Presentaci�n
A partir del enfoque de los estudios interdisciplinarios de Género, articulado con una perspectiva psicoanalítica, se realiza una lectura crítica que comienza con los trabajos psicoanalíticos tempranos y llega hasta nuestro tiempo. Los desarrollos teóricos del psicoanálisis, así como los recursos terapéuticos, sólo pueden ser comprendidos si se los sitúa en su entorno cultural. Las culturas occidentales urbanas han transitado desde una ideología que censuró la sexualidad, en especial la femenina, hacia formas de regulación social que no se basan en la censura, sino en la incitación del erotismo transformado en mercancía. En ese contexto, se exponen algunas consideraciones sobre la posición del analista en la actualidad.
Los comienzos
Para pensar en el nexo que existe entre la moral sexual contemporánea y la moral sexual psicoanalítica implícita en las prácticas profesionales, la referencia obligada es un artículo escrito por Freud en 1908, denominado “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”. Allí, el creador del psicoanálisis articuló de modo significativo los padecimientos subjetivos que observaba, con las regulaciones culturales vigentes acerca de la sexualidad. Con ese propósito, tomó como referencia un concepto elaborado por un filósofo de la época, Christian von Ehrenfels, quien transformó en objeto de análisis algo por todos conocido pero hasta ese momento naturalizado, y por lo tanto invisible. Ehrenfels puso de manifiesto que existía una doble moral sexual cultural: un conjunto de prescripciones y prohibiciones que no eran universales, sino que diferían según se refirieran a los varones o a las mujeres. Mientras que a ellas se les exigía castidad prematrimonial y fidelidad conyugal, ellos estaban autorizados para transgredir el imperativo monogámico manifiesto, iniciándose sexualmente en su juventud con mujeres prostituidas, y manteniendo relaciones extra conyugales con mujeres degradadas moralmente, cuya condición cultural había sido transformada en condición erótica. Freud consideró que las regulaciones vigentes para las mujeres eran muy difíciles de cumplir, y las hizo responsables de buena parte del padecimiento neurótico que advertía entre las mismas. Anticipó la actual perspectiva de los estudios de Género sobre la psicopatología (Burin et. al, 1990; Meler, 1996; Meler, 2012), estableciendo una distinción estructural que seguía los carriles de la diferencia sexual cultural: perversión para los varones; neurosis para las mujeres. Los sujetos masculinos, habituados a transgredir los códigos oficiales que estaban destinados a los subordinados, eran, y hoy siguen siendo, expertos en engaños naturalizados y hasta festejados por la fratría viril. La fidelidad prometida al suscribir el contrato conyugal no era respetada por los varones que habían construido una masculinidad hegemónica (Connell, 1996), y la honestidad en los arreglos económicos también era, y sigue siendo burlada, para cimentar una prosperidad que se ha transformado en ideal social. Por eso, tal como Freud expresó, en un mismo hogar era posible encontrar una hermana educada y refinada, aunque neurótica, junto con un hermano saludable, pero perverso.
A esta caracterización de la psicopatología, diferenciada según el género, el creador del psicoanálisis agregó una evaluación acerca de las relaciones familiares de su época. La dependencia erótica femenina, basada en la inexperiencia y en la subordinación, era, según pensó, un expediente destinado a sostener la monogamia. Sin embargo, el encuentro entre las mujeres inhibidas en su deseo erótico y los varones estimulados para desplegarlo con mujeres denigradas, auguraba ser desdichado. Por lo tanto, el objetivo consistente en promover la unidad familiar se veía socavado desde su base.
En este planteo freudiano, la salud mental y la equidad entre los géneros iban de la mano. A través de su relato, es posible detectar la existencia de ideales éticos implícitos. Podríamos sintetizarlos así: la libertad sexual y una mayor paridad entre varones y mujeres, eran los principios que promoverían una vida mejor, con mayor bienestar social y subjetivo.
Lamentablemente, Freud claudicó respecto de ese rumbo, que lo habría conducido hacia una articulación firme entre subjetividad y cultura, alejándolo de los errores biologistas y endogenistas en los que su discurso naufragó a menudo en los años subsiguientes. Ya en 1918, en “El tabú de la virginidad”, sostuvo que la servidumbre erótica, un término que tomó de von Kraft Ebbing, era frecuente entre las mujeres que habían sido iniciadas sexualmente por un esposo al que permanecerían fieles de por vida. Impedidas de comparar, tenderían a idealizar a su iniciador sexual y a depender de su criterio en todos los órdenes de la existencia. Esa condición de dependencia sólo se advertía entre los varones que habían superado una impotencia en relación con una mujer determinada, o sea, en varones poco viriles. La “hörigkeit” o servidumbre erótica femenina, era necesaria para sostener la monogamia, pensó Freud en ese momento, ya alejado de planteos revolucionarios, y transformado en un pilar del orden vigente. A esto seguiría, en obras posteriores, un proceso de naturalización de las diferencias sexuales y una consideración misógina de la sexualidad femenina y la feminidad, que he analizado en otras publicaciones (Meler, 2013) y que también ha sido expuesta en su contexto histórico por una pensadora chilena (Errázuriz Vidal, 2012).
