Verano de 1930, Semmering, Alpes austríacos. Durante la tarde, paseando por los jardines de su residencia veraniega, con una palidez resaltada por las luces del atardecer, un fastidioso Sigmund Freud - a causa de las molestias que le ocasiona la mandíbula mecánica que utiliza a raíz de su enfermedad, y también por sus 70 años y sus pérdidas - le dice espontáneamente a George Sylvester Viereck: “La muerte es la pareja natural del amor. Juntos gobiernan el mundo. Ese es el mensaje que transmite mi libro Más allá del principio del placer. En sus orígenes el psicoanálisis asumía que el amor era lo más importante. En la actualidad sabemos que la muerte es igualmente importante”. [1]
Esto dice Freud, que unos años antes de Más allá… , en el final de El Yo y el Ello en 1923, había sostenido que temía haber subestimado el papel de Eros al ocuparse de Thánatos. Eros, que para él es a lo que la humanidad debe apostar para evitar su aniquilación, según le escribirá a Einstein en 1932. Se trata de no subestimar a ninguna de las dos pulsiones.
Eros y Thánatos: abrazados en una danza que necesita de ambos. Uno crea, el otro destruye. Se necesitan uno al otro: uno para crear sobre lo que el otro destruye, para reunir lo que está fragmentado y crear unidades más grandes y complejas, e inversamente, su oponente para destruir necesita que Eros cree, y disgregando, destruyendo, lo obliga a Eros a seguir reuniendo y creando. Tal vez Thánatos ignore que su victoria lo lleva a su desaparición. Que es una suerte de victoria pírrica. Nunca se enterará. Eros, tozudamente, crea sobre la destrucción, o, inicialmente, sobre el caos originario del ser, fabricando puentes, pasadizos, laberintos que harán equilibrio sobre el abismo.
Si Thánatos tiende a ignorar la alteridad, o a aniquilarla, y no necesita del otro para llevar a cabo su cometido, Eros, en cambio, no es sin el otro. En realidad: es el otro el que le da vida y es el otro el que señala los caminos mediante las limitaciones y desvíos a las que lo somete, apelando a la represión originaria, y alentando la sublimación. Estimulaciones y limitaciones retomadas creativamente por cada sujeto.
Decíamos que no bailan solos. Eros necesita de cierta dosis de Thánatos: para destruir y separarse de aquello que daña al Yo y hacer prevalecer el principio del placer. Utiliza a la pulsión de destrucción también en el duelo, o para instaurar diferencias con oponentes (reconocidos como otros); y también en el baile erótico que tiene lugar bajo las sábanas. Hace quince mil años en la caverna de Lascaux, alguien plasmó a Eros y a Thánatos abrazados, en la pintura del hombre con cabeza de pájaro y el pene erecto, mientras cae, tras haber abierto el vientre de un bisonte. Como si estuviera describiendo esa pintura rupestre, descubierta algunos años después, esa tarde de verano en Los Alpes Freud continúa diciéndole a su interlocutor: “Toda vida combina el deseo de supervivencia con un ambivalente deseo de aniquilación (…) El deseo de muerte y el de vida moran uno junto al otro en nuestro interior”. [2]
La desmezcla es otra cosa: Thánatos se libera de Eros. La pulsión de muerte ve así allanado su camino. Eros ya no consigue retenerla y ponerla a su servicio: o, tal vez, ceda a ese vital deseo de aniquilación – casi un oxímoron -.
El amor
Hay que amar para no enfermar: así se pronunciaba Freud, ya no esa tarde en los Alpes, sino unos años antes, en 1914. ¿Pero por qué? El amor como expresión de Eros implica un tope al narcisismo. Porque obliga al reconocimiento de que allí hay otro que Yo. Un objeto – idealizado al principio – que posee aquello que le falta al Yo. Luego la cuestión se complejizará. El otro no será tan perfecto luego de la fase del enamoramiento, pero seguirá poseyendo aquello que el Yo siente que no tiene. “El que ama pierde, por decirlo así, una parte de su narcisismo” dirá Freud también en 1914. También, y sobre todo, el amor al objeto es un freno a la pulsión de muerte. La introversión era para Freud la puerta de entrada a una casi segura neurosis. Poder volver a amar y a trabajar – es decir, catectizar los objetos y sublimar – serán los objetivos de la cura para Freud.
