El ángel de la historia y el hechizo del aburrimiento

Cuando nos preguntamos por la razón de los acontecimientos políticos como los que estamos viviendo en Argentina, no creo que hagamos una pregunta sobre la “razón”.

Por Osvaldo Picardo

opicardo@gmail.com

“La Historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son bien conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, engendra en ellos falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas llagas, los atormenta en el reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables, vanas.”

Paul Valéry

1. Sin barbarie no hay civilización

Cuando nos preguntamos por la razón de los acontecimientos políticos como los que estamos viviendo en Argentina, no creo que hagamos una pregunta sobre la “razón”. Otra cosa funciona en el orden de las emociones y de las pasiones, ni opuesta a la razón ni tampoco posible de considerar solamente con la lógica de la razón.  Entonces caemos con facilidad en la reacción y el enojo, más que en una auténtica y sincera interrogación por el hecho político y cultural que se está viviendo. Muchas veces, un cambio de época como el del nuevo siglo, así como la ruptura intergeneracional que soportamos malamente, son avisos, síntomas de un estado de ánimo de la época.

Voy a ilustrarlo con texto muy citado de Walter Benjamin (1892 – 1940) que se llama Sobre el concepto de historia, escrito apenas unos meses antes de su suicidio. En ese texto hay una descripción de una imagen alegórica que Benjamin dice recordar mientras escribe; la imagen es la del Angelus Novus de Paul Klee basado en una leyenda talmúdica que cuenta que una legión de nuevos ángeles, creada a cada instante, entona su alabanza a Dios, termina y se disuelve en la nada.

No es un dibujo muy bonito ni creo que Klee buscara ese tipo de belleza que uno puede tener en mente, cuando se trata de los ángeles. (1)

El pasaje en que lo describe dice así:

“Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad.” (Obras I, 2, pág. 310)

Este “Ángel de la historia” mira al pasado y descubre la “barbarie”, una visión pesimista y desesperada del devenir histórico. No fue un ángel muy bien recibido ni siquiera por el pensamiento de la izquierda, aunque Benjamin se encontrara en la encrucijada más trágica de su vida, empujado por el nazismo. Con la alegoría talmúdica, sin embargo, lograba revisar la tradicional concepción de una historia teleológica, explicada casi siempre, justificando sus fines, más que su final. Ponía así en discusión el gran relato de un progreso que, tanto en su versión iluminista dieciochesca como en su versión comunista decimonónica, llevaría inexorablemente, a través del avance tecno-científico, a un paraíso de la libertad, igualdad, fraternidad y prosperidad económica de todos los seres humanos.

Me gustaría llamar la atención sobre una palabra que usa Benjamin, en otra parte de la misma tesis, y es la palabra “barbarie”. Acostumbrados a la oposición entre civilización y barbarie de un Sarmiento y de una larga cadena de pensadores criollos y latinoamericanos, no es fácil interpretar el concepto sin prejuicios, pero en la alegórica versión del Angel de la Historia, la barbarie no es, de ninguna manera, el opuesto a la civilización. Es su hermana melliza o, mejor dicho, su condición. Hay en todo esto una gruesa ironía de la Modernidad: ¡Sin barbarie no hay civilización! Adorno, Horkheimer, Habermas, Castoriadis y últimamente Byung-Chul Han retoman, en distintos momentos y con diversa perspectiva, la tesis de la autodestrucción de la Ilustración que yace bajo la trágica ironía que es la antipolítica y sus discursos.

2. Razones que la razón no conoce

Zygmunt Bauman ve algo más en ese cuadro y en ese comentario sobre el cuadro, algo que nos lleva a reflexionar sobre un aspecto menos evidente y menos pensado: “el Ángel de la Historia de Benjamin/Klee, como el huracán que lo lanza hacia el futuro, es mudo. La alegoría de Benjamin/Klee no representa palabras sino sucesos…” (2)

Hay tiempos como los actuales, en que el lenguaje hace ruido, pero no dice, no comunica, no construye sentido ni comunión. Las palabras enmudecen ante las cosas, apenas murmuran y se reducen a un balbuceo insignificante. Es sólo ruido que espanta la verdad que supieron decir las palabras. Un barullo del lenguaje que subraya la apariencia, la mentira, la difamación, el odio y el fanatismo.