La moral ¿sexual? psicoanalítica en el siglo XX
Marie Langer (1980), una destacada psicoanalista austríaca que desarrolló buena parte de su labor en Buenos Aires, tuvo la lucidez de caracterizar los ideales que estuvieron vigentes en el psicoanálisis vernáculo a mediados del siglo pasado como “estilo hipomaníaco”. Buen sexo y abundante dinero constituyeron la traducción porteña de la propuesta freudiana acerca de “amar y trabajar” como criterios de salud mental. Si recordamos esa tendencia, veremos que el individualismo hedonista e insolidario que caracteriza a la corriente cultural predominante en el área capitalista, no surgió de la noche a la mañana sino que se fue gestando con lentitud. Nadie mejor que una psicoanalista que se caracterizó por su compromiso político con los ideales igualitaristas, para poner de manifiesto el proyecto adaptativo respecto del orden cultural vigente que permeó el trabajo de muchos de sus colegas en esos tiempos. La institución de la terapia psicoanalítica como una práctica profesional prestigiosa y lucrativa, fue creando un sector social deseoso de insertarse en el contexto establecido, y poco motivado para cuestionarlo. El estudio de una subjetividad concebida de modo insular, desgajada de su contexto social/histórico, sólo reconoció como factores determinantes al empuje pulsional entendido como una exigencia endógena que el cuerpo plantea al psiquismo, y admitió, de modo exclusivo, la eficacia psíquica de los vínculos primarios. Tal opción teórica no fue inocente. Según esa perspectiva, cada sujeto emerge del encuentro entre sus disposiciones congénitas y sus avatares biográficos, y es mediante un trabajo individual, realizado con la asistencia de un experto, que será posible lograr un estado psíquico saludable. La salud psíquica así obtenida, se expresaría en relaciones familiares estables y en la prosperidad económica.
Si parece que he producido un deslizamiento desde un análisis de la moral sexual hacia el ámbito más amplio de la moral social, debo aclarar que considero que existen nexos íntimos entre las regulaciones sobre la sexualidad y las que se establecen sobre otros aspectos de la existencia. Estos vínculos están lejos de ser lineales, y corresponde en cada caso, hacer visibles los derroteros específicos por los que circulan.
Podemos considerar que la moral sexual psicoanalítica recorrió un camino que inició combatiendo la doble moral victoriana, hacia una mayor paridad, donde las mujeres fueron incluidas de modo paulatino en el derecho a buscar un disfrute erótico siempre elusivo. En ese aspecto Freud y Foucault han coincidido: mientras que Freud expuso que debía existir alguna dificultad intrínseca en lo pulsional para hallar una satisfacción plena, Foucault (1980) nos obsequió con una de sus frases irónicas. “Para mañana el buen sexo”. Pero esta dificultad que puede atribuirse entre otros factores, a las fijaciones libidinales acontecidas durante la infancia en el vínculo con los objetos primarios, es compartida por ambos géneros. El problema que hoy enfrentamos, en las culturas urbanas de la Modernidad tardía y por lo tanto, en el psicoanálisis contemporáneo, es que el modelo androcéntrico no ha sido superado. Simplemente, las chicas han sido admitidas, si son lo bastante listas, en el Club de Toby, o sea, en la fratría masculina, a cuyos códigos mafiosos intentan adaptarse con escaso éxito.
Todo vale
Existe consenso en caracterizar a nuestros tiempos como amorales. En su última obra, Ricardo Rodulfo (2013) expresa que una percepción compartida en la actualidad, es que “Cualquiera puede hacer cualquier cosa”. Ahora bien, sabemos que la moral oficial implica un doble código: la letra grande y visible está destinada a los sujetos subordinados, entre los que se cuentan las mujeres. La letra pequeña, que los incautos no descifran, establece de modo implícito las transgresiones aceptadas, toleradas y hasta estimuladas en los poderosos. No todos los varones han acumulado poder, pero como colectivo social todavía detentan un poder simbólico y económico mayor que aquél al que han accedido sus compañeras. Por lo mismo, un varón masculino sabe cómo sobornar a la autoridad constituida, hacer negocios, evadir impuestos y engañar a las mujeres. Estas transgresiones no están desacreditadas; por el contrario, aunque no sean legales se consideran legítimas al interior de la homosocialidad masculina. Esta percepción acerca del doble código moral, habilitada por Freud para desmentirla más adelante, torna inaceptable la postura freudiana acerca del Super Yo femenino, al que atribuye cierto carácter deficitario, mientras que reserva para los varones la capacidad de someterse a los grandes imperativos que rigen la existencia cultural. Como expuse anteriormente (Meler 2000 y 2013) el Super Yo masculino se caracteriza por su duplicidad, y la moral vigente está lejos de ser aplicada por todos.
