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Maquiavélico
Por Diego Velázquez y María Inés Ferrero
diegovelazquez@elpsicoanalitico.com.ar
 

“El medio es el masaje”, dicen que dijo Marshall McLuhan. “Ladran Sancho, señal que cabalgamos”, dicen que dijo el hidalgo Don Quijote de La Mancha. “¿Qué pretende usted de mí?”, dicen que dijo Isabel Sarli. “El fin justifica los medios”, dicen que dijo Nicolás Maquiavelo. ¿Qué tienen en común todas estas frases? Sí, ya lo sabían: que nunca fueron dichas por los autores a los que son atribuidas.

Para el texto que nos ocupa, tomaremos la última, para repasar algunas cuestiones del pensamiento de Nicolás Maquiavelo, el teórico político renacentista de gran influencia posterior en el pensamiento político, y sobre cuyas ideas se crearon distintos mitos y simplificaciones. También, en el rescate de esas líneas centrales de su pensamiento, plantearemos su vigencia y lo interesante que resulta a su luz observar algunos de los movimientos recientes de la política institucional latinoamericana y sus liderazgos de izquierda y centroizquierda.

Se suele postular que en Maquiavelo se encuentra cierta contradicción entre sus dos principales obras: “Discursos sobre la primera década de Tito Livio”, y “El Príncipe”. En el primero se declara partidario de la República, partiendo del supuesto de que toda comunidad tiene dos espíritus contrapuestos: el del pueblo y el de los grandes (que quieren gobernar al pueblo), que están en constante conflicto. Para Maquiavelo, el mejor régimen es una República que logre dar participación, a través del buen funcionamiento de las instituciones, a las dos partes de la comunidad para contener el conflicto político dentro de la esfera pública. Por el contrario, en “El Príncipe” se suele observar una descarnada e irónica descripción de las verdaderas prácticas (no ideales) del poder y de los gobernantes, junto con los consejos para quien ejerce el poder.

De todos modos, es una constante la idea de colocar la categoría de conflicto en un lugar central para entender la praxis política. Y además, Maquiavelo nunca dejó de considerar a la República como el sistema político posible y deseable, aunque señaló sus falencias en el contexto socio - histórico en el cual le toca pensar.

Se lo acusa de una inmoralidad dirigida a la obtención del poder. Pero su contexto y sus ideas permiten pensar al poder dentro de una dimensión humana e histórica, con consecuencias en la transformación de la subjetividad de los seres humanos.

En cuanto a los fundamentos de sus ideas, puede decirse que Maquiavelo quiere la República, pero vio la corrupción imperante en Florencia, y a partir de allí entiende que en el mundo se están armando estados nacionales y ve la necesidad de que el territorio del Príncipe no sea diezmado como “país”; observa, basado en sus experiencias políticas y personales, la necesidad de armar un estado nacional fuerte y duro; es decir, da entidad a una ambición política con potencialidad transformadora.

El cambio político

Maquiavelo es, de esta manera, el primer autor que puede pensar el cambio político. El sujeto político, a partir de él, no es Dios, ni la naturaleza: no son estas entidades las que producen los cambios. Es el sujeto humano quien puede producir y produce los cambios políticos. Por lo tanto, hay que cuidarse de los otros, no temer a Dios ni a la naturaleza, sino que hay una dimensión de otredad humana en su pensamiento: es el otro quien también puede hacer política. Ni Galileo ni Newton habrán, más adelante en el tiempo, expulsado a Dios del discurso como lo hizo Maquiavelo. En sus textos, y pensemos en su contexto para entender el valor de esto, no menciona a dios como actor posible en el escenario de la política. Dios es el gran desterrado de El Príncipe.