Otro gran pensador del siglo pasado, George Steiner, en uno de los ensayos reunidos en Lenguaje y silencio (1982), dice que cuando esto sucede, el idioma se convierte en arma política hasta degradar la dignidad del habla humana “al nivel de los aullidos de los lobos”. Habla, en realidad, del “estilo Postdam”, practicado en cancillerías y entidades burocráticas que contenía también al academicismo y el engolamiento alemán de la Primera Guerra Mundial: una mezcla de groserías y alto vuelo de grandeur romántico wagneriano. Se introducían desde el Estado usos y costumbres llenos de clichés pomposos, grandilocuentes, en voz alta y gritona, con ingeniosidad agresiva y vulgar. Steiner llega a una conclusión famosa: “el idioma alemán no fue inocente de los horrores del nazismo”.

Un idioma en su interior contiene el germen de la disolución de una sociedad, de su cultura y de su historia. No es casual que, año tras año, gobierno tras gobierno, un alto porcentaje de alumnos de secundaria tengan problemas para comprender textos y expresarse con palabras en una sintaxis apropiada. ¿No podría sumar a esos porcentajes a los profesionales que egresan de las Universidades, a los periodistas, a los abogados, a los docentes?

No es asombroso, ni tampoco incomprensible que los sucesos históricos, como al ángel de Benjamin, también horroricen al ciudadano. La Historia –como nos dice la cita inicial de Valéry-  puede entenderse como un producto peligroso de nuestro intelecto. De hecho, ha venido justificando lo que se le antoja a los que pueden armar su relato, una narrativa y un narrador. Toda política, hasta la más grosera, supone una idea de la Historia y del hombre. Pero ¿cómo narrar los hechos sin palabras capaces de proyectar y construir un imaginario, un lugar desde donde mirar el mundo?

Vivimos en un tiempo “pos narrativo”; coincido con lo que afirma el filósofo coreano Byung Chul Han en su libro La crisis de la narración (2023). Asistimos a una lenta y progresiva sustitución de un fundamental discurso con el que la experiencia vital y colectiva –permítanme la imagen- se iluminaba alrededor del fuego, en familia, entre amigos, entre generaciones. La tendencia tecnológica y política parece sustituirlo por una especie degradada de cuento, un storytelling, concepto utilizado en el periodismo, el marketing y la publicidad, y que Han aplica también a las redes sociales. ¿Hace falta que dé ejemplos de chats, de fake news, trolls y otras tantas formas contingentes y pasajeras de la narrativa digital? ¿No estamos en realidad tan “mudos” como lo está el ángel? Es un campo de batallas emocionales y afectivas. Hay, en esto, razones que la razón no conoce.

La actual lengua política –émula y caricatura de la que pudiera ser una verdadera lengua del poder- adquirió una simpleza y vulgaridad extrema, acompañada de la pretensión desmesurada de autoridad moral, casi religiosa, mesiánica. Puedo decir, sin arriesgar a equivocarme, que nos aproximamos mutatis mutandis a un nuevo y peor Estilo Postdam. Los discursos, los debates, los informes periodísticos y hasta los más simples rumores callejeros están contaminados con tanta brutalidad e ignorancia en su sintaxis y contenidos, como las más crueles medidas gubernamentales y sus consecuencias a largo plazo. Prohibición, censura, imposición, desfinanciamiento, coerción, difamación, acusaciones son actos que anidan sus huevos de serpiente en la lengua, hasta convertirla en aullido y ruido. ¿Cómo entender sino una definición del Estado como ésta: «El Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina»? ¡Cuánto podríamos llegar a interpretar del hablante más allá de la fealdad sintáctica y referencial del mensaje!

3. La tempestad de la antipolítica

Desde chico, al igual que toda mi generación, escucho que los políticos y también la justicia son lo que no deberían ser. Nunca estuvieron –según esas voces familiares- a la altura de sus responsabilidades ni de los hechos. De los recuerdos y experiencias políticas de mi propia existencia, puedo llegar a conclusiones sobre la historia y la sociedad que sobrepasan una explicación racional y lógica. No es cuestión de repetir o dar la razón con una condena que se inclina en mayor grado a lo emocional, que a la lógica cordial de una comprensión del fenómeno.

