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Autor: Frank Horvat
Autor: Frank Horvat. http://www.horvatland.com
Deseo de
esa mujer
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“Como podría el psicoanálisis olvidar alguna vez el hecho clave que lo funda: que comenzamos nuestra vida mirando a una mujer para desearla (cualquiera sea nuestro sexo), que este deseo nunca puede ser eliminado y, lo que es más importante aún, que sin este deseo nunca nos volveríamos seres humanos y hasta no podríamos siquiera simplemente sobrevivir”.
Cornelius Castoriadis

Esa

El deseo por una mujer nos hace humanos. Antes que eso: es el deseo de esa mujer lo que abre el circuito deseante humano. Pero –ciertamente- es el desear a esa mujer lo que deja una huella imperecedera. Llegado al mundo humano, el primer paso para formar parte de él es crear, para el infans, un deseo por esa mujer en el interior de cuyo psiquesoma ha estado durante 9 meses. Y seguirá estando en un estado que también es fusional hasta que descubra – no sin dolor, pero ciertamente (posición depresiva, Melanie Klein) con un dolor estructurante - que no colma el deseo de esa mujer. Es en la presencia de esos deseos, en ese encuentro de cuerpos y miradas, que se creará eso que Freud llamó una locura pasajera: el enamoramiento. Hay un ombligo de todo enamoramiento - en esa zona indiscernible, inexplicable, irracional, loca - que nos liga a esa zona prehistórica, al mismo tiempo inolvidable, del enamoramiento de esa mujer. De esa mujer/madre que seduce para hacerse desear.

Ese encuentro de cuerpos y deseos deja la marca de la fusión, de un sentimiento oceánico -de un modo de la comunicación- producido por la locura materna, dirá André Green. Sobre todo, deja la marca del afecto. En ese encuentro con ese deseo puede observarse claramente que, gracias al afecto, se funda la inscripción, y que el afecto es, al mismo tiempo, matriz de simbolización (ver: Soma, cuerpo, psiquis: entramados y desencuentros, por Cristina Dayeh). El afecto es una creación que el aparato psíquico realiza a partir de la pulsión, es uno de los embajadores de ésta, una puesta en figuración: el afecto como representante de la pulsión tanto como la representación. Representantes representacionales y afectivos. El afecto no es “lo que se siente”: lo que se siente es la traducción que el Yo hace de la dimensión afectiva-fundacional de la psique, que hace que la representación quede fijada y no entre en una errancia desestructurante.

En ese encuentro originario se despliega lo que Fernando Ulloa denominara el primer dispositivo de socialización: la ternura, que hace a la especificidad de ese deseo. “La ternura es el primer elemento que hace del sujeto, sujeto social, porque es un dispositivo social. Esta coartación crea, en cierta forma, una precaria condición de sublimación en la madre, no en el niño, y esta sublimación se traduce en dos cosas: en la empatía, donde la madre sabe por qué llora el niño y garantiza el suministro, y en el miramiento, palabra que yo he tomado del castellano antiguo. Miramiento es mirar, con interés amoroso, a aquel que habiendo salido de las entrañas es sujeto ajeno” [1]. La mujer-madre despliega la ternura en medio de su locura materna.

Puede apreciarse que el encuentro, la presencia, precede a toda ausencia posible. La presencia funda al aparato psíquico, la pérdida-ausencia, pone en marcha su complejización. Complejización como consecuencia de la búsqueda de retorno a ese estado originario. Ya no se trata tanto de la pérdida de un objeto, sino de pensar a la psique como su propio objeto perdido: más aún, a la psique como el deseo de un estado perdido que intentará recuperarse.


Teorías sexuales culturales

Ese encuentro se da en un momento en el que no hay diferenciación sexual, no hay ni femenino ni masculino. No hay más, ni menos, mejor ni peor, falta ni completud. El llamado orden fálico no está presente en la psique del infans. Sin embargo, se instalará en algún momento una teoría sexual infantil: las mujeres han perdido el pene que alguna vez o nunca tuvieron -y la madre será señalada como la culpable-. Los varones pueden perderlo. Y será investido de valor fálico. Esto es importante: si valor fálico y pene coinciden, también pueden dejar de hacerlo. Bien podría tratarse dicha coincidencia de un accidente de nuestro histórico-social. Que también hace que entre en relación simbólica todo aquello que ocupe un lugar fálico. Lo fálico se opone a la castración. Es fálico o castrado.

