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Mujeres y feminismos: entre identidad y des-identificación
Por Mabel Alicia Campagnoli
Prof. en Filosofía (UBA)
Magíster en Análisis del Discurso (UBA)
Doctoranda en Investigaciones Feministas (UPO)
Docente e Investigadora (CINIG-UNLP) (FSoc-UBA)
http://www.fahce.unlp.edu.ar/idihcs/cinig/
http://comunicacion.sociales.uba.ar/
mabel_alicia@hotmail.com
 

La mujer

El feminismo, como movimiento político, está fuertemente ligado en sus orígenes históricos con la pregunta ¿qué es una mujer? Sobre todo porque milenios de androcentrismo [1] se habían dedicado a establecer la esencia de lo femenino como naturaleza de la mujer y a extraer, en consecuencia, los roles asociados a tal condición. Si nos concentramos en la historia de occidente, el período renacentista revela mujeres que activan la reacción y la queja ante tal ejercicio heterodesignativo [2]. O sea, ante la práctica de varones hegemónicos que en base al espacio legitimado de poder producían la jerarquía masculino / femenino en consonancia con la exclusión concreta de las mujeres de los ámbitos reconocidos como valiosos para la elaboración cultural y política de la sociedad.

El ideario ilustrado de la modernidad resultó propicio para transformar las quejas en reivindicaciones de las que participaron tanto varones como mujeres, rechazando principalmente la exclusión y secundariamente la heterodesignación. En principio, las reivindicaciones feministas del siglo XIX y principios del XX apuntaban a la inclusión de las mujeres en los espacios connotados en términos modernos como masculinos y por lo tanto exclusivos de los varones, tales como el ejercicio de la política en las instancias de representados y de representantes; la educación; el trabajo en igualdad de condiciones (igual salario por igual trabajo); la autonomía jurídica, por ejemplo. Sin embargo, la mujer seguía siendo definida por otros: algunos varones, los hegemónicos de turno. En consecuencia, el sólo hecho de la inclusión no implicaba un cambio en la valoración de lo femenino ni el cuestionamiento de su contenido. De allí la paradoja que a mediados del siglo XX señalara Simone de Beauvoir quien, luego de contribuir a la desnaturalización de lo femenino, muestra que las mujeres han logrado instancias de inclusión pero lo han hecho de modo secundario; el precio de su inclusión es quedar en el estatus de segundo sexo [3].


Las mujeres

Esta paradoja pautará la segunda época de los feminismos que se concentrarán entonces, particularmente a partir de la década del 60, en la búsqueda de una voz desde y para las mujeres. En este período las tareas específicas ya no privilegian el plano igualitarista de los derechos sino que incluyen prácticas de visibilización histórica en distintas dimensiones (política, académica, artística, etc.), concienciación (creación de una conciencia feminista a través de la producción de un nosotras), recuperación de un orden simbólico femenino (reconocimiento de la sororidad o hermandad entre mujeres), revisión de los criterios de producción del conocimiento y de la historia. Estas operaciones permitieron la generación y/o apropiación de conceptos con especificidad política feminista, como androcentrismo, patriarcado, sistema sexo/género que permitían dar cuenta de la situación de las mujeres en tanto colectivo, en consonancia con el surgimiento de la conciencia de un nosotras.

Pero el cuestionamiento a ser representadas por el otro sexo y la búsqueda de una autorrepresentación no fueron suficientes para evitar la reiteración del gesto heterodesignativo al interior de las mujeres. Es decir, se fue produciendo una hegemonía en la que las mujeres quedaron representadas por el subgrupo con características dominantes: blancas, heterosexuales, de clase media. De este modo, la lucha contra el androcentrismo terminaba generando un nuevo centro ocupado ahora por los atributos de las mujeres hegemónicas. El conflicto ya no se planteaba simplemente de manera externa, en relación con los varones, sino que se abría un frente al interior de las mujeres, por lo que la tarea principal pasó a ser la de desarmar toda pretensión centrista. En consecuencia, también se desandaba la intención totalitaria que conlleva la fijación de un centro. De este modo, la nueva tarea feminista se tornó desconstructiva en pro de hacer lugar a las particularidades sin homogeneizarlas en ningún universal: negras, lesbianas, putas, pobres, chicanas, latinas, discapacitadas, masculinas…

Tanto las producciones androcéntrica como feminista de “las mujeres” compartían el supuesto de que tal término denota una identidad común. Mas como señala Judith Butler: “Si una es una mujer, desde luego eso no es todo lo que una es; el concepto no es exhaustivo, no porque una persona con un género predeterminado trascienda los atributos específicos de su género, sino porque el género no siempre se establece de manera coherente o consistente en contextos históricos distintos, y porque se interseca con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales y regionales de identidades discursivamente constituidas” [4].

Butler muestra con claridad la construcción discursiva de las identidades a través de su caracterización performativa del género como proceso dinámico que produce el sexo. De este modo, en consonancia con el desarrollo de Foucault [5], el estatus natural del sexo es un efecto logrado por las operaciones de performatividad propias de la estructura social del género [6].

Estas consideraciones impiden tomar a las mujeres como un a priori al que se le añadan otras especificidades. La misma observación fue apuntada por Monique Wittig con su provocación de que “las lesbianas no son mujeres” [7]. En consecuencia, a partir de los 90 el feminismo se descentra de las mujeres al tiempo que aúna su actividad política a la de grupos de militancia queer [8].


