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Los Exilios
Por Jorge Besso
Psicólogo. Dr. en Psicología Universidad Nacional de Rosario (UNR)
[email protected]
 

Tal vez el primer exilio comience con el nacimiento. Esto si tenemos en cuenta el primer sentido que le da la Real Academia Española cuando abre la palabra exilio, apuntando directamente a su esencia: Separación de una persona de la tierra en que vive (1). El segundo sentido es expatriación, con la debida aclaración de que es por motivos políticos. Ese primer exiliado que es el recién nacido sigue naciendo, día a día, envuelto por la madre que le presta su mundo a quien todavía no lo tiene. Más tarde, deberá desprenderse de la madre para poder desenvolverse, para constituir un mundo, su mundo, habitable. Cuestión de alta complejidad para dejar sus huellas en medio de tantas que lo precedieron.

Regis Debray, de quien recordamos sus pasos por Sudamérica en el mundo de los setenta -pasos que iban tras las huellas del Che y las de la Revolución- hace una afirmación muy interesante en la revista Babelia (la cultural del diario El País de Madrid). El filósofo francés, por lo que se ve, se encuentra de lleno metido en una polémica entre la literatura y la ciencia, debate que, al mismo tiempo, habla de la razón humana y su comprensión de la sociedad y del individuo. En ese contexto, R. Debray hace una distinción muy clara entre la inteligencia humana y la capacidad de cálculo de la robótica al afirmar que: “Las llamadas máquinas inteligentes carecen de infancia y no saben que van a morir”. En el primer exilio la salida de la infancia encarna la esencia de todo exilio, esa de que el exiliado nunca se va del todo de la primera tierra. En su último año de vida, Freud en el exilio de Londres escribía sus notas sueltas: “El pecho es un pedazo mío. Yo soy el pecho” (2).

A diferencia de las máquinas, cada vez más inteligentes, nosotros los humanos desde muy temprano sabemos que vamos a morir pero no nos damos cuenta hasta muy tarde, con toda probabilidad hasta el último instante. Hace tiempo, la tía de una paciente poco antes de morir le dice a su sobrina que quería seguir viviendo. La sobrina le responde que así son las reglas del juego. A lo que la tía, a su vez, le suelta: “Si es una regla entonces quiero la excepción”. Infancia y mortalidad caracterizan de una punta a la otra la existencia humana que transita entre estos dos extremos. En cierto modo son dos extremos de tiempo: el tiempo inaugural y el tiempo final entre los cuales transcurre nuestro  único turno. Sería perfectamente inútil cuantificar el turno de existir en días, horas o minutos. Por lo demás totalmente imprevisibles en una imposible hoja de ruta inicial donde el recién nacido recibiera una planilla (que no podría leer)  donde se le informara que si no se interrumpe su turno por enfermedad fatal, accidente, tsunamis, asesinato, o lo que sea, Ud. dispondrá de alrededor de 30.000 días, según circunstancias, cuidados y descuidos con que viajemos en dicho turno. También según como nos cuiden y descuiden. Tampoco disponemos de una tarjeta electrónica que insertada en alguna terminal pública o divina nos diga en el monitor correspondiente el estado de la “carga”, esto es, cuantos días nos quedan.

En definitiva la vida parece ser una cuestión más cualitativa que cuantitativa, lo que se ha dado en llamar -en una frase tan gastada como remanida- calidad de vida. El problema de esta expresión es que la palabra calidad está muy asociada en estos tiempos a la cantidad. Por ejemplo, de acuerdo a la cantidad de dinero de que Ud. disponga podrá jugar en primera, segunda o tercera, o ni siquiera podrá jugar, y tendrá que limitarse a juntar los desechos de los que juegan, incluyendo los desechos de los pobres. Ahora bien, si al menos Ud. puede viajar, en su turno de existir, digamos en segunda o en tercera, no estará de más que cada tanto proceda a una autoevaluación de cómo está su vida. Y esto por una fuerte constatación: de todas las especies vivientes la humana es la más inestable. Buena parte de nuestra vida se juega entre lo estable y lo inestable, entre lo nuevo y lo viejo, entre lo cierto y lo incierto, entre lo interno y lo externo, en lo que tendrá de exilio toda vida a partir de la mencionada salida de la infancia. En cierto sentido, la vida es una sucesión de exilios por etapas que finalizan, emprendimientos que llegan a su fin, parejas que se desparejan y demás inicios y finales hasta llegar a la jubilación. Ese tiempo y ese espacio donde más de una vez el jubilado es un exiliado en su propia tierra y en su propia casa. Lo contrario del exilio es el arraigo. Pensar sobre la vida es poder reflexionar sobre esa especie de alternancia y de lucha entre el exilio y el arraigo. De la elaboración de los exilios y de la capacidad de arraigo depende la verdadera calidad de vida ya que de todos los exilios posibles uno de los peores es el exilio de sí mismo pues en eso consiste una de las formas de la locura.