La condena a los políticos es una crítica a la “clase política” –si este concepto sociocultural existiera-, y ha estado presente en toda la Latinoamérica poscolonial. Entre nosotros, como recordarán, la más fuerte manifestación tuvo lugar con el “que se vayan todos”, durante el estallido social del 2001. Pero no fue la primera ni la única vez, acá ni en el mundo.  Las democracias contemporáneas conviven desde la caída del Muro con el rechazo y la crítica de la política tal como se la viene ejerciendo sin grandes diferencias entre lo que se entiende como izquierdas y derechas. Así han surgido los indignados, la primavera chilena, los chalecos amarillos franceses, etc. No puedo dejar de señalar que tanto la etapa poscolonial latinoamericana como las democracias liberales que se convalidaron en el mundo están heridas de aquella tendencia autodestructiva de la Ilustración que señalaran Adorno, Horkheimer y una larga fila de pensadores hasta nuestros días y que Benjamin ha podido resumir en la imagen demoledora del Ángel de la Historia. No es la razón la que puede acudir en nuestra ayuda. Ella se ha reducido a la utilidad, practicidad, progreso de un mercado global.

Una cierta nostalgia muda nos invade, en estos momentos, y nos engaña con la lógica de la devastación de valores esenciales: la duración, la sinceridad, la profundidad, la búsqueda del sentido, la belleza y la originalidad del arte, la verdad y sus seguridades, el protagonismo de cierta épica colectiva, alguna jerarquía entre los acontecimientos. No se limita a los ámbitos de lo económico, lo político y lo social, sino que repercute, sobre todo, en la dimensión existencial y estética del ser humano.

Lo que se entiende por antipolítica, por eso mismo, es un estado de ánimo, un pathos que rechaza “la política” y abarata su lengua así como sus ideas, pero que evidentemente no descree de “lo político”. Casi todos hemos entendido que, en la actualidad, la política engloba las instituciones y maneras de ejercer y aplicar lo político de la vida pública de una sociedad. Se la identifica con una cierta y vaga idea del establishment, la idea no menos indeterminada de “casta”. A través de su ambigüedad y denostación, se radicalizan conflictos y malentendidos históricos de una sociedad, llevando al adversario a la categoría de enemigo, y a las ideas a un campo de batalla donde la diferencia entre un loco y un genio es haber ganado. El registro de la violencia y la agresión adquieren variadas estrategias y formas, de lo simbólico, pasando por lo verbal, hasta lo físico (como lo hemos verificado en el intento de asesinato a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner).

Lo más llamativo de esta expresión del estado de ánimo social es que si bien se focalizan en las élites políticas, en los partidos e instituciones democráticas, no se avanza proporcionalmente con las élites económicas y financieras que sustentan y sustentaron al mismo establishment.

No es mi intención extenderme más allá de la ejemplificación de algo que excede el fenómeno de la antipolítica actual, y que no significa más que un síntoma. Pero ¿no vale la pena preguntarse cómo es posible que, desde uno u otro signo ideológico, no se visibilice ni rechace, popularmente hablando, a los poderes concentrados de la economía y de las finanzas? ¿Berlusconi, Trump, Musk y compañía no están envueltos, más que en escándalos, en un velo de mérito y legitimación irradiado por el éxito y el dinero? Los multimillonarios son modelos de un viejo pero renovado imaginario popular y, sobre todo, juvenil. Hay, por el otro lado, una construcción discursiva y simbólica de la lógica de la desconfianza y la corrupción que siempre exige la desesperada esperanza de los salvadores. Lo político sigue vigente ahí. Es una ilusión que se sostiene más en el veto, la cancelación, la acusación, la persecución y la difamación, que en verdaderos proyectos de futuro, ideas y consensos que resuelvan lo real con dignidad y justicia.

Las movilizaciones, las discusiones (no siempre reales) y los reclamos o protestas, no han dejado de existir y funcionan como sobrevivencia de “lo político” y rechazo de “la política”. El imaginario popular de la antipolítica circula con un discurso precarizado y formateado, a través de un universo digital que gobiernan compañías transnacionales con marcas como Facebook, Meta, Google, X, Tik Tok, Instagram, etc. Paulatinamente, con la tragedia de la pandemia, éstas han logrado ofrecer exitosamente cambiar el hábitat real y concreto, por uno virtual y algorítmico donde la antipolítica reina y gobierna.