El amor: prototipo de las relaciones basadas en la simetría según Piera Aulagnier. ¿Qué quiere decir? Si hay simetría es porque hay reconocimiento de la alteridad, de que hay otro: se trata de las relaciones de objeto no narcisistas, en las que aparece el otro. El objeto de amor no es intercambiable, tiene singularidad, rasgos que lo diferencian, historia… Eros implica y es la prueba de la superación de la simple exterioridad de uno con el otro que impediría todo lazo: quiere decir que hay otro y que se lo catectiza, no son seres exteriores el uno al otro sin posibilidad de lazo, de intercambio y comunicación. Implica la posibilidad de identificación y al mismo tiempo de la diferencia. Semejantes y diferentes. Si para Freud en el amor al objeto, de lo que se trata, es de una elección de objeto no narcisista, Aulagnier matizará la cuestión: se trata de predominancias, ya que en el lazo amoroso hay tanto una satisfacción de libido objetal como narcisista.
El amor supone la tolerancia del cuestionamiento y de la opacidad que el otro nos presenta. Cada uno debe reconocerse y reconocer al otro como fuente de placer y sufrimiento privilegiado, pero – también - que ninguno es objeto exclusivo. Y debe haber reciprocidad. Poder tolerar que haya otros que causen placer o dolor, que no solamente ellos pueden producirlo. Para quienes tienen una lógica narcisista, esto es imposible, ya que suelen considerarse fuentes exclusivas de placer o displacer.
Ambos poderes – de placer y sufrimiento – explican la potencialidad de conflicto existente en todo lazo de amor, y la posibilidad de pasar del amor a la agresión (no al odio, que es otra problemática). El otro será así fuente de placer sexual y narcisista, y a veces de sufrimiento. Por supuesto que debe haber cierto equilibrio entre ambas para que se sostenga la catectización.
El amor es un acontecimiento
Lamentablemente desde Freud se impuso la idea de que todo encuentro es un re-encuentro, está marcado por la repetición. Se absolutizó algo que en realidad es una parte de todo encuentro. Es el neurótico el que hace de todo encuentro siempre un reencuentro, sin novedad.
En el plano del amor siempre puede estar presente la loca esperanza de encontrar alguien que nos complete (la media naranja), o sea, que sea parte de nosotros mismos, la parte que nos completa. Pero ocurre que el otro siempre nos descompleta, si es realmente otro, si es reconocido como tal. Así, el encuentro amoroso implica la creación de nuevos sentidos tejidos conjuntamente con el otro, una activación de afectos, representaciones, deseos y fantasmas inconscientes y preconscientes, y, al mismo tiempo, implica horadar en lo real, en eso que escapa a toda significación, y que empuja a la misma. Implica la creación de significaciones propias del lazo – de las que se desprenden afectos, actos, representaciones - un sentido que lo funda y que lo hace original, conteniendo contraseñas, guiños, tanto mediante la palabra como a través del cuerpo, inflexiones de voz, caricias, complicidades, sincronicidades inexplicables racionalmente. Algo se activa y se transmite de inconsciente a inconsciente. Y ocurre una alteración en los sujetos del lazo.
La persona amada hace conmover en el sujeto buena parte de las significaciones individuales, introduciendo una alteración en el ser de la psique. Y lo incognoscible del otro (que en buena medida lo es para el propio otro) empuja a un trabajo en cual la ternura se abre paso a través del amor, proporcionando uno de los destinos del placer. También contribuye a la construcción de un proyecto conjunto, de ideales que orientan la vida y devenir de los sujetos del lazo, al mismo tiempo que les otorga un placer narcisista. Y también arroja a un temor asordinado, pero siempre presente como amenaza: el de la pérdida. Así, el amor surge como un acontecimiento arrancado a lo real – creando realidad -. Esto implica, para Badiou, la superación del UNO (ligado al narcisismo) por el DOS.
