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Transbordo Imaginario
Por Marcelo Luis Cao
marceloluiscao@gmail.com
 

El criterio utilizado para contextualizar al sujeto que consulta dentro de una serie de marcos de vinculación que quedan sucesivamente incluidos en otros de mayor amplitud (amistades, pareja, familia, inserción institucional, nivel socioeconómico de origen, nivel socioeconómico actual, nivel de instrucción, etc.), se encuentra siempre presente cuando abordamos su situación vital, más allá de la condición etárea que califica a la persona. No obstante, este criterio adquiere mayor relevancia en el caso de los adolescentes donde la agitada presencia de dichos marcos de vinculación se hace mucho más ostensible.

De este modo, la incógnita que encierra esta ecuación puede quedar despejada si consideramos a la adolescencia como el caldo de cultivo donde fermentan las cuestiones ligadas a las instancias ideales y al proyecto identificatorio. Se trata, tal como he venido planteando, del momento vital donde se interrogan, se cuestionan y finalmente se resignifican los datos estibados durante la niñez para comprender y aprehender la compleja dinámica del mundo adulto.

No obstante, esta resignificación y apropiación se va a configurar sobre la base de la incorporación de un conjunto de nuevos datos, aquellos que son necesarios para definir la elección de los lugares desde los cuales el adolescente pueda incorporarse y participar en dicho mundo. Participación que ya no se efectuará sólo desde la fantasía, sino desde los imperiosos condicionamientos que la realidad social, política y económica imponga en ese preciso momento histórico sobre el medio cultural.

Por tanto, al abordar la perspectiva biológica, el primer contexto desde donde se intentó colegir el fenómeno adolescente, vimos que se lo presentaba como un estadio normal del desarrollo al que ningún sujeto podía eludir voluntariamente. De esta suerte, la adolescencia quedaba, posicionada unívocamente en el emplazamiento de una categoría de carácter evolutivo. El psicoanálisis, por su parte, cuando intenta la intelección de este indiscutible fenómeno psicosocial retoma el andarivel biológico, pero dándole desde el sesgo diferencial que su teorización instituye una nueva significación. En primera instancia, su atención se focaliza en la reaparición de la pulsión sexual (la cual se había mantenido hibernada durante el período de latencia), en el cuerpo de un sujeto que ahora sí es capaz de satisfacerla genitalmente con el objeto deseado/prohibido, pero cuya situación mental aún no ha abandonado, o lo ha hecho parcialmente, el territorio de la niñez.

Este nuevo desfasaje (ya que la sexualidad, tal como lo planteara Freud, llega para las posibilidades del sujeto primero demasiado temprano y luego demasiado tarde), reflotará algunos de los restos hundidos en el naufragio del Complejo de Edipo impulsando una reedición del mismo dentro de un contexto poblado de renovados peligros y facilitaciones. Por ende, el giro que pueda producirse en la tramitación del reeditado complejo permitirá el acceso a otro nivel de elaboración, siempre y cuando las condiciones internas del sujeto logren una combinación propicia con las variables de los contextos familiar, institucional y social. Sin embargo, la adolescencia, debemos recordarlo una vez más, es tierra fértil para el despliegue de lo contestatario, de lo panfletario y de lo utópico con toda la pasión que genera el huracán hormonal, pero también con la pregunta generatriz acerca de los lugares tanto posibles como imposibles de ocupar en ese misterioso y atemorizante teatro que es la sociedad de los mayores.

La perspectiva psicoanalítica, por lo tanto, no se ciñe únicamente a la búsqueda de una nueva identidad para ese traje prestado que es el cuerpo pospuberal, sino que también dirige su atención hacia el sufrimiento que conlleva la resignación de los lugares perdidos de la historia infantil y hacia la entrada como sujeto semiautónomo al corpus social adulto. Este escorzo orienta el rumbo hacia la idea de que las vicisitudes que atraviesan y sobrellevan los adolescentes tienen la finalidad no siempre explícita ni conciente de obtener un primer lugar de anclaje dentro del imaginario social de la cultura a la que pertenezcan. No obstante, esta situación cuenta con el agravante de que a las dificultades inherentes a este proceso de apropiación deba agregarse que, en todos los casos, este lugar se encuentra bajo la tutela, cuando no bajo el título de propiedad, de los adultos.