Los actuales liderazgos latinoamericanos, salvo las excepciones puntuales de dos o tres países (lo cual dibuja un bloque fuerte de muchos Estados nacionales en Sudamérica y Centroamérica), se distinguen por su orientación social, progresista, de izquierda o centroizquierda (haciendo una síntesis simple). En todo caso, tienen en común el haber arribado al poder con un mensaje renovado, y en su praxis, no ejecutan programas neoliberales ni están alineados automáticamente con Estados Unidos. Esto, en el furor cotidiano de las críticas localistas o “el narcisismo de las pequeñas diferencias”, queda a veces oscurecido o deslucido como proceso transformador (proceso no sólo discursivo sino apoyado por muchos índices y refrendado en muchos actos simbólicos). Quizás la diferencia de estos procesos integrados, respecto de otras experiencias más o menos fallidas, sea, entre otras variables, un modo de ejercer el poder y el liderazgo, que – nuevamente – con diferencias en cada país, expresa un ejercicio “maquiavélico” del poder. Y si despojamos esta expresión de la connotación que le da el sentido común, este ejercicio maquiavélico del poder, es – en este sentido en el que estamos trabajando – menos la aberración que significa para los sectores conservadores, que la virtud que significa para nosotros, en cuanto a la transformación de las condiciones de vida de partes importantes de las poblaciones americanas. Este entender al otro como actor político, permite situar a actores concretos (monopolios, corporaciones, sectores concentrados de la economía, medios de comunicación hegemónicos y la reproducción de un imaginario instituido desmovilizador y antipolítico), como aquellos antes los cuales es importante la unificación de un Estado fuerte con un liderazgo que lo encarne.

El Príncipe es un manual político. Maquiavelo comprende la historia no en el sentido de un pasado dorado, sino como experiencia de la que se puede aprender. En ese sentido, sus ideas centrales son:
1) la laicización de la política, la subjetivación del sujeto político.
2) la idea de suerte y fortuna del príncipe o líder, lo que hoy llamaríamos “olfato político”, una combinación de la suerte y un saber operar sobre el escenario.
3) el pesimismo o escepticismo respecto de la condición humana; así es como afirma que un hombre olvida antes el asesinato de su padre que la usurpación de su patrimonio. Los sucesos de diciembre de 2001 le darían la razón.
4) una dinámica entre el amor y el temor: sus consejos políticos tienen algo de “Psicología de las masas y análisis del yo”, unos siglos antes. Sostiene que es bueno para un príncipe ser amado y ser temido, pero como el amor es volátil (podríamos decir, es un lazo libidinal que se puede desplazar), es mejor ser temido.

Todo esto hace, sólo 20 años después del descubrimiento de América, a la subjetividad del Estado y el hombre moderno, en el contexto de la reconquista española y la expulsión de los moros (la unificación de España lo alerta para sus escritos), como marca de la identidad española junto al idioma. Para Maquiavelo, hay que armar una mística de lo que es lo soberano. A través del amor al Príncipe, no del totalitarismo.

El mito de la “inmoralidad” de Maquiavelo, su exaltación de la falta de escrúpulos, la transformación de su apellido en adjetivo (“maquiavélico”), y falsa cita de su nunca pronunciada frase (la ya citada “el fin justifica los medios”), quizás responda no sólo a la simplificación del pensamiento – maniobra tan habitual con tantos autores abandonados por las modas – como a la necesidad de algunos sectores (políticos, de la llamada opinión pública, o de algunos medios de comunicación, a quienes sí les interesa poco qué caminos se utilizan para conseguir determinados fines) de sostener otro mito. El mito de una política pura, o una pureza política, que niega la noción de conflicto tan central para corpus de pensamiento como el marxismo y el psicoanálisis. Y que por lo tanto, desacredita todo corrimiento a la izquierda de una agenda política (la coyuntura continental que estamos viviendo), de un resultado electoral, o de concretas políticas activas del Estado, en pos de una idealización política “honestista” y purista, poco posible y que no registra o produce cambios en la existencia de seres humanos en algún grado de postergación.

En Maquiavelo, su función de analista, consejero, y de algún modo precursor de los contemporáneos encuestólogos y asesores, quizás realza y jerarquiza sin saberlo, la función de los técnicos tan denostados también por los sectores antes mencionados, como si fuese un cuerpo ocioso de la burocracia política.

En definitiva, maquiavélica no es la maldad que el conservadurismo quiere ver en la práctica política, sino – justamente – la exaltación de la política como práctica humana.


 
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