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Pieter Brueghel, detalle de El combate entre don Carnal y doña Cuaresma (1559)
Pieter Brueghel, detalle de El combate entre don Carnal y doña Cuaresma (1559)
Imagen obtenida de: http://www.famous-painters.org/B-Painters/Pieter-Bruegel-the-Elder-paintings/11-The-Fight-between-Carnival-and-Lent-Pieter-Bruegel-the-Elder-painting.html
Elaborar la finitud
Por Juan Manuel Otero Barrigón
Psicólogo. Profesor adjunto en la Cátedra de “Psicología de la Religión” de la Universidad del Salvador.
Coordinador de la Red de Estudios Religare: http://redreligarebsas.wix.com/redreligarebsas
jmobarrigon@gmail.com
 

Todos vamos a morir. Esa es una verdad, al menos todavía hoy, incuestionable. Ha valido tanto para nuestros parientes lejanos, los Ardipithecus ramidus que habitaron la tierra hace más de cuatro millones de años, como para nosotros hoy. Pensar la muerte, y sobre todo la propia, supone el intento de situarnos en los límites últimos de nuestra capacidad de autorepresentación. La muerte es ese ejercicio intransferible y definitivo de la vida para la cual no hay ensayos ni segundas oportunidades. No obstante, como señalara Freud, se sabe de la muerte, pero al mismo tiempo se la desconoce. Nadie puede terminar de concebir la muerte propia, ya que, al hacerlo, sobrevivimos, siempre, como observadores externos. El psicoanálisis enseña que nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, que se conduce como si fuese inmortal. La muerte se admite y se desmiente, ya que, para conocerla, debe estarse en ella, debe ser atravesada, ser, paradójicamente “vivida…”, sin embargo, al “vivirla”, ya es demasiado tarde para aprender sobre su realidad, para conceptualizarla, y para transmitir el resultado de dicha experiencia a los demás.


Morir como arte

En su ensayo “Historia de la muerte en Occidente”, Phillipe Aries traza una serie de diferencias entre las habituales formas de morir en Occidente hasta el siglo XIX y las contemporáneas: el pasaje de ser una experiencia “doméstica”, familiar, en casa, con duelo público y con el moribundo atravesando los rituales aceptados y la muerte siendo recibida en paz; hasta nuestro pavor actual frente a todo lo que a ella evoque. La sociedad que habitamos le da la espalda a la muerte. Es la época de la muerte tabú, que hoy ha concentrado en gran medida la otrora potencia que exhibían otros tabúes, como el del sexo. Frente a la negativización de la muerte, Aries expresa: “Hoy es la dignidad de la muerte lo que plantea problemas. Esa dignidad exige ante todo que sea reconocida, no ya sólo como un estado real sino como un acontecimiento esencial, que no está permitido escamotear”.

Dice Heidegger que por nacimiento estamos arrojados a la muerte, que “somos para la muerte”. La muerte es, para el Dasein, una inminencia constante. La posibilidad más posible. Si somos “seres-ahí-en-el-mundo”, lanzados al futuro, la muerte, entonces, es constitutiva al Dasein. La clausura de toda otra posibilidad. Asumirla es la clave para una vida auténtica. Conocida es la relación del neurótico obsesivo con la muerte; el obsesivo evita comprometerse con su deseo a partir del anhelo y la espera de la muerte del Amo. Recién cuando este muera, él podrá empezar a vivir. Su posición le impide, a su vez, asumir y reconocer su “ser-para-la-muerte”. Su devenir es postergación constante, barrera frente a toda plenitud de la vida.

En 1926, José Ortega y Gasset escribía lo siguiente para el diario La Nación: “Yo no creo que en la vida humana haya problemas absolutos. Lo único que es absoluto es la muerte y por lo mismo no es un problema, sino una fatalidad” [1]. “Fatalidad”, entendida de acuerdo a su significado más literal, en tanto inevitable. Y lo inevitable impone la aceptación de sus consecuencias, aunque en el decurso del tiempo dichas consecuencias puedan experimentar algunas variaciones. Al fin y al cabo, afortunadamente, la expectativa de vida hoy no es la misma que la de hace cien años atrás. 

