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How the Queen Guinevere made her a nun, 1893-94. Aubrey V. Beardsley (1872-1898) Imagen obtenida de: https://es.pinterest.com/pin/484559241129395174/
Sobre lobos con piel de oveja…
Por Juan Manuel Otero Barrigón
Psicólogo. Profesor en la cátedra de “Psicología de la Religión” (Universidad del Salvador). Coordinador de la Red de Estudios Religare
jmobarrigon@gmail.com
 

Pensar psicodinámicamente las perversiones ha resultado, para muchos, una tarea compleja. Esto, debido a la impresión de tratarse de un tema con mayor incumbencia para médicos psiquiatras o forenses, que para partidarios de una psicología profunda. No obstante, no se le puede reprochar a  Freud que no haya considerado el asunto, dado que ya desde sus Tres ensayos publicados en 1905, disponemos de un bagaje de conocimientos muy amplios sobre la vida sexual y sus variedades. En su época, además, estaba de moda el estudio de las perversiones, algo que demuestra la publicación de las obras de Kraff Ebbing (1893) y de Havelock Ellis (1897). Quizás, como aventuró alguna vez Mauricio Abadi (1977), dicha dificultad resida en el hecho de que las perversiones han sufrido la misma mala prensa que tuvo el sexo, asumiendo el papel de chivo emisario de todo el rechazo que el hombre – y especialmente el hombre de aquella época – sentía por la sexualidad.

Por otra parte, siempre se ha insistido como propio de la perversión su carácter transgresor respecto a la ley. El psicoanálisis ha mostrado que tanto esta, como la autoridad y la prohibición, se revelan para el perverso como pura convención de fachada. Sin embargo, la falta de especificación en este sentido, derivó en que en repetidas ocasiones se terminara confundiendo a la perversión con las psicopatías, cuando se trata en realidad de categorías que provienen de campos referenciales diferentes. La perversión desde el psicoanálisis, y la psicopatía, fundamentalmente, de la clasificación del DSM y de una profusa historia en la ciencia médica psiquiátrica.

Un estudio clásico en la materia, fue el publicado en 1923 por Hans Sachs, “Génesis de las perversiones”, donde intentaba explicar su mecanismo, postulando, muy resumidamente, la presencia de un yo débil que, incapaz de lidiar éxitosamente con todas las pulsiones, y para fortalecerse y poder lograrlo, haría suya una fantasía cargada por una pulsión parcial, otorgándole el acceso a la motilidad. Dicho enfoque encuadraba así en la idea de “pulsiones del ello cuya intensa y fuerte exigencia de alguna manera somete y doblega al yo”. Miradas alternativas propusieron luego que la fuerza que se revela en la conducta del perverso surge, no de su sometimiento al ello, sino al superyó, hablando siempre en términos de instancias. La huida por angustia de castración ante un comportamiento genital, desembocaría en su sustitución por otro, más aceptable desde el punto de vista de su superyó, y de naturaleza pregenital e infantil.

La perversión es, junto con la neurosis y la psicosis, una de las tres estructuras psíquicas inconscientes en las cuales el ser humano puede establecerse como sujeto del discurso y como agente de su acto. Como señala Andre Serge (1999), “la existencia de las perversiones plantea, con una evidente provocación, una cuestión que apunta a la esencia misma de la sociedad humana. En efecto, sólo los neuróticos forman sociedad: el síntoma neurótico no es sólo un sufrimiento singular, sino también la matriz del lazo que reúne a los hombres alrededor de unas reglas comunes. Por eso en Moisés y el monoteísmo, Freud no vacila en tratar la religión (y especialmente la religión cristiana) como el síntoma por excelencia. Los perversos abordan el lazo social por otra vía: micro-sociedades de amos, amistosas, redes fundadas sobre una especie de pactos o de contratos que hoy en día no han sido todavía verdaderamente estudiados, pero en las que se puede subrayar que lo que aparece en la base del lazo es el fantasma y no el síntoma, y que la exigencia de singularidad prevalece siempre sobre la de comunidad y se opone a cualquier idea de universalidad”.

Ahora bien, y sin postergar la importancia de las reflexiones que el psicoanálisis aportó en relación al tema y sus esfuerzos por correr el estudio de las perversiones de la esfera de la moral y del poder punitivo, a la cual durante tanto tiempo el término había estado ligado, nos referiremos a un tipo particular de personalidad perversa, que usualmente tiende a refugiarse en variado tipo de instituciones. Hablamos, concretamente del perverso pederasta, esos lobos con piel de oveja. Con tal fin, nos centraremos aquí, puntualmente, en los pederastas que actúan en el interior de distintas instituciones religiosas, como ha venido quedado al descubierto a lo largo del último tiempo.

