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El Juego
(Adelanto de su libro Aperturas y Finales en Clínica con Adolescentes)

Por Marcelo Luis Cao
marceloluiscao@gmail.com
 

También el jugador es prisionero 
(la sentencia es de Omar) de otro tablero 
de negras noches y de blancos días. 
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. 
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza 
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
Jorge Luis Borges

El ajedrez es un juego milenario. Sus orígenes se remontan hasta la India septentrional cuando su configuración establecía la participación simultánea de cuatro jugadores. Luego, tras la ocupación de Persia en el siglo VII por parte de los árabes, sus reglas comenzaron a sufrir una serie de modificaciones. Esta secuencia de modificaciones lo fue acercando a su versión definitiva, la cual data del siglo XV.

Entretanto, su popularidad se expandió a través del resto de los territorios conquistados por los árabes, fechando su ingreso a España en el siglo IX. No obstante, el juego ya había entrado en el continente europeo a través de varios caminos. Justamente, uno de los primeros contactos se produjo en Constantinopla, la otrora capital del Imperio Bizantino.

Por otra parte, con el paso del tiempo este juego adquirió importancia y prestigio en el marco de la cultura occidental como consumación de la amalgama entre intelecto y creatividad. De este modo, sus características lo habrían de convertir en una fuente metafórica a la hora de expresar mediante alguno de sus envites una descripción alegórica de aspectos y situaciones de la vida cotidiana.

De la misma manera, sus diversos lances le fueron permitiendo explicitar de manera sucinta e icónica cuestiones provenientes de muy diferentes disciplinas. Es en esta línea que cobran sentido las expresiones: jaque mate, jaque perpetuo, gambito, jugar con blancas, enroque largo, enroque corto, zugzwang, tablas, etc.

En este sentido, y tal como lo planteara Donald Winnicott, si consideramos al psicoanálisis como una forma muy especializada de juego, nos encontramos con que dichas alusiones resultan más que congruentes para dar cuenta de la especificidad de algunas temáticas al interior tanto de la teoría como de la práctica.

De este modo, va a ser el mismísimo Freud el que pergeñe la pertinente comparación: “Quien pretenda aprender por los libros el noble juego del ajedrez, pronto advertirá que sólo las aperturas y los finales consienten una exposición sistemática y exhaustiva, en tanto que la rehúsa la infinita variedad de las movidas que siguen a las de apertura. Únicamente el ahincado estudio de partidas en que se midieron grandes maestros puede colmar las lagunas de la enseñanza. A parecidas limitaciones están sujetas las reglas que uno pueda dar para el ejercicio del tratamiento psicoanalítico.” (Freud, S. 1913 pág. 125).

En esta misma línea es que el psicoanálisis termina espejándose en la vieja tradición ajedrecística, compartiendo con ella la falta de desarrollos teórico-prácticos para el juego medio debido a las complejidades que en ese aspecto se presentan tanto en uno como en otro campo.

En este sentido, los desarrollos estratégicos sólo se habrán de colegir y desplegar en las formas de iniciar y terminar las partidas. Otro tanto, mutatis mutandis, ocurrirá con el trabajo clínico. Por tanto, desde el punto de vista de la teoría de la técnica deberemos conformarnos con la existencia de un sucinto compendio de aperturas y finales dentro del corpus psicoanalítico.

Luego de dejar planteadas las incumbencias pertinentes a esta situación podemos abordar el interrogante, no ya de como abrir y cerrar un trabajo terapéutico en general, sino el que corresponde específicamente al colectivo adolescente. Es que teniendo en cuenta su abigarrado espectro de permanencias y cambios a lo largo de su existencia como tal, resultaría imposible determinar un formato único para iniciar y finalizar un proceso terapéutico.
Esta cuestión nos obliga a abrir un abanico de posibilidades técnicas para desde allí aproximarnos a una teoría de aperturas y finales para una clínica psicoanalítica con adolescentes. Es que el abordaje clínico de la condición adolescente requiere del terapeuta una plasticidad actitudinal que permita implementar el estilo adecuado en cada una de sus intervenciones, ya sea en torno a las vicisitudes que acarrea el proceso madurativo ya frente a la emergencia de sintomatologías específicas.

Esta ductilidad no sólo es requerida para apuntalar y acompañar el trabajo de la intersubjetividad que se despliega tanto con los otros del vínculo como con el propio terapeuta, sino que también es la que habrá de permitir primero su inserción y luego su participación en la dinámica del tratamiento, ya que dentro del marco de los problemas cruciales en la clínica se destaca el de los desequilibrios de la autoestima.

La autoestima es una producción de corte vincular que permanece en actividad a lo largo de la vida de los sujetos. Durante la crisis adolescente esta producción sufre una serie de vicisitudes que llevan su tensión estructural a los límites de su resistencia, generando de esta manera desde bruscas distorsiones a dramáticos estallidos. Esto puede apreciarse en las diversas sintomatologías de cuño narcisista que arrecian sobre los jóvenes, las cuales ostentan un anclaje diferencial respecto de las neurosis clásicas.

Por tanto, quedaron atrás los tiempos en que se los trataba como más que niños, o bien, como menos que adultos. Sin embargo la especificidad de una técnica para su tratamiento demoro décadas en gestarse. Dentro de esta especificidad resulta imprescindible definir las condiciones necesarias para alojar al que devendrá en futuro paciente, así como gestar el contexto en el que se pueda producir un desenlace.

Por lo tanto, de la misma manera que se alinean los trebejos en sus respectivos escaques para iniciar cada partida, ya que de acuerdo a su ubicación y a sus características es posible desarrollar sus movimientos, resulta imprescindible discernir el papel a cumplir por las variantes piloteadas por el Planeta Adolescente y por las invariantes que pone en juego la condición adolescente. Sin olvidar, desde ya, sus pertinentes contextos de inserción, aquellos que contienen y limitan tanto sus funciones como sus incumbencias.

De estos asuntos se ocupará esta primera sección, mientras que las dos subsiguientes se abocarán específicamente a las aperturas y finales.

 
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