(Autorretratos y selfis en la era de la AI)
Por Osvaldo Picardo
Escritor y editor. Su último libro Nadar en el tiempo (Paradiso, Bs.As., 2023)
Giorgio Vasari, un curioso escritor de vidas ajenas y también imaginarias, cuenta que Leonardo no conseguía terminar el mural de La Última Cena. En el centro, Jesucristo aparecía bocetado, sin acabar. El prior de Santa Maria delle Grazie, en Milán, se inquietó y Leonardo confesó que el problema era el Cristo vivo. La expresión, la actitud, el contorno, la postura de las manos requerían no sólo de la oración y la fe, sino el modelo, imposible de encontrar en el mundo: “La belleza y la gracia celeste que debía tener la Divinidad, encarnada en figura humana, sobrecogían su ánimo e inmovilizaban sus pinceles”, dice don Giorgio.
Los reparos de Leonardo –fueran más o menos veraces en boca de este biógrafo- encierran una compleja pregunta sobre lo que consideramos copia y modelo. Hoy se tiene la impresión de que en la imagen o las imágenes se puede registrar todo, pero siempre un gran detalle se escapa: la verdad que no por nada sospechamos escondida. Es el negativo, en el cuarto obscuro, aún por ser revelado. Esto se hace más notorio si tomo como ejemplo el caso de La Última Cena, al tratarse de una imagen divina. La representación del Cristo hecho Hombre enfrenta diversas posiciones desde hace siglos. La experiencia de ver un rostro -divino o humano- es algo intraducible y por ello, se vuelve sumamente interpretable.
La reciente “selfie” de La última Cena del director de cine y AI prompter, algo así como un “apuntador” o entrenador de programas de inteligencia artificial, el británico Duncan Thomsen, fue desparramada en las redes sociales por cada rincón del mundo. Hasta a mí, me llegó por twitter, por intermedio de un conocido. Thompsen, por lo visto, no tuvo ninguno de los reparos que cuenta Vasari sobre Leonardo, y en poco tiempo, generó la “selfie”, usando un software basado en los publicitados programas IA. El resultado es una broma tonta o algo semejante, cuya calidad formal de reproducción es indiscutible. Dejo de lado cualquier juicio de valor estético y mucho menos, religioso. Me detengo en el fenómeno virtual y tecnológico de Thomsen, para poder pensar en el profundo cambio que hoy se produce en el ojo humano y en la autopercepción personal. El salto tecnológico construye un vacío abismal cubierto por el brillo enceguecedor de un espíritu lúdico y mayoritariamente neopositivista.
En más de 30 años de docencia –dato que delata mi edad- he visto sucederse miles de caras de adolescentes y jóvenes, en vivo y en pantalla tanto como de cerca y de lejos. Ninguno, para mí, se repetía ni se diferenciaba del todo. Podía confundirme alguna que otra vez, pero no fue por sus semejanzas, sino por sus diferencias. Como el breve poema de Ezra Pound, titulado “En una estación de metro”: “La aparición de esos rostros en la multitud;/ pétalos en una húmeda, rama negra”. Describe una instantánea en la estación de metro de París, en 1912. Su observación gira alrededor de una epifanía y una analogía por la que la realidad del túnel subterráneo es trascendida por la imagen de la primavera. Expresa así la extrañeza de la mirada proyectada sobre los rostros que se multiplican.
En realidad, quiero preguntarme si esa nueva tecnificación del ojo no nos deja sin la estación de metro de la que habla Pound o sin el reparo meditativo que nos contagia Leonardo en su obra. Parece que hay por lo menos dos modos de mirarnos y hacer ver que la perspectiva histórica y el arte pueden o no devolvernos una respuesta y un puente sobre el vacío que se abre con la inteligencia artificial.
Pintores y poetas han tratado el tópico de la cara humana. Héctor Freire habla del tema con respecto a la representación en el cine, y después de hacer un agudo inventario de rostros famosos en el séptimo arte, se detiene en un film de Bergman, Persona, que “nos habla de la verdad como de un reflejo imperceptible, que pasa de un rostro a otro rostro”. Y agrega: “El film es en realidad, la explicación de esos rostros, y expone esta idea inequívoca: un rostro es una pantalla, una superficie”. Creo que Freire apuntaba a la capacidad simbólica que se proyecta en esa superficie, hasta alcanzar la supuesta respuesta de la mirada. Lo ejemplifica también con el arte bizantino de los íconos con los rostros de Cristo que “ignoran el espacio y el tiempo”, al tener una “mirada aterradora, la boca apretada, los rasgos de la frente y las mejillas profundamente marcados”. “Ese rostro – concluye- es un más allá del rostro, como el rostro de Iván el terrible (1945) en el film de Eisenstein”. (Freire, La Pecera, 2006)
Más poderoso que el contenido de una presencia física y real, cuando se proyecta una máscara simbólica, es su intencionalidad trascendente. Así, a lo largo de siglos, el arte cristiano ha representado el rostro de Cristo de acuerdo a rasgos de una identidad no tanto teológica o espiritual como cultural e histórica, convirtiéndolo en el rostro de todos los rostros. Desde las primeras representaciones paleocristianas del Buen Pastor hasta hoy, pasando por uno del románico, por otro del gótico, por el perfectus deus et perfectus homo renacentista, por el del barroco o por el Cristo de los pobres del S.XX, etc., el juego del arte se arma entre un original perdido y sus copias múltiples y diversas.
