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2004-2012: El fantasma de la inseguridad o la inevitable convivencia en los escenarios urbanos
Por Bernardo Kononovich
brkononovich@fibertel.com.ar
 

Este trabajo fue escrito en junio del 2004 para las IX Jornadas de Psicodrama.
Planteaba entonces que, dada las características de la crisis que atravesaba nuestro país durante aquellos años,  existía un riesgo cierto de destrucción de las tramas subjetivas en la transmisión intergeneracional.

Fueron los primeros años posteriores al default y a la invasión del conurbano bonaerense sobre las calles capitalinas. El hambre y la pérdida del empleo se hicieron realidad en la disputa por la basura.

El fantasma de la inseguridad se extendía sobre las clases medias y altas que se sintieron vulneradas y dieron el sostén  para la construcción de la cruzada promovida por Bloomberg, entre otros y que concluyó responsabilizando a los menores de edad por una problemática indudablemente social-estructural.

Este trabajo fue leído el 26 de junio de 2004 en el panel “Escenas de desentramado social. Grupos y abordajes teórico-técnicos” en una mesa compartida con Eduardo Pavlovsky, Carlos Martínez Bouquet y Juan Severino.
Opté por no realizar modificación al texto original para que guarde la frescura con la cual pintaba a la Argentina de aquellos años aciagos.

Cuando uno de los redactores de El Psicoanalítico me invito a volver a publicar ese trabajo, coincidimos que a pesar del paso del tiempo y a pesar de las transformaciones  que se llevaron a cabo en nuestro país, el fantasma de la inseguridad persiste. Agazapado, socava los cimientos identitarios, conduciéndonos una y otra vez a la sensación de inermidad con la cual salimos a la vida.


"Escenas de desentramado social, grupos y abordajes teórico-técnico"  
IX Jornadas de Psicodrama, 26/6/04.

¿Dónde se tramaron los hilos que dieron sostén a nuestros sueños, a los sueños de los terapeutas de mi generación y a los de la generación que me antecede, mis maestros con los cuales comparto hoy esta mesa?

¿Cuándo se entramaron las redes sobre las que aprendimos a caer para evitar el vacío? Redes que nos permitieron revolcarnos en el conocimiento, rozando nuestros cuerpos para potenciar nuestra ansia de salir al mundo para cambiarlo.

Fueron hebras que venían del viejo mundo, de una Europa devastada por el odio y la vergüenza. Eran los hilos sutiles que nos  traía el Psicoanálisis para enseñarnos a reconocer las tramas del alma. Fue la suma de miles de inmigrantes que llegaron con ideas libertarias, el socialismo, la comuna, la revolución. Luego, el Psicodrama, romántico y pragmático al unísono, nos ayudaba a inaugurar el tiempo de lo grupal, el tiempo de intervenir en las instituciones y en la comunidad, el tiempo de la transversalidad.   

¿Fue esa la trama que nos sostuvo durante los años terribles, los años de los golpes de estado, de las persecuciones, de las matanzas?

¿Acaso fue por ese sostén que nos contuvo tantas veces ,  que logramos atravesar los  golpes de mercado, las hiperinflaciones, la desocupación generalizada y los corralitos sin abandonar la clínica, sin abandonar a nuestros pacientes?

Y yo me digo, a pesar de todo, hoy estamos aquí y aún nos queda la palabra para preguntar, para explorar y multiplicar escenas,  para pensar.

Pero cuál es el costo que debimos pagar para estar hoy aquí. ¿Quién salió indemne de lo que nos aconteció en estos últimos años y que aún nos sigue aconteciendo?

¿Cuáles son las secuelas y las marcas que se inscribieron en el cuerpo, en nuestro cuerpo?

¿Cómo somos hoy día, cómo son nuestros pacientes, cómo están sujetados a la vida?

Un día  descubrimos que nuestras ciudades de Argentina cobraron repentinamente la fisonomía de las grandes urbes de los países empobrecidos.

Despertamos un día para descubrir que esa trama, enhebrada durante tantos años, calibrada de generación en generación en sucesivos movimientos de entrega y transmisión, esa trama, estaba herida, que la rasgadura que la recorre quizás no admita más zurcidos, nunca más.

Hoy me siento convocado a abrir preguntas. No traigo respuestas ni tengo certidumbres.

Los que me conocen saben que mi mirada se parece a veces a una cámara que capta y procesa escenas. Quiero compartir con Uds., como un caldeamiento,  las escenas que se inscribieron en mí durante estos últimos años y que aún hoy siguen poblando nuestra mirada en la cotidianidad de nuestra vida.

Estas son las escenas que veo, con mis propios ojos y a través de los ojos de mis pacientes, escenas francamente perturbadoras que suscitan sentimientos ambivalentes. Puedo narrarlas sólo en primera persona, estoy detrás de mi cámara y al mismo tiempo en la escena que registro.


