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diegovelazquez@elpsicoanalitico.com.ar
 

Resulta habitual en los tiempos que corren (quizás, justamente, porque corren) que escuchemos hablar de las nuevas tecnologías, sus impactos en la subjetividad, en las costumbres, en las configuraciones vinculares. Muchas veces, la superposición de varios de estos niveles resulta más un amontonamiento de planos y de descripción de efectos, que una clarificación del alcance de fenómenos que aún no comprendemos del todo. O, también, que tienen una complejidad que hace difícil el abordaje.

Por eso, este texto no tiene intención clarificadora. Es más bien la aproximación a dos momentos clínicos que intentan cercar una idea: la de la coexistencia de dos mundos aún paralelos en ámbitos cercanos (como un mismo consultorio, una misma aula, una misma ciudad, etc.), y aún más: mundos coexistentes en un mismo sujeto. Un mundo de la cultura letrada, con organizadores modernos (para esquematizar: el valor de la letra escrita, de la institución escolar, del eje territorial nacional, de la institución familiar, religiosa o política). Otro, el mundo de lo fluido, de las identidades fractales, de lo posmoderno en todas sus formas, con el estandarte de las nuevas tecnologías. Es tanto a veces el impacto de este último universo, con sus consecuencias de asombro y nostalgia, que muchas veces puede hacernos pensar que se trata de una condición de época que, si bien quizás la es, hace olvidar la existencia de extendidos “bolsones de modernidad” que conviven con nosotros, y dentro de muchísimos sujetos.


Dos episodios clínicos

Dos pacientes. Ambos episodios tienen lugar en el mismo contexto, en el mismo encuadre de tratamiento: plan médico obligatorio brindado por una obra social sindical (es decir, la cobertura de salud garantizada al trabajador y su familia). Por este mismo encuadre, y por la característica de la demanda de ambos pacientes, se trata de intervenciones de corto plazo (digamos 5 meses).

El primero, que podemos hacer corresponder al segundo de los “universos” descriptos más arriba, es un adolescente de 17 años; Leandro, que consulta por motivos difusos, sin síntomas podría decirse; sólo refiere al principio que “llora de noche”. Sin embargo, no por esa ausencia sintomática se trata de una estructuración lograda. La madre sólo aparece en el primer encuentro (el padre nunca), luego por diferentes razones -que sería largo explicar- no vuelve a concurrir. El chico, luego de algunos rodeos en las primeras entrevistas, centra su principal preocupación en un “juego” que desarrolla por Internet: asumir una identidad otra, sexual y genéricamente ambigua, con un nombre con el cual chatea con desconocidos, que luego conoce para contactos homosexuales inestables.

Lo llamativo es que los contactos o vínculos que concreta en la realidad externa tienen poca duración o profundidad, mientras que los que se desarrollan en la red tienen más duración y contenido. Este joven, en la red, se desenvuelve con un nombre inventado (no puede revelarse aquí) que condensa, en un neologismo que para él no tiene sentido, una especie de nombre propio con un adjetivo que hace referencia a duplicidad o ambivalencia (después comprendo que en la red no es un nombre original). Predominaba, en este chico, la duplicidad también entre una cultura externa “moderna” (escuela, lecturas, familia tradicional, etc.) y este despliegue entre exploratorio y potencialmente actuador, en los contextos virtuales. La intervención se limita a brindar un espacio para que despliegue este material íntimo y tome conciencia de algunos riesgos.


Ana no lee

El otro episodio clínico: se trata de Ana, una niña de 9 años. Está cursando primer grado de la escuela primaria por tercera vez. Cuando ingresa en atención psicológica por sugerencia de la escuela, a los dos meses comienza a cumplir con los contenidos mínimos de este primer año escolar. Según informa la escuela, luego de estos primeros meses de tratamiento, se encuentra en una etapa “silábica – alfabética”, muy próxima a la alfabetización. Ha logrado llegar a los rudimentos de la lectura y la escritura, según la escuela, “con esfuerzo y dedicación” (significaciones modernas si las hay, junto a la cultura escrita). En el consultorio, al comienzo prácticamente no hablaba; pasados los primeros meses hay un despliegue interesante, trabajo simbólico mediante. Podríamos inferir que evidentemente contaba con potencial, muy inhibido u obstaculizado por diferentes circunstancias, de otro modo no se hubiera podido trabajar en un progreso tan rápido.

Sus dificultades con el mundo de la palabra, si bien contenían aspectos que podemos situar como más estructurales, también tenían algo del efecto de no ser mirada como sujeto: apenas esto se produce, algo importante se destraba. Algo, también, de la subjetividad social está en juego: sus padres son bolivianos (sus abuelos están en Bolivia, los padres han migrado), y todos portan un estilo cultural de hablar poco y con parsimonia, elementos culturales que en la escuela, en años anteriores, podrían haber sido confundidos con pasividad o trastorno.

Pasado un corto tiempo de trabajo, Ana no sólo mejora en cuanto a los motivos de consulta, sino que incluso se despliega bastante en el consultorio y “usa” el espacio para vehiculizar significaciones propias, con un buen uso del lenguaje: así es como trae significaciones sociales importantes, como que el padre – albañil - “trabaja construyendo las casas de las Madres de Plaza de Mayo”, o que a ella le gusta mirar por la tele “los Simpsons, y los Capusottos” (referencia a programa cómico argentino del actor Diego Capusotto, mostrando así una apropiación lúdica del mundo social). La intervención con ella, tuvo buenos efectos.
Estos dos pacientes, inmersos en estos dos mundos, fueron atendidos en el mismo encuadre, como fue dicho, y pertenecen al mismo mundo socioeconómico.

Lo que me interesa aportar con estos episodios, no es tanto su valor clínico (para eso se necesitaría desarrollarlos más) ni tampoco brindar una solución a la discusión sobre la virtualidad. Por otro lado, habría aquí dos niveles en juego que deben distinguirse: el de la estructuración del aparato psíquico, y el de construcción de la subjetividad (niveles que distinguiera Silvia Bleichmar y que por cierto ordenan la observación). Es importante señalarlo porque de lo contrario puede haber una confusión de planos: por ejemplo, la que lleva a pensar que la subjetividad de época (sintetizando, la natividad digital) puede ser productora per se de psicopatología. Y esto, sabemos, no es necesariamente así, ya que nos encontramos de continuo con niños y adolescentes que manejan ambas “culturas”, y otros que no manejan ninguna, o una sola. El primer episodio clínico nos ilustra sobre esto; y el segundo aún no, pero podría hacerlo en el futuro: nada indica que una niña con estos problemas en el plano de la lengua no pueda, por un lado como lo hizo, recuperarse de ellos, como por otro, ser plena ciudadana digital.

Este episodio es anterior en el tiempo al plan “Conectar – igualdad” (plan del gobierno argentino que otorga una computadora personal con conexión a Internet a todos los alumnos y docentes de escuelas públicas del país). Ana y su episodio clínico, son anteriores a este plan, cronológicamente y por la edad de ella. Pero podríamos prever que con la estructuración psíquica necesaria, Ana maneje ambos mundos: el de la cultura escrita y el de la cultura digital.

Me interesa, de algún modo, señalar u observar el fenómeno de esta “coexistencia” de ese mundo nuevo, con los bolsones modernos. Coexistencia que aún nos hará trabajar y pensar mucho, seguramente.


 
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