhatsApp pone sobre la mesa tres planteos de Freud: 1) el amor actúa como factor de cultura, 2) el amor está en la base del lazo social, y 3) es necesario que la libido no se encuentre toda en el yo para que no se produzca una ruptura con lo social.
Más allá de los prejuicios imperantes sobre la intervención del WhatsApp en las relaciones amorosas y de la idealización del amor cara a cara, lo cierto es que esta plataforma de comunicación entre individuos y grupos se ha constituido en una especie de interfase entre el tiempo del encuentro físico, siempre limitado, y el ilimitado pensar en el otro sintiéndose unido por la inmensurable dimensión del conectarse a la distancia. Un simple mensaje trasgrede todo encapsulamiento del tiempo, en la medida de un estar no estando, de un testimonio de un presente que puede ser abordado en un tiempo previamente indefinido, con una rapidez y fluidez que excede lo imaginado en la época del intercambio epistolar y otras formas de comunicación más actuales (María Cristina Rojas, 2018).
Quizá la influencia del WhatsApp en la vida amorosa actual no deba de ser indagado exclusivamente desde la persistencia de la vigilancia, la angustia por ser “dejado en visto”, la gimnasia del bloqueo y desbloqueo, o la sospecha de ver a la otra o al otro en línea en momentos en que se supone no debería estarlo.
Creo que el punto más significativo radica en la ruptura definitiva de las estructuras subjetivas del tiempo, en la interfase permanentemente abierta entre el encuentro presencial y la presencia en la distancia. Interfase que se encuentra abierta aun cuando la plataforma no se usa; como si el ícono en el teléfono se constituyera en una ventana que ya nunca podrá ser cerrada.
El amor en los tiempos del WhatsApp podría ser pensado como un amor permanentemente asomado a una nada donde está esperándonos todo. El ícono de la plataforma, insisto, dinamita las líneas de la organización consciente del tiempo.
José Francisco Marongiu (2019) afirma que el WhatsApp “puede ser pensado como un objeto de la técnica particularmente potente a la hora de introducir la imagen, la voz y la palabra del semejante en la vida cotidiana”, Pero creo que la idea de “objeto de la técnica” minimiza el impacto en la subjetividad y coloca este recurso comunicacional en la categoría de un instrumento, cuando quizá más bien se trate de un momento en la transformación de los sujetos, de una ortopedia revestida de piel.
Cuando pensamos en la clínica psicoanalítica actual el problema no puede ser planteado en términos de si se puede usar o no el WhatsApp, o solamente sobre la manera y las condiciones de su uso. Se trata de pensar que el sujeto con el que estamos trabajando habita en esa interfase, en mayor o menor medida, y que esa realidad no puede administrarse a la manera de un recurso. Cuando un sujeto saca su teléfono para citar textualmente el decir de otro o el propio, está, curiosamente, más cerca de conectarse con un proceso asociativo, en la medida de las cuestiones de la ruptura del tiempo y el espacio que hemos referido, que de estar desplegando un recurso defensivo al servicio de la resistencia a analizar. Pero también, podríamos pensar, se abre una alternativa invaluable en el trabajo que Yago Franco (2017) alude en los términos de hacer consciente lo manifiesto. Si lo manifiesto regresa desde el WhatsApp con una textualidad supuestamente objetiva, el acto de mostrarlo no podría ser visto necesariamente en términos de una actitud defensiva, sino como un pedido de ayuda para poder integrarlo.
Retomando a Freud, (2013) sería posible inferir que esta nueva forma de vivir el amor, construye el lazo social de una manera diferente y, por lo tanto y también, el lazo vincular en el espacio analítico.
Cuando Esteban me envía las fotos de sus salidas a la terraza desde donde puede ver la calle por primera vez en mucho tiempo, me muestra también su pierna ortopédica y por tanto su pierna amputada; pone el fantasma de la pierna en la foto, y se hace cargo de una imagen total que la pantalla de la comunicación por Zoom amputaba inevitablemente. Parece que “estoy posando como una señorita” me dice y el mensaje por WhatsApp muestra el pasado desgarrado, el presente del miedo y el esfuerzo, y el futuro que se asoma en los chorros de luz que provienen de la avenida.
Cuando me comunico con Claudio por medio del WhatsApp en plena sesión presencial, y entre las palabras se asoman los emoticones, creo que no estamos en el momento de la degradación de la palabra, sino de la explicitación de las imágenes entre las cuales circula la palabra. Por eso un emoticón que le envío, aparentemente al azar, sale desde una flotación insospechada y activa una identificación por parte de Claudio y la comunicación se despeja.
Cuando Preciosa me pide sesión a sesión leerme los mensajes con su amante, creo que no se trata de un acto defensivo, ni de una pauperización del espacio analítico, sino de un pedido de ayuda en la intención de traducir aquello que transita fuera de sí, como ajeno, y de lo cual necesita apropiarse con mi ayuda, transitando de un mecánico transcurrir del acto, a un acto con sentido en su subjetividad. Por eso en vez de interpretar el sentido de su comunicación creí que era preferible sostener un espacio donde este despliegue fuera posible.
Freud afirma en la Introducción a “La psicología de las masas y análisis del yo” (2016) que toda psicología individual es siempre y al mismo tiempo una psicología social, señalando la frágil línea de oposición entre una y otra. El lugar del uso del WhatsApp en la vida contemporánea, y su irrupción en la clínica psicoanalítica, habita también en esa delgada línea.
Referencias bibliográficas
Franco Yago (2017). Paradigma borderline. Bueno Aires: Lugar Editorial
Freud, Sigmund (2016). Psicología de las masas y análisis del yo. Obras completas, Volumen XVIII. Buenos Aires: Amorrortu editores.
Marongiu, José Francisco (2019). Un WhatsApp para el amor. Salta: Universidad Católica de Salta.
León Calderón, Mitzi Miriam (2019). El amor en los tiempos del WhatsApp. Una mirada psicoanalítica. En: Revista Psicomotricidad: Movimiento y Emoción. CDMX: PsiME
Rojas, María Cristina (2018). Vínculos y subjetividad en la era digital. En: Revista Vínculos, Vol. 15, no. 1. Sāo Paulo: Vínculo