Consecuentemente, la obtención de este primer lugar en el mundo de los mayores adquiere, por lo visto, la geometría de un primer peldaño. Este cumplirá la función de apoyo y transporte para proseguir, posteriormente y sin solución de continuidad, asumiendo posicionamientos posibles y reconocidos en el universo adulto. Posicionamientos subjetivos concomitantes con el campo de los ideales del sujeto y de la cultura en la que se halle inmerso, los cuales deberán resultar finalmente tributarios de la inagotable construcción yoica de una dimensión de futuro.

Por otra parte, el acceso al imaginario social de una cultura permite apropiarse de sus emblemas, adscribir a una identidad por pertenencia, ocupar lugares permitidos y asignados en pos de un proyecto identificatorio que además de impregnar de futuro al yo, pilar sobre el que se asienta el devenir psíquico del sujeto, garantiza la inclusión del sujeto en dicha cultura.

Este movimiento de acceso a los espacios que prescribe la cultura, como acaba de ser descrito, queda indisociablemente ligado al despliegue en el registro intersubjetivo de las potencialidades que el sujeto porta. Por lo que su impedimento absoluto generará situaciones teñidas de una calidad trágica que podrán marcarse, desde la vertiente social, en la forma de la inadaptación o del rechazo categórico de las pautas culturales, con sus correlatos de marginación y violencia. O bien, desde un derrotero singular, con la activación de procesos neuróticos (inhibiciones, fobias, desórdenes narcisistas, etc.), o psicóticos (hebefrénicos, derrumbe del falso self, etc.). Estos procesos están, desde ya, sobredeterminados por la historia infantil del sujeto, que no es más que la historia del encuentro significativo con los otros del vínculo (en este caso con los otros originarios), pero que eclosionan en el crítico instante de salida de la niñez.

De este modo, será en torno al abordaje de los lugares a ocupar en una determinada cultura que se habrá de desplegar la temática del estatuto virtual de la adolescencia. Esto se debe a que los adolescentes son sujetos que, además, de vivir las vicisitudes de sus respectivos reposicionamientos identificatorios, se encuentran por definición haciendo un transbordo imaginario entre las estaciones de la niñez y la adultez. Ya han dejado de ser niños, pero todavía no son adultos. Poseen ciertas prerrogativas, pero aún no han podido apropiarse de la totalidad (de la que será, en todo caso y según la posición que ocupen, su propia totalidad), de los emblemas y de los derechos societarios. Por esta razón, los jóvenes se encuentran en una situación virtual, ya que pueden y a la vez no pueden. Necesitan todavía mantenerse enlazados de manera dependiente a los adultos y simultáneamente, repudio mediante, aspiran a manejar con decisiones propias cierto recorte de sus vidas en forma autónoma. Recorte del que, por la razón o por la fuerza, comienzan a participar. En este sentido, su situación es, por cierto, compleja, contradictoria y ambigua.

El topos adolescente queda, de esta manera, establecido como un lugar ajeno, alienado. No sólo el cuerpo con sus mutaciones no es vivido como propio sino que los lugares a insertarse tampoco lo son, pertenecen a los adultos que al igual que la sociedad y la cultura los preceden en el tiempo. Estos lugares, por lo tanto, sólo pueden vislumbrarse en perspectiva. Se presentan como un horizonte al que hay que arribar aunque, justamente, el camino no se encuentra despejado. Por el contrario, está cubierto por los densos nubarrones de la posibilidad de fracaso, los cuales consecuentemente se ciernen amenazantes debido a las grandes exigencias que sazonan este proceso.