El número del amor es el DOS – estamos de acuerdo con Badiou que su lógica lo rige – pero nunca cerrado sobre sí, ya que debe hacerse presente la limitación, que impide que la omnipotencia se haga soberana, produciendo una mortífera simbiosis. El sujeto en su estructuración debe pasar de una locura de uno (mónada psíquica – Castoriadis) a una de dos (la célula narcisista, madre bebé) pero a condición de una fugacidad de paso por las mismas determinada por la limitación ocasionada por la castración. Luego de este universo tan marcado por el narcisismo (lo UNO), advendrá la posibilidad del DOS.
Amor y capitalismo
Así, Eros tiene que ver con la presencia de la diferencia, el lazo de DOS, el predominio de lo no narcisista. El primer problema que hallamos es que esta es una sociedad que exalta el narcisismo, las elecciones narcisistas de objeto: es sabido que la sociedad puede favorecer determinado tipo de lazo social. Y de diferentes maneras. El empuje al consumo, el énfasis en la imagen y la apariencia, también la aceleración del tiempo y la exigencia de inmediatez, y sobre todo, el ideal de disfrute sin límites, acentúan una incertidumbre que se campea como sentimiento – de la mano de la crisis de las significaciones de lo femenino y lo masculino - y encuentra múltiples modos de representación. Se hace difícil que se produzca la defensa de la duración, la obstinación en la duración del lazo que tanto defiende Badiou.
Ciertamente, del ideal de amor sin sexo de principios de siglo XX, se pasó al del sexo sin amor a partir de la última parte del mismo: los sujetos reducidos a su cuerpo, a su savoir faire sobre el placer, reducidos a una parcialidad, como sostiene Badiou. El problema que no pensó Freud es que la genitalidad también puede devenir una parcialidad cuando es escotomizada del resto del sujeto. Y está claro que hay una gran presión cultural para que el goce sexual sea ubicado en un lugar de valor, formando parte de un intercambio más, como una transacción. Como suele decirse: se trata de intercambio de fluidos.
Podemos decir entonces, con Badiou (quien a su vez lo toma de Lacan), que el amor está en contra del capitalismo. Entendiendo que éste último favorece en su despliegue de lo ilimitado la presencia de Thánatos. Favorece así los fenómenos de descarga: satisfacción inmediata, y –como dijimos- sexualidad separada del amor (esa degradación de la vida erótica señalada por Freud). La descarga por la descarga misma es el fin primordial de la pulsión de muerte. Es cierto que Eros busca la descarga, pero mediante elaboraciones complejas que impiden que sea directa. La descarga es la búsqueda final de la pulsión de muerte: llegar a cero.
En un recodo del sendero del jardín, Freud le dice a su interlocutor: “Igual que una goma elástica tiene tendencia a recuperar su forma original, la materia viva, consciente o inconscientemente, anhela conseguir de nuevo la inercia total y absoluta de la existencia inorgánica”. [3] Eros, con su trabajo de objetalización, ligazón, complejidad, propone exactamente lo contrario. La persistencia, también la diversidad, la creación, el reconocimiento del otro: el apartamiento de una sociedad que necesita atrapar el deseo de los sujetos para el cumplimiento de sus ideales. Si el capitalismo se basa en el consumo, el amor lo hace en la donación recíproca: “Cuando soy más yo es cuando soy tú”. [4]
De todas maneras, y más allá del estado actual de la sociedad, sabemos que siempre hay algo imposible respecto de la reunión en la diferencia, y en sostener la diferencia sin anularla. Porque esto parte de lo siguiente: poder tolerarla en uno. Por eso decíamos en otro lugar (Abuso, sujeto y sociedad) que el reconocimiento de la alteridad comienza por el reconocimiento de aquello otro que hay en el sujeto, ese desgarro que lo enfrenta con su propia opacidad, y que en el origen de su estructuración lo lleva a ese radical rechazo, esa proyección que realiza la psique por no tolerar una diferencia al interior de sí, lo que desataría su autodestrucción, por lo que el odio es arrojado al exterior: allí nace el otro, lo que no es Yo, y se funda la ambivalencia en el lazo con el mismo. Con esto tiene que vérselas el lazo amoroso: por supuesto, no solamente ese tipo de lazo, pero en él la ambivalencia aparece con toda su intensidad.