Escena con niños

Nunca me topé con tantos Kevin, Brian, Jessicas, Brendas y Melisas, venidos de José C. Paz, de Guernica, de Ciudad Evita, o de La Matanza. Niños y niñas  que se acercan a las ventanillas de los automóviles: “¿no me da  una monedita?”.

La mayoría accede a hablar, si uno les habla. Y si uno vence la barrera del pudor y pregunta, estos niños, Kevin, Brian, Brenda, Jessica y Melisa, cuentan. Que tienen papás, que también tienen hermanitos, que no siempre pueden volverse a José C. Paz o a Guernica y duermen en la calle, que cuando pueden van al colegio. Si uno, además de darle la monedita de 50 centavos, les dice algo amable, recibe una sonrisa.

Mi amigo me dice que él siempre da, aunque sabe que recolectan para algún adulto que merodea en la parada. Me dice que rechazar no es solamente negar la moneda, es quitarle al otro su estatuto de sujeto humano.   


Escena con adolescentes y jóvenes

Reconstruyamos otra escena con automóviles.
Cerramos las ventanillas, clac!; bajamos el seguro electrónico de la puerta, clac!; sacamos la cartera de la vista, clac! Tratamos de no detener la marcha, continuamos avanzando aún con semáforo en amarillo, clac!,  a veces en rojo clac!, clac!

Ocurre más de una vez que debemos parar, hay otro auto delante del nuestro, no hay escapatoria. En Buenos Aires, durante el día, aún se respetan los semáforos.

Entonces ellos vienen: clac, clac, levantan el parabrisas, clac, clac, pasan el borde esponjoso de una escobilla, clac!, chorrea sobre los vidrios un agua dudosamente enjabonada, clac! Decimos que no, que no, con gestos desesperados, con el índice que acusa, decimos que no, que no! Ellos se sonríen y continúan su faena. Son muchachones duros, que juegan pesado si se los ofende o se los maltrata. Saben que van a recibir una moneda, que fuimos atrapados en un semáforo que se demora en pasarse del rojo al verde.

Saben que estamos en la trampera y habrá que pagar un rescate. Luego te pasan el secador, clac! Y se pone uno enfrente tuyo y otro, con una sonrisa espera que la ventanilla baje, clac! Y la moneda se deslice entre sus manos, clac! clac! Gracias hermano, gracias a vos no soy chorro, me gano la vida laburando.


Escenas con viejitos, tullidos, simuladores, y otros

¿Cuántos viejitos y viejitas indigentes pueblan las calles? ¿Cuántos tullidos, mancos, rengos, paralíticos, amputados de piernas, cuadripléjicos transportados en todo tipo de sillas de ruedas, silletas con ruedas de triciclos, a
babuchas?, ¿Cuántos moran en las esquinas? ¿Cuántos recién operados hay que necesitan retornar a Monte Grande, cuántas recién asaltados puede haber que dicen  necesitar un boleto de colectivo a San Vicente?
¿Cuántos malabaristas puede producir un país?
Miles, decenas de miles.


Un arito que cae de la oreja de una mujer. ¿Soy una buena persona?

Escenario: la calle
Protagonista 1: yo mismo saliendo de mi casa
Protagonista 2: la señora del arito con su perrito.

Comentario preliminar: se trata de una escena entre “buena gente”, alterada tal vez, por los acontecimientos de dominio público. Gente que se habituó, por decirlo de alguna manera, a la presencia no deseada de los habitantes del conurbano bonaerense, temibles personajes construidos por la ficción de los noticieros de televisión como los pobladores del mítico Fuerte Apache y de la misteriosa Ciudad Oculta.

Cuando anochece sobre la ciudad, bajan en bandadas los “sucios, malos y feos”, se deslizan con sus máquinas de guerra, carritos de supermercados, y se distribuyen disciplinadamente sobre las calles de aquellos barrios que consumen y que producen basura, que comen bien y desechan restos nutritivos, que leen el periódico y se desprenden de ese papel y que tiran los cartones de las cajas, cajas de electrodomésticos, cajas de vino, verdaderos tesoros para el mercado del cirujeo.

Bajan en familias, cada cual tiene asignada una cuadra, abren las bolsas, remueven el contenido, clasifican, reordenan, y así a la otra bolsa y a la otra. No piden limosna, están trabajando.

Desde entonces, la calle no es la misma, por lo menos aquellas calles por las que transita la buena gente, tan buena como aquella otra, las de las grandes capitales del mundo, Londres, París, Madrid o Berlín.

Ya no, Buenos Aires no. De pronto despertamos en Caracas, La Paz, Lima o San Pablo, territorios de contrastes, el bienestar económico y la miseria se miran cara a cara.