En este sentido, la iniciación ritual, aquella escena puntual y fundante en la historia de los sujetos pertenecientes a ciertas comunidades que habitaron el planeta en un tiempo pretérito, o bien, que se quedaron fuera del círculo áulico del desarrollo industrial, era un pequeño puente que unía las orillas de la niñez y de la vida adulta, bajo su sombra pasaba un río oscuro y sin nombre. En cambio, en nuestra sociedad y en nuestro tiempo dichas orillas están separadas por un océano a cruzar, las más de las veces en embarcaciones yoicas demasiado frágiles. El periplo adolescente visto desde esta perspectiva se torna peligroso, de duración incierta y no siempre con final feliz.

El transbordo entre las orillas se hace en un clima de tensiones, miedos, angustias y amenazas que tiñe agresivamente la vinculación entre los adultos y los adolescentes. Los primeros temen que la llegada de aquellos que consideran como advenedizos les haga perder el lugar conseguido años ha y que, de esta manera, se vean empujados prematuramente al avistamiento de la próxima y última estación de su trayecto vital, la de la senectud. Los segundos temen ser víctimas del fracaso por la inseguridad que los inunda a la hora de jugar una partida muy deseada, siendo concientes o no, de que no cuentan aún con todos los recursos necesarios.

Así pues, el temor de los adultos a la pérdida de sus preciados lugares se ve reforzado por una situación bifronte. En primer término, entran en conflicto con, o mejor dicho, contra los jóvenes. Es que a partir de sus movimientos estos desatan inevitablemente una contienda por los lugares, los ideales y los valores establecidos. En segundo término, el conflicto revierte sobre ellos mismos, ya que en su tránsito estos jóvenes los espejan con los adolescentes que ellos mismos fueron, o bien, que quisieron y no pudieron ser. De este modo, su psiquismo genera, con o sin conciencia, una multitud de comparaciones apreciativas cuyo foco se centra en las limitaciones que en su momento padecieron y que posiblemente, a manera de un sintomático arrastre, aún sigan padeciendo.

Por lo tanto, la premisa de que el tránsito adolescente es un tiempo de preparación que los jóvenes deben cursar, en tanto representa un proceso de crisis, ruptura y superación que debe manejarse de acuerdo a los criterios adultos, se convierte muchas veces en un obstáculo insalvable. La mayor o menor velocidad con la que los jóvenes atraviesen este espacio-tiempo para luego quedar habilitados en la operatoria de la realidad dependerá, entre otras causales, de cuán promisorio se presente el futuro en un contexto personal, familiar, institucional, socioeconómico, histórico y político dado. Sin embargo, en muchas oportunidades los adultos se escudan en esta condición estructural de la adolescencia para postergar la entrega de la posta generacional, difiriendo así un desplazamiento que a pesar de estar incluido en los planes societarios es vivido de manera aniquilante. (1)

Al quedar planteada como una encrucijada, esta situación gesta una dinámica de colisión entre las generaciones, una pugna que fue bautizada con el nombre de enfrentamiento generacional. Una de las consecuencias de esta bulliciosa batahola es la creación de un espacio que se construye como una formación de compromiso entre los deseos y las defensas de los bandos contendientes, pero que en todos los casos adquiere un formato transicional. La constitución de este espacio, que denomino imaginario adolescente, funcionará como marco generador de una cultura propia que denotará con su pertenencia la identidad de quienes lo habiten y, a su vez, les permitirá el despliegue creativo dentro de un campo de pruebas que se habrá de mantener a cierto resguardo de la intromisión adulta.

Este espacio imaginario-simbólico que nuclea a los sujetos que atraviesan esta ecuación vital se convierte en una estación de transbordo (a la manera de un aeropuerto donde deben esperar el avión que enlace los destinos que articula esta escala). Configurado, de esta suerte, como un no-lugar (Augé, M. 1995), como un lugar inexistente, como un utopos, el imaginario adolescente se reviste de la virtualidad que caracteriza al transitorio juego de imágenes con el que se ensamblan los espejismos. De la misma forma, por ejemplo, que cuando estos se configuran a la manera de un oasis y mantienen al viajero del desierto firme en su voluntad, o bien, en su desesperación de perseverar en su camino hacia un lugar que instantáneamente se habrá de evaporar en cuanto logre conquistar su ilusoria materialidad.