Por otra parte,no debe perderse de vista que Eros puede manifestarse de los modos más diversos, dependiendo también de las modulaciones de cada sujeto – no del todo explicables - : así el amor podrá ser – como escribió Juan Filloy - “elocuente en algunos, tartamudo en otros”.
Entonces: cada lazo amoroso implica una ecuación muy compleja, que implica repetición y creación, libido narcisista y objetal, en medio de la tensión causada por la ambivalencia: Eros y Thánatos están presentes. Es un reencuentro, un encuentro, y un desencuentro siempre en ciernes.
La cura y el amor
Dijimos que para Freud recuperar la capacidad de trabajar y de amar era un claro objetivo del psicoanálisis, marcaba su final. Tan poco y tanto. En medio de tanta inflación teoricista que pretende matematizar hasta la cura (ideal que la torna en un mito, y que termina convirtiéndose en una exigencia de goce psicoanalítico: persistir en lo interminable), Freud habla desde casi una sencillez provinciana (si es que eso existe). No dice que alguien deba hacerse rico, o atravesar los meandros de algún fantasma, o acceder a cierta depresión hecha posición para acceder a la cura. Nada de eso. Trabajar y amar.
Hablamos ya del amor como ligazón al otro y freno a la descarga thanática. Ahora: que el trabajo (incluyendo el artístico y el intelectual) se aproxime lo más posible al juego, en el sentido de la alegría, el placer. Por supuesto que nos encontramos ante un atolladero al tomar estos dos indicadores de la cura en Freud, hoy. La capacidad de amar y de trabajar se encuentran escasamente favorecidas – cuando no imposibilitadas – por la sociedad actual y sus ideales. Al mismo tiempo ambos se convierten en una guía invalorable para la cura. Debiéramos aspirar a que las dificultades queden del lado de la ecuación personal del sujeto, y no a causa de una sociedad que impide, obstaculiza, la emergencia de Eros: malestar agregado, lo que está más allá del malestar en la cultura.
Sobre el final de su paseo por los jardines de su residencia, Freud le señala a su interlocutor: “Hay un proverbio ruso que reza: “Si rascas la superficie de un ruso, debajo aparece el tártaro”. Analice cualquier emoción humana, no importa lo alejada que parezca estar de la esfera del sexo, y con seguridad descubrirá en algún lado el impulso primario, al que la vida misma debe su perpetuación” [5]. En el origen, entonces, está Eros, el impulso primario, la pulsión originaria, aquella sobre la cual la madre debe insuflar su aliento para que cobre fuerza y vuele por sí misma. Lo hace a través de la ternura (Ulloa) que ya implica el reconocimiento de otro sujeto por venir, implicando la abdicación de su propio narcisismo, la castración materna, el desprendimiento y abandono de su deseo de maternidad para acceder a un deseo de hijo.
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Anochece. Mientras George Sylvester Viereck se aleja conmovido por el encuentro con Freud, éste lo mira desvanecerse en la obscuridad, y repite para sí aquellas cosas que durante la tarde le señalaron el sentido de su vida (a su interlocutor, pero sobre todo, a sí mismo) – ese sentido que él sabe muy bien que está asentado sobre la nada, sobre ese absurdo que la vida misma es -: el amor de y a su esposa, el amor por y de sus hijos, el placer que le otorgan sus flores, los encuentros con algunas personas a lo largo de su vida… y la pasión por su obra.
(*) Este texto es la continuación de Abuso, sujeto y sociedad cuya lectura previa se recomienda. También recomiendo la lectura de Devenir enamorado, de Liliana Palazzini, dada la consonancia entre ambos textos.
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