Sabido es, por la divulgación mediática de casos de abuso en los últimos años, que los aspectos más graves de la perversión de la experiencia religiosa se encuentran en personalidades que suelen gozar de cierto prestigio  social y/o en su grupo de referencia, magnificando así las dimensiones del escándalo toda vez que saltan a la luz.  La perversión se expresa aquí en la utilización que el sujeto hace de otras personas para obtener de ellas un beneficio personal. Si la sexualidad infantil, decía Freud, es perversa: entonces en este estadio queda anclado el pedófilo. Para este, es el “cuerpo” del niño lo que vale, en tanto puro objeto de goce mortífero, que no considera su condición de sujeto. En casos graves, el perverso puede llegar a considerar que su acción es bienhechora. Valga aquí el ejemplo de aquel gurú argentino, emulador del Sai Baba hindú, y que fuera condenado por abuso sexual a menores, para quien, de acuerdo a los testimonios trascendidos, la ocasión del abuso ayudaba a sus discípulos a llegar más rápido a la “iluminación”. El psicoanalista Paul Claude Racamier los llamaría perversos narcisistas. Lo más incomprensible se expresa cuando el perverso niega haber cometido la acción que se le endilga, pudiendo advertirse una disociación tan masiva que él mismo desmiente lo que ha hecho, o está tan insensibilizado en la dimensión concreta, que no valora moralmente el daño que ha cometido. Su pulsión de dominio es más fuerte, incontrolable.

Tal como señala Jordi Font (1999), la organización narcisista de la perversión intenta crear un compromiso en el cual se someta la parte sana del yo a la parte destructiva, a cambio de ofrecer placer y una aparente tranquilidad. Todo, en aras de evitar las ansiedades catastróficas que podrían conducir al malestar psíquico intolerable.

Dado el mecanismo de desmentida, fundador del inconsciente en la estructura perversa, el perverso se revela, cuando es inteligente, como un argumentador y retórico temible, habilísimo para manipular el valor de la verdad del discurso que enuncia.  Su universo subjetivo se encuentra disociado en dos lugares y discursos cuya contradicción no impide su coexistencia. Por un lado, la escena pública, por el otro, la escena privada. La primera, lugar en el que las leyes, los usos, las costumbres y las convenciones sociales son respetados y defendidos con celo aguerrido. La segunda, por el contrario, lugar de la verdad escondida, del secreto compartido con la madre, que desmiente la precedente.

La experiencia religiosa puede ser vivida por personalidades perversas, más allá de la evidente contradicción que hay entre lo que significa una religiosidad plena y sana y las conductas perversas de la persona que expresa su religiosidad con actuaciones en sintonía con dicha psicopatología, rayanas muchas veces con lo criminal.

Desde una perspectiva junguiana, el poder ejercido por el perverso supone una manifestación de la Sombra como sadismo, y quien lo ejerce, convierte en objeto a sus víctimas, tratándolas como objetos de su deseo y su control. La amenaza del ofensor irrumpe, tras lo cual lo cual, el victimario retrocede a una apariencia cotidiana para mostrarse protector y dispensador de todo cuidado, algo que desconcierta aún más a la víctima. La investidura paterna que con frecuencia exhibe el perverso en el interior de instituciones religiosas sume a su víctima en una situación de perplejidad estresante, perpetuando su indefensión.

Si, como sugería Jung, “la sombra sólo resulta peligrosa cuando no le prestamos la debida atención...", su desconocimiento puede derivar en el avasallamiento de los derechos del semejante, agravándose la situación cuando la víctima se encuentra al cuidado de su victimario.

