La muerte está presente en la vida, así como la vida misma puede estarlo en la muerte. Tal es la apuesta del autor. Un cineasta, atravesado por el dolor de la muerte de su mejor amigo, escribe y proyecta su película y hace -así- su duelo al crear, mientras revive amorosamente sus recuerdos.
La prosa cuidada y poética de Claudel da nuevamente en el blanco. “Nosotros, los vivos, estamos habitados por los rumores de nuestros fantasmas.” (…) Continuar con la propia existencia cuando los rostros y las presencias se borran a nuestro alrededor supone redefinir constantemente un orden que el caos de la muerte desbarata en cada fase del juego. Vivir consiste, en cierto modo, en saber sobrevivir y recomponer.”
El narrador ha visitado la isla indonesia de Célebes y ha quedado capturado por el rito funerario dedicado a los bebés, quienes son depositados dentro del tronco de un árbol que al cerrar su corteza, envuelve el cuerpo y, al crecer, eleva a los niños hacia el cielo. En este rito él encuentra una clave, que despliega a lo largo de la novela, al dar cuenta del modo en que elabora la muerte del amigo. “El remordimiento, el tiempo, la muerte, el recuerdo no son más que las diferentes máscaras de una experiencia para la que el idioma no tiene nombre, (…)”. Es en ese devenir que se entrelazan muerte y vida, seguramente tramadas con el amor de la amistad y los amores de pareja que lo acompañan.
Excelente novela breve, contundente, reveladora de la fragilidad y de la fuerza que proviene de saberse mortal y, a la vez, de apostar a vivir como con la vida por delante. De nuevo, el autor de La nieta del señor Lihn, Almas grises, Aromas y El informe de Brodeck se asoma con valentía a temas muy duros y hace con ellos poesía. Se lo agradecemos.
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