Y uno hubiera querido que ese mundo siguiera sosteniéndose como antes, separado, nosotros aquí, ellos del otro lado. Pero no, noche a noche, vuelven y se llevan en silencio nuestros restos.

Retomemos la escena que protagonizamos la dama del arito y una buena persona, que vengo a ser yo...bueno, eso era lo que creía entonces.
Es un lunes de noviembre del 2002. Salgo de mi casa, son casi las 8 de la mañana  y me dirijo a mi consultorio. Camino unos pasos y veo venir hacia mí una señora llevando a su perrito. Escena normal que de no haber sucedido el episodio del arito, la hubiera olvidado a los pocos segundos.

Sucedió que cuando nos cruzábamos noté que algo diminuto se desprendía del lóbulo de su oreja izquierda y caía al suelo. Ocurrió en un segundo, como un flash. Mientras cavilaba sobre lo que debía hacer, la señora del perrito se alejaba, ignorante de su pérdida.

Volví sobre mis pasos, me agaché curioso y recogí al pequeño arito caído. Era una graciosa perlita sostenida en un crisol de oro, 18kilates.
¡Señora, señora! Grité deseoso de realizar una buena acción.
¡Señora, señora! Repetí subiendo el volumen de voz, pensando que se trataba de una dificultad auditiva. Pero ella no se detenía ni se volvía para averiguar quién la estaba llamando y para qué.

¡Señora, el arito, el arito! Grité nuevamente, pensando que cuando escuchara lo del arito se iría a dar vuelta y con una sonrisa agradecería el gesto, etc, etc, pero no. Hasta tuve la sensación que comenzaba a apurar sus pasos, me pareció que tironeaba de la correa del perrito impidiéndole que se demore olfateando orines y excrementos.

Era evidente que esa señora estaba asustada, que desconfiaba temiendo ser asaltada. Pero yo, que soy una buena persona, no iba a permitir que ese malentendido no fuera aclarado. Seguramente no me miró cuando nos cruzamos. Si me hubiera mirado, estaría ahora respondiendo prestamente a mi llamado. Es que yo tengo un rostro de buena persona, bueno, creo que lo soy. Ocurre que no sólo hay que ser sino parecerlo.

Con mi mejor cara, con una sonrisa en mis labios, comencé a correr, blandiendo el arito y gritando, con voz calculadamente tranquilizadora: ¡señora, señora, el arito!

Pero ella comenzó a apurar el paso, y estaba claro que huía convencida de que era objeto de una celada. Pero yo, sabiendo que escapaba de mí, de mí, que tengo una mirada clara y que no soy capaz de asustar a nadie, corrí más rápido aún. Y cuando estuvo a mi alcance, y pude decirle, muy cerca de ella ¡señora! Se dio vuelta, me lanzó una mirada de desesperación, como diciendo, ¡si lo va a hacer, hágalo rápido!

¡Señora, se le cayó el arito, su arito!
¡No, no, gracias, no es mío! Me dio nuevamente la espalda y  siguió caminando como si con esa respuesta se hubiera desembarazado de un poseído por el demonio.

Yo me quedé con el arito colgando entre los dedos y tuve la sensación que algo se había roto entre la gente.

Durante toda esa semana anduve cuidándome de mi imagen, descubrí el recelo en los ojos de gente que se cruzaba a mis pasos, más de uno sentía la necesidad de darse vuelta para observarme si caminaba durante varias veredas detrás de él. A la noche me miraba al espejo y me decía que si aún pareciendo ser una buena persona despertaba temor y desconfianza, ¿qué sentirán los que componen la legión de los sucios, feos y malos?


Jugar al juego de las palabras que no quieren decir siempre las mismas cosas

Marzo de 2002.
Parece el acontecer de una sesión imposible.
Propongo un juego.
Anotemos en un papel las frases más dolorosas de  hoy y construyamos un poema.
Ahí va:

Cerrojos que encierran,
cortinas metálicas que se bajan,
puertas que impiden,
botones que traban,
adminículos que paralizan,
aparatos de visualización nocturna que detectan,
dispositivos electrónicos de vigilancia que bloquean,
barreras que alejan,
vallados que circundan los espacios públicos.  

Les digo que las palabras, como las escenas y los actos, pueden por razones siempre complejas, cambiar el lugar que tienen establecido en la trama de la escritura y subvertir el campo de las significaciones.

El corrimiento de una coma puede provocar una increíble inversión de roles.
Propongo el juego de repetir lo escrito cambiando, tan solo,  el lugar de la coma.
Ahí va:

Cerrojos que encierran cortinas metálicas que se bajan,
puertas que impiden botones que traban,
adminículos que paralizan aparatos de visualización nocturna,
que detectan dispositivos electrónicos de vigilancia,
que bloquean barreras,
Que alejan vallados que circundan los espacios públicos.


 
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