A esta altura del camino del Psicoanálisis es necesario revisar si esa teoría sexual infantil -que significa a la diferencia sexual anatómica como una falta- responde a una especie de teoría sexual cultural, derivada en este caso del orden patriarcal de sexuación que dice que los hombres tienen algo que las mujeres no tienen. Pero el pensamiento más pedestre, sin embargo, podría sostener que las mujeres también tienen algo que los hombres no tienen: y en su anatomía. Pero, ciertamente, en muchas culturas el carácter externo de los genitales masculinos genera la idea de que ellos tienen algo que ellas no. Ahora bien, aun siendo así, falta dar un paso. Y es el que conduce a la díada fálico/castrado que -si bien, si la tomamos seriamente, abarca tanto la sexualidad femenina como la masculina- en nuestra cultura señala a la mujer como la que está en falta (ese continente negro de Freud) y al hombre como aquel que tiene lo que a ella le falta. ¿El hombre es un continente blanco, traslúcido, sin dobleces?

Sería bueno considerar que -lo que anida en el fondo de toda esta cuestión- si de completud o no castración se trata, lo es de ese estado de encuentro, de fusión absoluta. Pero -avatares de la forma que ha tomado el mundo simbólico- el abandono de ese mundo oceánico, que irá dividiendo las aguas de la sexualidad, hará que quede significado como más, o completo o no castrado, el que tiene pene (y, a partir de allí, su angustia -neurótica- será porque puede perderlo), y como menos quien no lo posee. La mujer -ese negro del mundo, como alguna vez dijera/cantara Yoko Ono- queda significada como la que no tiene. La cultura le ofrece una supuesta ecuación simbólica “natural”: podrá tenerlo a través de un hijo. En realidad, lo que la mujer puede (volver) a tener es un regreso a ese estado originario fusional: algo que el hombre no puede. Claro que, por este camino, llegaríamos a la conclusión de que es la mujer la que no está castrada (por poder volver a ese estado) y el anatómicamente macho es el que lo está… todo un problema para el Psicoanálisis.

Es un problema porque este razonamiento afectaría zonas de conceptualización que tienen un nivel de certeza importante. Subrayo lo de certeza, que Piera Aulagnier se ha ocupado fecundamente de oponer al saber. La certeza es un modo del pensamiento no afectado por la castración; el saber implica que hay una marca de la castración a nivel del pensamiento. Un pensamiento que se considera no-todo, provisorio, fragmentario, ligado a una verdad que será parcial, transitoria, pero que lo es. Que diría: no hay una “incompleta” mujer, o un “bebé” que la rescate de su incompletud, sino más bien una incompletud ontológica, una finitud escrita en el psiquesoma humano, más allá de las diferencias sexuales anatómicas, que se instala al salir de la fusión originaria. Ante la misma se erigen diversos espejismos – sociales y teóricos - para tranquilizarnos y producir la creencia de una completud posible.


La inexistencia de las mujeres

Avanzando un poco más: el orden patriarcal de organización social deja a las mujeres sin representaciones adecuadas para significarse en un lugar que no sea en relación al del hombre. Por lo menos así dicen. Es decir: la mujer es lo otro del hombre. Otro que ha estado significado negativamente durante siglos. Esto le llevó a sostener a Lacan que La Mujer no existe. Faltaría aclarar: en nuestro orden de sexuación (creado socialmente) no tiene representación propia, debe representarse en relación al hombre, poseedor del pene, que es lo que está significado fálicamente. La ecuación simbólica completa podría rezar: (estado originario de reposo)=pecho=heces=regalo=dinero=pene=bebé, en múltiples interconexiones y variaciones. Los últimos dos términos corresponden al camino mediante el que una mujer llega a su posición heterosexual. El primer término no tiene inscripción, y todos los demás son como intentos de traducir una lengua perdida. El camino que pasa por las heces huele a ecuación afectada por el modo capitalista de producción.

Ahora bien, si la mujer no existe, si es un continente negro, muchos mitos, leyendas y creaciones populares, así como ciertos estilos (la mujer fatal), aluden a lo inquietante y peligroso de ésta: probablemente descendientes de esa teoría sexual infantil (¿?) de la vagina dentada. Así, tenemos el mito de Lilith, la primera mujer de Adán, que se separa de éste por un altercado. Hecha de barro y estiércol, es la primera que se rebela ante Dios, es condenada al destierro y a copular con demonios pariendo cien de ellos por día. Vuelve del destierro como la serpiente que convence a Eva. Es la que goza más allá de lo que el hombre puede concebir, y retorna con susurros, en los oídos de las mujeres, y en poluciones nocturnas en los hombres. Naturaleza corruptora de la mujer, que podrá regresar a obtener lo que le fue quitado. Lo que le fue adjudicado a las mujeres (estar castradas) regresa ominosamente, amedrentando a los hombres.

Volviendo a la cuestión de la falta: esto hace a las diferentes máscaras que las mujeres deben adoptar para intentar encubrir dicha supuesta falta; a su modo de seducir, de exhibir su cuerpo, de establecer un lazo con el hombre. Pero visto esto desde la perspectiva de que ambos están castrados, podemos hallar también las máscaras que los hombres utilizan para encubrir su falta. Lo que se intenta encubrir es que ambos están en falta por no poder poseer ambos sexos; falta la completud de origen, en ese estado de fusión con la madre, perdida para siempre.