Por otra parte, comúnmente aflora en el debate la supuesta relación entre las normas celibatarias de algunas organizaciones religiosas con los episodios de abuso sexual deshonesto. Si bien es cierto que contextos religiosos de fuerte inhibición sexual, cuando van de la mano de un pobre desarrollo emocional de sus miembros, son dables de impulsar vías distorsionadas de descarga pulsional, las estadísticas indican que la mayor prevalencia de abusos a menores ocurren en contextos intrafamiliares, en circunstancias en las cuales el individuo no estaría impedido de vivir libremente su sexualidad. Resulta, por ello, sumamente desacertado establecer una relación directa entre el celibato con los casos de pederastia, como algunos han pretendido sugerir. Así y todo, es sabido que aquellas profesiones que se desarrollan en contacto con menores de edad, suelen ser comúnmente elegidas por el pederasta, y que, desafortunadamente, algunas instituciones religiosas han solido actuar de elemento protector de sus ministros, llevando al pederasta a considerar más conveniente caer en manos del tribunal religioso que del tribunal civil. Los impulsos pedófilos suelen aparecer en la adolescencia y en los primeros años de juventud, por lo cual, cuando uno inicia su formación como ministro religioso, ya suele albergar estos estímulos. En estos casos puntuales, el celibato puede complicar aún más la situación, ya que dicha norma disciplinar no posibilita una salida diferente a las necesidades sexuales del pedófilo, agudizando su estrés psicológico con consecuencias lamentables. Esto no implica, como podemos ver, que la norma celibataria “per sé” sea causa de abusos por parte de ministros religiosos. Sino por el contrario, en ocasiones, un factor agravante y/o disparador, en personalidades psicoafectivamente inmaduras y patológicamente predispuestas. Según algunos estudios, entre los religiosos existe la misma proporción de heterosexuales, homosexuales y pedófilos "que entre la población general". Trabajos como el del académico e investigador Philip Jenkins en su libro “Pedofilia y sacerdocio” (2001) también han provisto conclusiones en este mismo sentido. Por otra parte, desde el estallido de los casos de abuso a menores por parte de sacerdotes católicos, distintos episcopados en todo el mundo decidieron incorporar exámenes psicológicos a aquellos sacerdotes que vayan a desarrollar su ministerio en contacto con menores. Esta es una medida positiva y necesaria, atendiendo a la multidimensionalidad que nos constituye como seres humanos, y a partir de la cual toda religiosidad que aspire a su plenitud necesita ser vehiculizada mediante un adecuado desarrollo psicoemocional. Finalmente, el clima de secreto y el aislacionismo ideológico inherente a algunas organizaciones religiosas, también es un factor que puede contribuir a perpetuar situaciones de abuso con el paso del tiempo. Algo que puede verse reflejado en los numerosos casos de abuso que, en los últimos años, trascendieron mediáticamente involucrando a ciertos grupos con características sectarias.

Al momento de escribir estas líneas, los medios de comunicación difunden la amarga noticia de abusos ocurridos en un instituto religioso mendocino. De los murmullos invisibles de tiempos pasados, a la actual y cada vez más notoria exposición pública de este tipo de casos, la necesidad de diferenciar psicopatología de actos delictivos se nos impone siempre como fundamental, en aras de proteger los derechos de los más vulnerables.

Si bien no hay que confundir el registro de la atracción sexual con el del crimen sexual, lo cual supone distinguir la pedofilia de la pederastia (este último término en referencia a aquel que no sólo desea, sino que además concreta el abuso de menores), cualquier pedófilo podría, dadas las circunstancias, pasar al acto, constituyéndose así en personalidad de riesgo. La posibilidad de lo aberrante, por tanto, late ahí, no pudiendo por ello disociarse lo psicodinámico de sus posibles implicaciones sociales y comunitarias.



 
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Bibliografía
 
Abadi, M & Kury, J. (1977). A propósito del tema perversiones. Revista Imago. Número 5, 6-13.
Dvoskin, Hugo. (2005). Poder y perversión…y obediencia. Imago Agenda. Recuperado de: http://www.imagoagenda.com
Font, Jordi. Religión, psicopatología y salud mental. Editorial Paidós, Barcelona, 1999.
Garriga, J & De Benito, E. (2010). ¿Es insano el celibato? Diario El País. Recuperado de: http://www.elpais.com/
Peisajovich, Mónica. (2011). Abuso sexual infantil y pedofilia. Imago Agenda. Recuperado de: http://www.imagoagenda.com
Sachs, Hans. (1923). Sobre la génesis de las perversiones. En Revista Imago. Número 5, 14-23.
André, Serge. La significación de la pedofilia. Conferencia en Lausanne, 8 de Junio de 1999. Traducción: Guillermo Rubio.
Vaccaro, Sonia. Sombra y violencia familiar. Ponencia realizada en el  6to simposio de Pensamiento Junguiano, 22 de Septiembre de 2001. Recuperado de: http://www.fundacion-jung.com.ar
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