En la actualidad los valores tradicionales que regían de modo subrepticio a la masculinidad social han salido de la clandestinidad, y se exhiben de un modo impune, ya que han adquirido una pretensión de universalidad. Esta universalización no es irrestricta: sólo las mujeres que aspiran a un desarrollo laboral autónomo y al despliegue de una carrera, ya sea empresarial o profesional, pueden y deben masculinizar su subjetividad como para competir en el duro mundo de los negocios. Las esposas que dependen de sus cónyuges de modo total o parcial, aún constituyen un reservorio de ingenuidad valorativa, pero la inestabilidad de las familias contemporáneas puede arrojarlas sin aviso previo a una condición de mayor autonomía. Aunque no la hayan elegido, deberán aprender nuevos códigos, si desean sobrevivir y sostener a sus hijos, cuando los tienen.
¿Cuál será la postura ética adecuada para los psicoanalistas que asistimos a los sujetos contemporáneos? ¿Cómo adoptar una distancia crítica con respecto a las tendencias sociales hegemónicas? ¿De qué modo evitar hacernos eco de arreglos perversos, pero al mismo tiempo, ayudar a nuestros analizados/as para comprender los códigos de los espacios institucionales en cuyo interior deben desempeñarse? Estos son algunos de los desafíos que hoy enfrenta nuestra práctica, arrinconada entre la opción de transformarnos en asesores estratégicos para la lucha competitiva, o refugiarnos en discursos perimidos que resultarán desacreditados.
El caso de las mujeres jóvenes es de particular interés y presenta dificultades y desafíos específicos. Algunas de ellas, que han sido subjetivadas de modos clásicamente femeninos, se sienten fascinadas ante la posibilidad de asumir liderazgos, desarrollar un pensamiento estratégico, competir y eventualmente, triunfar. Pero estos objetivos entran en contradicción con los valores feminizados tradicionales, consistentes en el cuidado de los otros vulnerables, y plantean incompatibilidades con un proyecto de maternidad y familia. En estos casos se requiere una atención muy fina para detectar el deseo que está en juego, evitando caer presas del ideal maternal moderno, pero sin precipitarnos en una mimesis postmoderna de la masculinidad hegemónica. La posibilidad de decidir si se desea o no ser madre es un logro liberador para las mujeres, pero no debe ser confundida con la opción de hierro que enfrentan en algunos ámbitos laborales entre vida familiar o carrera laboral. Se requiere crear de modo conjunto condiciones de trabajo menos alienantes, que sean compatibles con la vida privada y el desarrollo de relaciones de intimidad. Esta es una tarea colectiva, y no puede ser privatizada.
Habrá que establecer un intercambio entre la cultura masculinizada, que ha cultivado la competencia, el antagonismo y la defensa de los derechos individuales por sobre la solidaridad con el semejante, y la sub cultura feminizada que asignó a las mujeres la tarea de crear en el ámbito familiar un clima emocional que hiciera posible sobrevivir a la difícil lucha por la existencia. Advenir a una moral universal constituiría un logro cultural considerable. No corresponde a los psicoanalistas como tales, liderar esta empresa, pero sí podemos aportar conocimientos acerca de los efectos subjetivos de las regulaciones paradójicas instituidas. Hemos aprendido que las paradojas no explicitadas son patógenas, y desde este saber es que podemos aportar para la construcción colectiva de una moral sexual, laboral, económica y política que supere los criterios convencionales y genere nuevos pactos normativos, acordes con criterios éticos más amplios que incluyan a todos.
|
Bibliografía |
|
Burin, Mabel, Moncarz, Esther y Velázquez, Susana: (1990) El malestar de las mujeres. La tranquilidad recetada, Buenos Aires, Paidós.
Connell, Robert: (1996) Masculinities, Cambridge, Polity Press.
Errázuriz Vidal, Pilar: (2012) Misoginia romántica, psicoanálisis y subjetividad femenina, Prensas Universitarias de Zaragoza.
Foucault, Michel: (1980) Historia de la sexualidad, Tomo I, La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI:
Freud, Sigmund: (1908) “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”
------------: (1918) “El tabú de la virginidad”, en O.C.; Buenos Aires, Amorrortu, 1980.
Langer, Guinsberg, Del Palacio: (1980) Memoria, Historia y Diálogo Psicoanalítico, México. Folios Ediciones.
Meler, Irene: (1996) “Psicoanálisis y Género. Notas para una psicopatología”, en Género, Psicoanálisis, Subjetividad, de Burin, M. y Dio Bleichmar, E., Buenos Aires, Paidós.
---------: (2000) “Creación cultural y masculinidad” en Varones. Género y subjetividad masculina, de Burin, M. y Meler, I.; Buenos Aires, Paidós.
---------: (2012) “Las relaciones de género. Su impacto en la salud mental de mujeres y varones”, en La crisis del patriarcado, de César Hazaki, (compilador), Buenos Aires Topía.
----------: (2013) Recomenzar. Amor y poder después del divorcio, Buenos Aires, Paidós.
Rodulfo, Ricardo: (2013) Andamios del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós. |
|
|