Esta virtualidad, este dominio de la imagen, esta tierra de nadie decorada como parque de diversiones en que se constituye la adolescencia determina que el transbordo imaginario se acometa tanto en el registro intrasubjetivo como en el intersubjetivo, ya que la virtualidad de los lugares a ocupar (virtuales en tanto no se ocupen, o bien, mientras dure la preparación para ocuparlos), no se dirime y resuelve solamente en el plano de la fantasía intrapsíquica sino también en el plano de los intercambios con los otros del vínculo. Es que con su mayor o menor permeabilidad ayudarán o dificultarán un proceso de singularización que, a su vez, se encuentra sostenido en el registro transubjetivo por la red tejida por el entramado cultural.

Arribamos así al campo paradojal que caracteriza a la adolescencia: la búsqueda de lugares que se conquistan a fuerza de padecer cantidades variables de sufrimiento por la vía de aventar triunfalmente obstáculos e inseguridades sólo por un tiempo. O en su defecto, por la caída en estrepitosos fracasos, con la promesa no siempre cumplida de una nueva oportunidad. Estas vicisitudes promueven que los pasajeros de esta transición se sientan validados en la posesión lícita y merecida de esos lugares solamente ante la mirada complacida de los otros del vínculo y del murmullo aprobatorio de la sociedad.

No obstante, la paradoja se instala en el momento en que estos lugares son definitivamente conquistados, ya que de esta forma comienzan a perder parte del revestimiento libidinal con el que habían sido pincelados, el mismo que los había vuelto tan atractivos. Es que en el camino que lleva a la ansiada meta de obtener el pasaporte para entrar por derecho propio al mundo de los adultos, el sujeto fue extraviando paulatinamente la condición que lo mantenía fuera de dicho mundo. La gran transición construida con varias miríadas de pequeños pasos termina por desensibilizar la llegada del último, invitando incluso a asomarse a la pequeña decepción que desliza la pregunta acerca de si valió la pena tanta lucha, o bien, tanto sufrimiento para llegar hasta allí.

Finalmente, esta ecuación vital llega a su culminante resolución cuando el sujeto ya dejó atrás su adolecer. El espejismo se disuelve, a la sazón, en un fluido nostálgico que acompaña de por vida al sujeto y que se tramita ininterrumpidamente a través de una metabolización que tiene por soporte a las diversas construcciones culturales (cuentos, poesías, novelas, canciones, filmes, etc.), que cada sociedad posee y pone en juego.

El intento de persistir en esta etapa más allá del paso del tiempo, como muchos intentan en un desesperado manotón narcisista por conservar idéntica la imagen que se refleja en las aguas de sus constantes y renovadas elecciones (vocacionales, amorosas, etc.), no tenía buena prensa desde la óptica deontológica que se enarbolaba en los tiempos de la modernidad. Es que la adolescencia a diferencia de la niñez, la adultez o la senectud era un punto de inflexión en el que aparentemente nadie quería quedarse y en el que tampoco ninguno quería que otro se quedara, beneficios secundarios aparte. Sin embargo, la revolución ideológica y axiológica que aparejó la llegada de la posmodernidad cambió notablemente esta apreciación.

De este modo, la categoría a la que pertenecen los codiciados lugares que entran en juego en este preciso momento de la vida de los sujetos y por los que se desata la pugna generacional, se corresponde punto a punto con la noción de identidad de la misma manera que matemáticamente lo hacen dominio e imagen en el terreno de las funciones inyectivas. Así pues, el permanente recambio de estas identidades las torna virtuales por lo efímero de su duración. Esa es la esencia imaginaria del transbordo, una transición de carácter netamente creativo a nivel de los montajes identitarios, donde como decía el poeta “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”. La adolescencia, por lo tanto, es la cacería de esas identidades que no existen dentro de las categorías inherentes al propio fenómeno adolescente y ese no-lugar, ese utopos, es ofrecido y a la vez denegado por su propio artífice, la cultura.

 

Notas
 
[1]Como veremos más adelante la vivencia aniquilante de este otro transbordo queda patéticamente justificada con la regencia del ideario de la posmodernidad.



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