Las diferencias sexuales anatómicas

La conformación anatómica de la mujer no le alcanza para garantizar su sexualidad femenina. Así como tampoco la conformación anatómica del macho lo transforma de por sí en hombre. El poder parir, el ciclo de ovulación, el desarrollo de sus pechos, la capacidad de amamantar, por lo tanto, no conducen necesariamente de la hembra a la mujer, así como el pene no conduce automáticamente al hombre. No hay relación sexual, sostenía Lacan y Freud sostuvo que somos originariamente bisexuales. Cuando un hombre y una mujer se encuentran, ¿quiénes se encuentran? Pueden ser dos personas con la misma conformación anatómica. También pueden travestirse, o ser intersexuales, o haber transformado su conformación anatómica, “milagros” de la cirugía mediante, de la mano de una ciencia que intenta demostrar que la castración no existe.

Algo es cierto en todo esto: la sexualidad es un camino de transformaciones, se deviene hombre o mujer. Y este camino tiene una tendencia a autonomizarse tanto respecto de lo biológico como del discurso sobre la sexualidad y el género. Es decir: una sociedad no puede decidir sobre la sexualidad de cada sujeto. Tampoco su conformación anatómica coincide necesariamente con su sexualidad y, una vez adquirida ésta, se advertirá que el género socialmente instituido tiene indudable presencia, pero sujeta a variaciones notables. Se trate de una mujer, de un hombre, sean heterosexuales, homosexuales, transexuales, intersexuales… La rebelión producida por el psiquismo humano, su indetenible tendencia a la transformación/metabolización, sea de lo que viene del cuerpo como de la cultura, hace que no sea sencilla la tarea de sexuación, tanto como la de encarnar tal o cual género: no hay un orden lineal, la psique humana es un laberinto en el que ingresan y se transforman el cuerpo y la sociedad.


¡Mujeres!: falta y completud

Entonces, en nuestra sociedad, la mujer es vista -y ella así suele sentirse- como a quien algo le falta, ligada al vacío, a lo incompleto. Volviendo al principio de este trabajo: en realidad en la mujer quedaría alojado aquello previo al orden cultural y que se le resiste: la relación de fusión con la madre, esa dimensión semiótica según Julia Kristeva. Y esto tiene una dimensión sumamente inquietante. Lugar de pasión, insistentemente repudiado por nuestra cultura, en el que es necesario que venga con prontitud la función paterna a poner orden. Lo femenino es el desorden: lo femenino alojado tanto en hombre como en mujeres, que tendrán al mismo objeto de deseo en su origen.

El estado de encuentro de deseo con la madre se recupera de muchas formas, mortíferas o creativas, como las experiencias místicas, la locura, la pasión, la creación artística. Hay quienes dicen que la recuperación de esa dimensión (semiótica, para Kristeva) podría hacer dar por tierra con el orden patriarcal. Quién sabe.

Lo que sí se sabe, y se escucha en los consultorios, es que hay mujeres que están acosadas por la culpabilidad que les produce su sentirse en falta, lo que las lleva a ser sumisas, o –por el contrario- a querer desafiar al hombre. Y la relación con otras mujeres suele ser de pelea, como con la madre, por haberla ésta privado -supuestamente- de ser completa o valiosa. Y también están quienes se sienten -la mayoría- obligadas a atravesar la maternidad. Porque la ecuación también dice: mujer-madre-lo bueno. Pueden pagar un alto precio por no serlo. ¿Pero será solamente por no cumplir con un ideal socialmente instituido?

Sin embargo, y conjuntamente con todo lo anterior, a lo largo del siglo XX, pero siendo claramente manifiesto en las últimas décadas -a consecuencia de la lucha de las mujeres por re-presentarse ante los otros- se produjo una alteración notable y radical en su subjetividad y en su psique (afectando sus registros identificatorios y pulsionales); esto “Se ha efectuado de manera colectiva, anónima, cotidiana por las mismas mujeres, sin que ellas se representaran explícitamente las finalidades; (en todo este tiempo) durante las 24 horas del día, en casa, en el trabajo, en la cocina, en la cama, en la calle, ante los niños, ante el marido” [2].
Lo que no les ha impedido seguir transitando con ese deseo que nos permite sobrevivir y devenir humanos.

 

 
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Notas
 

[1] Ulloa, Fernando, Desamparo y creación. En http://www.elpsitio.com.ar/Noticias/NoticiaMuestra.asp?Id=2112 http://www.elpsitio.com.ar/Noticias/NoticiaMuestra.asp?Id=2111
[2] Castoriadis, Cornelius, “Reflexiones sobre el “desarrollo” y la “racionalidad”, en El mito del desarrollo, autores varios, Ed. Kairós, Barcelona, Pág. 216.

 
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El Gran Accidente: la destrucción del afecto. Por Yago Franco.
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