Por lo demás, el exilio es una experiencia y un desgarramiento de todos los tiempos y de todas las tierras. Muy a menudo los países pasan por momentos históricos opuestos, de forma tal que a veces expulsan a sus hijos de su territorio y otras reciben a los hijos de otros. Muchos argentinos, pisando la desesperanza, esperan recobrar la ilusión afuera; mientras tanto algunos vecinos todavía vienen aquí por los mismos motivos. Cuando el exilio es por motivos políticos adquiere la forma de la expatriación; entonces, entre nosotros, se evoca la figura de San Martín envejeciendo y muriendo en Boulogne sur Mer en una época en que las distancias requerían mucho más tiempo. Los argentinos tenemos un padre para siempre exiliado que aquí no tuvo lugar. Quizás por eso le destinamos casi todas las plazas.

Muchas aves, muchos peces, muchos seres se pasan la vida migrando cumpliendo una rutina inexorable haciendo todo en tiempo y en forma como las ballenas que copulan acá para parir mucho más allá. En ese recorrido que se repite seguramente unos cuantos se perderán pero no es eso lo que importa, la especie continúa su viaje por la vida siempre igual a sí misma o con mínimos cambios que ni Darwin advertiría. Todo con sus respectivas luchas, pero todo en orden, salvo la amenaza siempre latente de la naturaleza humana capaz de inundar el mar con su petróleo, es decir con su mezquindad más su torpeza. Las migraciones humanas son bastante menos estéticas pero sobre todo más indignas. Por la extrema insensibilidad del poder, como es el caso de los africanos que -si no se ahogan en el Mediterráneo, o no son devueltos a la tierra que ya no pueden pisar- tendrán la suerte de aterrizar en Europa para pedir pan a los que tienen el queso para comprobar que anclaron en un punto extraño: ni mueren, ni viven. Lo de aterrizar no es una metáfora. Los africanos que intentan entrar a España evitando el Mediterráneo deberán lograr la hazaña de saltar dos terribles cercos de alambre especial en Ceuta y Melilla (los dos enclaves españoles en el norte de África) (3) para tratar de caer del lado de España, es decir de Europa. Cuestión de alta complejidad-dificultad a partir de un alambre de acero galvanizado con cables con cuchillas, censores las 24 horas con sus respectivas cámaras y demás artilugios propios de las llamadas democracias avanzadas. Para logar el salto migratorio se organizan en grupos para llegar hasta los cercos, rediseñados para duplicar su altura de los 3 metros iniciales a los 6 metros actuales.

El primer sentido de la palabra migrar es más que elocuente: “desmenuzar o partir el pan en pedazos muy pequeños para hacer migas u otra cosa semejante”. No sé si Viglietti estaría de acuerdo en que estos son tiempos en los que, como no se pudo desalambrar, nos estancamos en desmenuzar. Al no repartirse la riqueza se distribuye la pobreza. Las migraciones humanas tienen mucho de exilio, pues se trata de seres habitando en el espacio - tiempo del país que los acogió. Muchas veces adaptados, a la vez habitados en su alma por la tierra que tuvieron que dejar. Son los que migran del campo a la ciudad, de la pobreza a la riqueza (siempre inalcanzable como el horizonte), o de las dictaduras a las democracias. En tanto individuos, somos tratados en términos de porcentaje: tanto por ciento en x tiempo, tal porcentaje pasó del campo a la ciudad, o de México a EE.UU., o de Cuba a Miami, o de sudacas a Europa, o de negros al viejo continente, etcétera. Como se sabe, no es lo mismo el individuo que el sujeto. El individuo es lo que vemos por fuera, el sujeto es lo que va por dentro, como cuando se dice la procesión va por dentro. Por fuera podemos saludar sin inmutarnos: ¿Todo bien. Todo en orden? Mientras, la procesión subjetiva sigue rumiando, pues en interiores todos somos divididos, entre lo que queremos y lo que podemos, entre lo que nos creemos y lo que hacemos, entre lo que decimos y lo que sentimos y, más aún, lo que no sabemos que sentimos, y esto vale para todos: para los que se van, para los que están allá, para los que vuelven, o para los que no vuelven, pues por dentro todos estamos de algún modo desterrados.