Del lado contrario a nuestro mundo occidental, ciertas culturas como la hindú y la tibetana entienden la importancia de elaborar la muerte propia, haciendo de esta experiencia cumbre un motivo de reflexión y trabajo personal. Desprovista del tabú que sobre ella pesa en nuestra cultura, la muerte es vista como un estimulante para la vida. Una bella canción de George Harrison (Art of Dying), con reminiscencias espirituales hindúes, y editada en su álbum “All Things Must Pass”, refleja esto: “Nada en esta vida que haya estado tratando puede igualar o superar el arte de morir”. Es la concepción de la muerte como arte ineludible, como arte que se nos impone, como proceso consciente a elaborar. ¡Qué alejado a esto el terror cultivado por gran parte de la cultura occidental contemporánea en torno a la muerte: tantas veces negada, tantas veces ignorada, tantas veces forcluida!


La vejez, antesala natural a la otra orilla

Diferentes estudios revelan que el principal conflicto durante el envejecimiento no está tan vinculado con la cercanía a la muerte en sí misma sino con las pérdidas, tanto de capacidades físicas como de las personas cercanas y de los roles sociales asumidos. Concebir entonces el envejecimiento como un proceso de adaptación frente a estas pérdidas, supone asumirlo como un camino de duelo, que remite inevitablemente a la evaluación de la propia vida, de sus éxitos, sus fracasos, sus deseos y sus imposibilidades. Del resultado de dicha evaluación se desprenderá lo que Erik Erickson entendía como el par “Integridad-Desesperación”. Si este proceso de evaluación se supera con éxito será la posibilidad de acceso a un sentido vital renovado, dotando de significado al camino recorrido y asumiendo la cercanía de la muerte con tranquilidad y aceptación. Por el contrario, si la crisis que supone dicho proceso de repaso vital no se supera, lo que emergerá es el sentimiento de haber desperdiciado las oportunidades que nos ofreció la vida, con el consiguiente remordimiento, sentimiento de culpa, y desesperanza.

Lamentablemente, en la gran mayoría de nuestras sociedades industriales urbanas, envejecer suele llevar implícita la connotación de ser un proceso decadente y muchas veces doloroso para quien lo atraviesa, sumado a la noción de “carga” añadida que muchas veces parece suponer para los demás. La desconsideración de la vejez y su etiquetamiento como “problema” habla mucho de nuestros valores y de nuestros conceptos (amén de la entronización del “ser joven” como valor supremo), dado que, entre otras cosas, en su rechazo está presente también la negación que instrumentamos para defendernos de nuestro destino último.

Aunque nadie sabe el momento exacto de su muerte, el “aún no” con el cual nos consolamos durante el transcurso de la vida frente a la inevitabilidad de este acontecimiento, comienza a perder su fuerza y efectividad durante el transcurso de la vejez. Es, por lo general, en esta etapa de la vida donde la muerte adquiere mayor significado y proximidad. Sin embargo, lejos esto de implicar una actitud derrotista, debería suponer la asunción consciente de esa instancia definitiva que, a todos, sin excepciones, nos espera. En un maravilloso y esencial libro titulado “Elogio de la vejez”, Herman Hesse se expresa a propósito de la responsabilidad inherente a dicha etapa: “Un anciano que odia y teme a la vejez, que odia los cabellos blancos y la cercanía de la muerte, no es un digno representante del estadio de su vida, como tampoco lo es un hombre joven y vigoroso que odia su vocación y trabajo diario y busca escapar a los mismos(…)” “(…) para cumplir como anciano su destino y estar a la altura de su tarea, hay que ponerse de acuerdo con la vejez y con todo lo que comporta, hay que decirle sí. Sin ese sí, sin la entrega cuanto la naturaleza nos reclama, perdemos el valor y el sentido de nuestros días y estafamos a la vida” [2].

Quizás si revisáramos nuestras concepciones culturales sobre la muerte y meditáramos sobre ella con mayor frecuencia y serenidad, quizás, y solo quizás, podríamos comenzar a modificar nuestras percepciones también sobre la ancianidad, pudiendo, como consecuencia de ello, cuidar más y mejor a nuestros viejos.