4. El hechizo del aburrimiento

Finalmente, vuelvo a pensar sobre lo que Benjamin describe: Lo que el ángel ve como un pasado que se acumula delante de él y no, por detrás de él.  Dice: “Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero…”

Quiero suponer que se trata no de lo que está viendo, sino que se trata de lo que está sintiendo. No ve lo que nosotros vemos: una cadena de datos y el futuro delante. Pregunto, entonces: ¿qué estado de ánimo posee al ángel talmúdico, creado para alabar a Dios y de inmediato desaparecer?

Él habla de la tempestad que “lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo”.  Y afirma categórico que “Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad”.

Me inquieta, imaginación de por medio, cambiar la palabra “progreso” por una más cercana y significativa: Tecnología.

Quedaría así la posible interpretación de la imagen Klee/Benjamin: “Lo que llamamos Tecnología es justamente esta tempestad”.

¿Cómo no preguntar por qué el mundo en que hemos nacido, desde que es mundo, no ha podido ser algo mejor? La tecnología actual propone una respuesta o, mejor dicho, reemplaza esa vieja queja por una o mil ofertas de metauniversos y pasatiempos a medida y a disposición de cada consumidor. ¿Sólo con esto, no se da ya un empobrecimiento del mundo, así como la pérdida del aura de la condición humana? El ya mencionado Byung Chul Han, ha tratado muchas veces la influencia de la tecnología del Smartphone, de las selfis, de la inteligencia artificial, de lo que viene sucediendo en arte, y afirma que “el mundo se vacía de cosas y se llena de información”. El imaginario popular se alimenta con la idea de que el avance de la tecnología constituye una ayuda facilitadora de la existencia humana, y que contiene en sí mismo el futuro. La tecnología nos arrastra con la fuerza de una inmensa tempestad.

Por otro lado, quiero aclarar que los estados de ánimo son lo menos subjetivos que se pueda haber pensado o, por lo menos, tan objetivos como la misma alegoría de la tempestad que sopla desde el Paraíso, desde un afuera. Su presencia o ausencia puede cambiar el rumbo de toda una época, porque antecede y determina la razón y la voluntad. De este modo la mirada del ángel no es solamente lo visto, es también una manera, un modo de ver. El pensamiento descriptivo de la mirada viene tarde, se despliega detrás, en el pasado. Quiero decir que toda explicación posible queda corta y llega demasiado tarde, cuando el tiempo se termina. Eso es lo que la mirada del ángel siente, perdida en los laberintos del corazón y a punto de desaparecer.

Lo diré con toda claridad, el ángel de la historia está golpeado como cada uno de nosotros por el aburrimiento más profundo.  Esa es la tempestad que sopla desde el Paraíso cada vez más lejano.

Aburridos de ser siempre los mismos, aburridos de los políticos, aburridos de las democracias y las dictaduras, aburridos del arte y sus normas, aburridos de economías de hambre y miseria, aburridos de, aburridos de…

Un gran aburrimiento adolescente y embriagador crece en las entrañas. Este hechizo alcanza zonas inexploradas en cada individuo hasta zamarrear en él al egoísta dormido, ese egoísta que necesita la tecnología y el mercado.

Ante una pantalla iluminada está el Ángel y con él, el hechizo del aburrimiento que, por un instante, le muestra que ya termina, que ya se disuelve en la nada.

Es el Ángel del Futuro y no el de la Historia.

 

(1) Pocas veces, el objeto que despierta un pensamiento se corresponde tan sorprendentemente con el mismo pensamiento. Me refiero a la forma en que fue pasando de mano en mano hasta llegar hoy al Museo de Jerusalén. Paul Klee lo dibujó en 1920, en tinta china y acuarela sobre papel. No es nada grande. El escritor Gershom Scholem lo vio aquel mismo año, lo compró y lo colgó en su apartamento en Múnich. Benjamin lo vio en casa de Scholem, se lo compró y lo tuvo hasta poco antes de matarse, cuando esperaba cruzar a España (en Portbou, en los Pirineos, convencido de que los Nazis lo detendrían inevitablemente). ¿Por qué no se perdió después? Benjamin le dio el Angelus Novus para que lo guardara, al escritor francés Georges Bataille, que lo escondió en un rincón oscuro de la Biblioteca Nacional. Unos años después de que terminara la II Guerra Mundial, el dibujo llegó a las manos de Theodor Adorno, que consiguió devolverlo a Scholem, que ya vivía en Jerusalén.

(2) Artículo de Zygmunt Bauman sobre Walter Benjamin, del año 2011, y que apareció por primera vez en el libro «Esto no es un diario» (Paidós, 2012).