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Un ballo in maschera, 1983. George Tooker.
Un ballo in maschera, 1983. George Tooker.
Imagen obtenida de: http://kemperartmuseum.wustl.edu/collection/explore/
artwork/1858
Prehistoria del amor (*)
Selección Héctor J. Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
 

Al comenzar estas reflexiones señalé las afinidades entre erotismo y poesía: el primero es una metáfora de la sexualidad, la segunda una erotización del lenguaje.  La relación entre amor y poesía no es menos sino más íntima. Primero la poesía lírica y después la novela –que es poesía a su manera- han sido constantes vehículos del sentimiento amoroso. Lo que nos han dicho los poetas, los dramaturgos y los novelistas sobre el amor no es menos precioso y profundo que las meditaciones de los filósofos. Y con frecuencia es más cierto, más conforme a la realidad humana y psicológica.

Los amantes platónicos, tal como los describe El Banquete, son escasos; no lo son las emociones que, en unas cuantas líneas, traza Safo al contemplar una persona amada:

Igual parece a los eternos dioses
Quien logra verse frente a ti sentado:
¡Feliz si goza tu palabra suave,
Suave tu risa!

A mí en el pecho el corazón se oprime
Sólo en mirarte: ni la voz acierta
De mi garganta a prorrumpir; y rota
Calla la lengua.

Fuego sutil dentro mi cuerpo todo
Presto discurre: los inciertos ojos
Vagan sin rumbo, los oídos hacen
Ronco zumbido.

Cúbrome toda de sudor helado:
Pálida quedo cual marchita hierba
Parezco muerta.

No es fácil encontrar en la poesía griega poemas que posean ésta concentrada intensidad,  pero abundan composiciones con asuntos semejantes al de la poetisa, salvo que no son lésbicos. (En esto Safo también fue excepcional: el homosexualismo femenino, al contrario del masculino, apenas aparece en la literatura griega)

Las fronteras entre erotismo y amor son movedizas; sin embargo, no me parece arriesgado afirmar que la gran mayoría de los poemas griegos son más eróticos que amorosos. Esto también es aplicable a la Antología latina. Algunos de esos breves poemas son inolvidables: los de Meleagro, varios atribuidos a Platón, algunos a Filodemo y, ya en el período bizantino, los de Paulo el Silenciario. En todos ellos vemos – y sobre todo oímos – al amante en sus diversos estados de ánimo – el deseo, el goce, la decepción, los celos, la dicha efímera – pero nunca al otro o a la otra ni a sus sentimientos y emociones. Tampoco hay diálogos de amor – en el sentido de Shakespeare y de Lope de Vega – en el teatro griego. Egisto y Clitemnestra están unidos por el crimen, no por el amor: son cómplices, no amantes; la pasión solitaria devora a Fedra y los celos a Medea. Para encontrar prefiguraciones  y premoniciones de lo que sería el amor entre nosotros hay que ir a Alejandría y a Roma. El amor nace en la gran ciudad.

El primer gran poema del amor es obra de Teócrito: La hechicera.  Fue escrito en el primer cuarto del siglo III a.C. y hoy, más de dos mil años después, leído en traducciones que por buenas que sean no dejan de ser traducciones, conserva intacta su carga pasional. El poema es un largo monólogo de Simetha, amante abandonada de Delfis. Comienza con una invocación a la luna en sus tres manifestaciones: Artemisa, Selene y Hécate, la Terrible. Sigue la entrecortada relación de Simetha, que da órdenes a su sirvienta para que ejecute esta o aquella parte del rito negro al que ambas se entregan. Cada uno de esos sortilegios está marcado por un punzante estribillo: pájaro mágico, devuélveme a mi amante, tráela a mi casa. Mientras la criada esparce en el suelo un poco de harina quemada, Simetha dice: “son los huesos de Delfis”. Al quemar una rama de laurel, que chisporrotea y se disipa sin dejar apenas ceniza, condena al infiel: “que así se incendie su carne…”. Después de ofrecer tres libaciones a  Hécate, arroja al fuego una franja del manto que ha olvidado Delfis en su casa y prorrumpe: “¿por qué, Eros cruel, te has pegado a mi carne como una sanguijuela?, ¿por qué chupas mi sangre negra?”.

Al terminar su conjuro, Simetha le pide a su acólita que esparza unas yerbas en el umbral de Delfis y escupa sobre ellas diciendo: machaco sus huesos”.  Mientras Simetha recita sus sortilegios, se le escapan confesiones y quejas: está poseída  por el deseo, y el fuego que enciende para quemar a su amante es el fuego en que ella misma se quema. Rencor y amor, todo junto: Delfis la desfloró y la abandonó, pero ella no puede vivir sin ese hombre deseado y aborrecido. Es la primera vez que en la literatura aparece –y descrito con tal violencia y energía- uno de los grandes misterios humanos: la mezcla inextricable de odio y amor, despecho y deseo. El furor amoroso de Simetha parece inspirado por Pan, el dios sexual de pezuñas de macho cabrío, cuya carrera hace temblar al bosque y cuyo hálito sacude los follajes y provoca el delirio de las hembras. Sexualidad pura. Pero  una vez cumplido el rito, Simetha se calma como, bajo la influencia de la luna, se calma el oleaje y se aquieta el viento en la arboleda. Entonces se confía a Selene como a una madre. Su historia es simple… Pasan días y días de fiebre e insomnio. Simetha consulta con magos y brujas, como ahora consultamos a los psiquiatras y, como nosotros, sin resultado alguno. Sufre

                                            …la dolencia
                                             de amor, que no se cura
                                             sino con la presencia y la figura.

 

 

[*] Fragmento del libro La llama doble (Amor y erotismo) de Octavio Paz. Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona 1997.


 
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