El miedo a la muerte

En ocasiones, la realidad de la muerte como posibilidad desencadena cogniciones, temores e inhibiciones que pueden configurar verdaderos cuadros sintomáticos constelados en torno a dicha situación límite. En épocas del imperio de la estandarización e híper clasificación de los “trastornos mentales” se habla, por ejemplo, de tanatofobia, el miedo irracional a la muerte.

Es la muerte, quizás la única verdad absoluta, como espera intolerable, que invade pensamientos, y que termina inhibiendo todo impulso vital. 

Ahora bien, si la desaparición, al menos física, es el horizonte seguro de todo ser hablante, entonces la muerte se presenta como algo que debe intentar ser comprendido y aceptado para poder afrontar dicho destino con la mayor sabiduría y templanza posibles.
Para quien a instancias de un credo religioso sostiene la existencia en otra vida después de esta, la muerte no es el fin definitivo, ya que su creencia les posibilitaría incorporar la idea de la muerte a sus vidas. Este mecanismo, útil en los casos de vivencia religiosa saludable, sin embargo, no siempre supone que la muerte pierda su fuerza amenazante, de hecho, muchas veces ocurre lo contrario. Muchos creyentes afirman temerle a la muerte y a lo que tras ella podría acaecerle a aquello que de uno persista, y distintos estudios muestran que la vivencia religiosa de gran parte de los creyentes es ciertamente más infantil, emocional y mágica que elaborada y madura.

La asunción de la realidad de nuestra muerte, amén de cualquier creencia personal que pudiéramos sostener, demandará siempre, para ser auténtica, su aceptación dentro de sus límites estrictamente humanos.

En sintonía con esto, el filósofo griego Epicuro, en su Carta a Meneceo, propuso quizás una de las más elevadas y tranquilizadoras reflexiones en torno a la muerte y al miedo que esta infunde. Escribió lo siguiente: “(…) Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que todo bien y todo mal están en la sensación, y la muerte es pérdida de sensación. Por ello, el recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace amable la mortalidad de la vida, no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque suprime el anhelo de inmortalidad. Nada hay terrible en la vida para quien está realmente persuadido de que tampoco se encuentra nada terrible en el no vivir. De manera que es un necio el que dice que teme la muerte, no porque haga sufrir al presentarse, sino porque hace sufrir en su espera: en efecto, lo que no inquieta cuando se presenta es absurdo que nos haga sufrir en su espera. Así pues, el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos. No existe, pues, ni para los vivos ni para los muertos, pues para aquellos todavía no es, y éstos ya no son. Pero la gente huye de la muerte como del mayor de los males, y la reclama otras veces como descanso de los males de su vida (…)[3].

La necesidad de elaborar los duelos que atravesamos en nuestro recorrido vital, es la posibilidad de acceso a una vida más íntegra y dotada de sentido a cada paso. La pérdida que nos significa la muerte, experiencia límite que tantas veces preferimos ignorar, nos pone frente a frente tal vez, con el duelo por antonomasia. Límite máximo, frontera infranqueable. Y pese a todo, tarea por asumir. Quizás, al fin de cuentas, como decía entre sonrisas un paciente ya entrado en años: “¡Morir no es para tanto, che…!”

 
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Notas
 
[1] Citado en Pepe, Rodríguez. Morir es nada. Ediciones B, Barcelona, 2002.
[2] Hesse, Hermann. Elogio de la vejez. Editorial El Aléph, Barcelona, 2011.
[3] Fragmento tomado de http://mercaba.org/Filosofia/HT/diego%20reina/Escuelas%20helenisticas/epicuro_meneceo.htm
 
Bibliografía
 
Ariès, Philippe. Historia de la muerte en Occidente. Acantilado, Barcelona, 2000.
vineta Epicuro. Carta a Meneceo. Disponible en: http://mercaba.org/Filosofia/HT/diego%20reina/Escuelas%20helenisticas/epicuro_meneceo.htm
vineta Erickson, Erik. El ciclo vital completado. Paidós Ibérica, Barcelona, 2000.
vineta Heidegger, Martín. Ser y Tiempo. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2010.
vineta Hesse, Hermann. Elogio de la vejez. Editorial El Aléph, Barcelona, 2011
vineta Rodríguez, Pepe. Morir es nada. Ediciones B,Barcelona, 2002
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