1976 – El barco del exilio

El 2 de octubre de 1976 comenzó mi exilio (esposa + hijo) en el Cristóforo Colombo barco italiano portador de exilios argentinos más una familia uruguaya. Profesionales, sindicalistas, músicos, políticos y demás, todos mirándonos en silencio. Un silencio cómplice y fundamentalmente temeroso después de un embarque lento y complejo, con la mirada constante de la gendarmería y el ejército. Por su parte, la mirada de la dictadura del Proceso había ya comenzado bastante antes en sendos allanamientos a mi consultorio más otro en casa de amigos. En un típico asado de enero (1976) de pronto irrumpieron a la media noche unos payasos temibles disfrazados de Boinas Verdes. Vestidos de militar para la ocasión, con boinas en las que se leía precisamente Boinas Verdes. Su altísima operación militar, digna de guerreros imbatibles consistía en simulacros de fusilamientos, interrogatorios, gritos, etc. Pero lo cierto (y distinto para nosotros) es que pudimos contarlo, también contar que se robaron y nos robaron todo lo que quisieron y pudieron. Finalmente, un día llega la decisión de irnos del país. En aquel barco nadie imaginó lo inimaginable: nadie hablaba salvo en los rincones familiares o con los amigos compañeros de viaje. Sólo cuando el barco zarpó del puerto de Río de Janeiro estalló el silencio lleno de voces y cantos inaugurando en realidad en ese punto la experiencia compartida del exilio. Por si hacía falta -y hacía falta- las experiencias en general no son compartidas en tanto y en cuanto no son compartibles. Ni siquiera con uno mismo. Con lo que una de las primeras enseñanzas del exilio es que uno también es otro y el otro no es uno.

Después de Río comenzó la segunda parte de un viaje del cual no era posible saber que consistía en tres partes bien distintas: de Buenos Aires a Río, luego los 9 días de mar hasta Lisboa y la tercera parte hasta Barcelona. Aquellos nueve días siempre en el agua y rodeados de agua fueron también una experiencia, casi una experiencia ex-nihilo. Es decir, sin los antecedentes explicando puntualmente el consecuente. Es el caso de cómo hacer experiencia fuera del tiempo, sin  el continente de origen ya casi lejano, sin el continente de arribo lejano por definición. En ese limbo de 9 días, entre el borde de lo que fue y el borde de lo que todavía no es, se construyeron-ocurrieron Tres Acontecimientos: Uno, el 17 de octubre nos encontró en el medio del mar. ¿Se trataba de una fecha festejable (o no) al no contar con consenso de lo que representaba el peronismo? Dos, un acontecimiento inesperado. Un casamiento en alta mar.  A la vez un lugar común con cierta textura mítica. ¿Cómo fue? ¿Quiénes eran? Se trataba de un casamiento en serio, real, o de un reality show avant la lettre. Tercer acontecimiento: ¿Cómo programar la bajada en Barcelona de los que llegaban a ese destino, dada la existencia de un rumor creciente alertando sobre la policía española esperándonos? Al respecto, se autoconvoca una reunión clave en el camarote 505. Una reunión de representantes (En mi caso representando a Rosario). Bien mirado los tres acontecimientos tenían un tejido común: transcurrieron sin acuerdo. Hubo acto del 17 más los desacuerdos. Hubo casamiento con desacuerdo básico, creyentes y no creyentes del acontecimiento. El desacuerdo se profundizó en el camarote 505 entre representantes discutiendo -por ejemplo- si se invitaba (o no) a un militante del Partido Socialista (Modo Coral) dado su carácter reformista y no revolucionario. No acordé en el rechazo al socialista. Ni tampoco con la propuesta de elaborar una larga lista con los nombres de los bajantes en Barcelona (más los números de pasaporte). El sentido de dicho listado era que en caso de producirse detenciones un encargado llamara a conferencia de prensa denunciando el hecho en Cannes o Génova destino final del barco. En mi visión tal vez no sólo no nos estaba esperando la policía sino que, salvo  algún amigo invalorable, nadie nos estaría esperando.

Siete años después volví a mi país, pocos días antes del 10 de diciembre de 1983. El clima vibraba de entusiasmo y de mucha discusión política. Al poco tiempo me encontré con varios amigos, en el sentido amplio y en el sentido restringido de la palabra, soltándome de pronto una pregunta incomoda: ¿Por qué volviste? En varias ocasiones me escuché respondiendo la pregunta que se había vuelto engorrosa, ante la certeza de muchos respecto de un país del que no sólo había que irse sino que además no había por qué volver.  Hasta el día en que recordé aquella sentencia advirtiendo No aclares que oscurece. A partir de ese día, ante la pregunta cada vez más molesta de por qué volví, dije simplemente: “Es que había dejado la pava en el fuego”.

 

 
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Notas
 
[1] Diccionario de la Lengua Española – Tomo 1.
[2] Freud, Sigmund, Tomo XXIII, Obras Completas, Amorrortu editores.
[3] El Diario. Es, 12 kilómetros de alambre, cuchillas y mallas para contener el sueño europeo (2013) (y demás artículos)
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