Nuestra época parece no insistir en un afán proteico del retrato y la selfie, pero no con el pincel inmóvil de “la belleza y la gracia celeste” a la que se refería Vasari, sino desde una tecnificación del rostro y la identidad con que se deshace vanamente cualquier intento de conocimiento de algún original, aún cuando se argumente una alta precisión científica o la más avanzada tecnología que se pudiera imaginar.
El yo proteico -agrego narcisista- se extiende sin límites ni obstáculos por el ciberespacio. Lo que las personas hacen con sus celulares y computadoras se relaciona casi íntimamente con sus identidades y sus intereses. Personalizan los aspectos externos con fundas y colores, las pantallas, las teclas de atajo, etc. pero también, las rutinas y hábitos, tanto como la visión y la manera de pensar. La cualidad metafórica, en su sentido lato, de la tecnología computacional e inteligente la convierten en un medio ideal para construir una amplia gama de mundos que ponen en jaque la idea moderna del yo unitario y fijo, un yo a imagen y semejanza de un modelo original, el del mysterium tremendum et fascinans, o como lo expresaba Kierkegard el totalmente otro.
Si tradicionalmente la imagen de sí mismo implicaba una indagación por cierta unidad, la potencialidad infinita de la pantalla implica multiplicidad, heterogeneidad y fragmentación. De este modo, se abren las puertas para explorar máscaras e identidades que postulan “gustarnos” más que las que somos o creemos ser: Ni gordos, ni flacos, ni de un género u otro, ni muy tontos ni muy inteligentes, etc. el menú tiene un infinito abanico de posibilidades.
La fase lacaniana del espejo pasa a un segundo o tercer plano de importancia. Nos atribuyan una imagen, la imaginemos o la creamos propia son apenas reflejos que parecen desvanecerse cuando lo que se busca ver no es lo que el ojo mira, sino lo que su tecnificación postula, posibilita y amplía. De este modo, no me es difícil imaginar una comunidad sin autonomía, que repite y multiplica los problemas y conflictos, sin ganas ni recursos para trabajar crítica y constructivamente en ellos. Esto no sería ningún punto controversial, al menos para mí, si no trajera junto al autoengaño y la insignificancia, un perjuicio y un daño al prójimo.
Los juegos de la verdad de los que hablaba Foucault servían, y sirven aún hoy, a los seres humanos para entenderse a sí mismos. Entenderse supone formas de aprendizaje y modificación de los individuos y sus individualidades, habilidades y actitudes que emergen de tecnologías tanto como de una conducta individual, social y privada. No me parece que este sea el camino al que empuja la tecnificación del ojo y también del lenguaje humano, a través del uso de la inteligencia artificial.
Entre uno de los muchos autorretratos de Rembrandt y la selfie de los miles de Thomsen que habitan las redes existe la larga distancia que separa dos tipos de sujetos y el paso largo de la reflexión al efímero reflejo. Rembrandt dejó una autobiografía pintada que va desde 1626 cuando aún lucía joven con sus 20 años de edad, hasta poco antes de su muerte, al pintar el rostro de un viejo cuando tenía 63 años. Cada uno de los autorretratos de Rembrandt son miradas diferentes y no se trataba de obsesiones o técnicas de estilo para quien afirmaba que “el pintor persigue la línea y el color, pero su fin es la poesía”. Lejos de la crisis de identidad del hombre contemporáneo y de la crisis de confianza en la verdad de sus grandes relatos, el ojo de Rembrandt habita el espacio de un sujeto preocupado por el original perdido, ese totalmente Otro más allá de las ilusiones efímeras de la temporalidad.
¿Qué extraña razón e interés hace que un artista se retrate a lo largo de una vida, mientras una selfie o una imagen GPT representa con precisión y rapidez el rostro que deseamos ver?
Para entender lo que está pasando y vislumbrar lo que se anuncia, voy a citar un fragmento del libro “Más allá del malestar en la cultura”, de Yago Franco donde resume un concepto fundamental de Castoriadis, el de “avance de la insignificancia”. Y lo comenta de la siguiente manera:
“se ha producido una fuerte tendencia a la pérdida de sentido de la vida tanto colectiva como individual, efecto de la presencia casi excluyente de la significación imaginaria social del capitalismo. Esa significación compele a producir más, acumular más, ganar más, consumir más: su núcleo es el siempre más. Ha triunfado –hasta el momento- sobre su significación opuesta, la significación de la autonomía (…) Esto hace que entre en crisis sin el freno de su opuesto” (Franco, Biblos, 2011).
El avance de la insignificancia creo que es la respuesta a mi anterior pregunta. Ojalá esté muy equivocado.