Artificios naturales

Los descentramientos feministas respecto de las mujeres no sólo resultan necesarios por las complejidades mencionadas sino porque, además, las contemporáneas sociedades de control flexibilizan la generación de identidades, especialmente en la producción de géneros, haciéndose cada vez más difícil evidenciar las naturalizaciones. En función de visibilizarlas, Beatriz Preciado vincula las operaciones performativas analizadas por Butler con la caracterización de un dispositivo de género regulado por una episteme post-Money-ísta que rige nuestros diseños corporales desde la década del 50 del siglo pasado [9].

El dispositivo de género surge a mediados del siglo XX, especialmente a raíz de las nuevas formas corporales que crean las prácticas médicas en el tratamiento de intersexualidad iniciadas por John Money. A su surgimiento contribuyen también las prácticas médicas sobre transexualidad y el desarrollo de prótesis durante la guerra fría. En ese contexto, las diversas innovaciones tecnocientíficas generaron dos paradigmas diferentes de producción del sexo, según se trate de la asignación por nacimiento o de la reasignación por transexualidad [10].

Ambos modelos, al explicitar la construcción del sexo, parecerían ser la contracara artificial de un supuesto procedimiento natural: la mirada sobre la criatura recién llegada al mundo que permitiría enunciar es niña o es niño. Sin embargo, el análisis de Beatriz Preciado permite constatar que los casos considerados en primera instancia artificiales, simplemente se encargan de develarnos el efecto prostético de la asignación de sexo en cualquier momento que se produzca. Es decir, ellos sólo “se convierten en los escenarios visibles del trabajo de la tecnología heterosexual: hacen manifiesta la construcción tecnológica y teatral de la verdad natural de los sexos” [11].

En consecuencia, de las operaciones de asignación de sexo surgimos las bio-mujeres; mientras que de las de reasignación, las tecno-mujeres. ¿Implicaría esto que unas somos verdaderas y las otras no? De ningún modo, ya que tal distinción carece de sentido, pero el artificio que las produce refuerza la ficción de naturalidad con la diferencia entre bio y tecno. En este sentido, las operaciones del dispositivo de género no son sólo performativas, sino también prostéticas [12].

Al efecto de naturalización contribuye también un régimen de poder fármaco, que regula la distribución y el consumo de sustancias mediante las categorías de legales o ilegales, genéticamente manipuladas o naturistas, benéficas o nocivas… Un caso especial respecto de la producción de géneros lo constituye la categorización de hormonas sexuales con la correspondiente distinción entre masculinas (testosterona) y femeninas (estrógenos y progesterona): “Primero el estrógeno y la progesterona, después la testosterona, pasan de ser moléculas a ser medicamentos, de ser cadenas carbonadas silenciosas a ser entidades políticas que pueden legalmente introducirse en un cuerpo humano de forma intencional y deliberada, realidades sujetas a protocolos apoyados por un conjunto de instituciones, convertidos en lenguaje, en imagen, en producto, en capital, en deseo colectivo” [13].

La producción ideológica de hormonas sexuales impacta en la decisión médica de que la testosterona no resulte adecuada a las bio-mujeres incluso cuando podría contrarrestar la baja de libido sexual producida por algunas píldoras anticonceptivas. En particular, es su relación con la activación del deseo la que la connota como masculina ya que su presencia y circulación no es privativa de los cuerpos de bio-varones. El ideal normativo heterodesignado de la docilidad femenina regresa a través de un complicado giro para consagrar el efecto natural del artificio.

Otra estrategia de naturalización genérica, respecto del efecto mujer, la marca el hecho de que la creación de la primera píldora anticonceptiva fuera corregida con la producción de un segundo modelo en función de que a la eficacia contraceptiva se le añadiera la de una falsa menstruación que confirmara la identidad mujer. En consecuencia, mujer ya no se identifica con madre pero sí con determinadas estéticas corporales. De allí que para la nueva episteme la mujer barbuda resulte una posibilidad intolerable que se debe corregir estética y médicamente; mientras que cuando ser mujer pasaba por poseer un útero podía tolerarse la barba femenina si se destinaba el vientre a la procreación. O sea, una mujer barbuda, si madre, entonces era mujer. Actualmente, una mujer, aunque madre, si tiene barba, no es mujer [14].

Pero toda bio-mujer está a un tris de tener barba, como nos indican los saberes médico-estéticos sobre nuestros cambios hormonales, la pilosidad en el rostro es nuestra espada de Damocles, en mayor o menor medida, con mayor o menor intensidad. De allí que todas seamos la mujer barbuda: “El cuerpo de las mujeres, incluso de aquellas que aparecen como normales, las femeninas, las heterosexuales, las que no son ni frígidas ni histéricas, ni putas ni ninfómanas, el cuerpo de las perfectas madres potenciales, está de todos modos siempre sujeto a vigilancia y a regulación. Por definición, el cuerpo femenino nunca es completamente normal fuera de las técnicas que hacen de él un cuerpo social” [15].

Las complejas producciones de la identidad genérica hacen difícil las operaciones de desnaturalización, los desmontajes, las posibilidades de resistencia… Pero la ductilidad de este nuevo dispositivo, que se mueve a través de nuestros propios procedimientos de autoproducción, permite que en el mismo lugar de la ingesta, de la autoasignación, de la elección estética, se pueda delinear la innovación, abrir el punto de fuga del diseño identitario.


Descentramientos

En continuidad crítica con el antecedente foucaultiano del dispositivo de sexualidad, el dispositivo de género que caracteriza Beatriz Preciado muestra de modo contundente la trampa de la identidad pero también cómo sus propias estrategias permitirían abrir otros juegos de invención política. Estas invenciones son posibles si el posicionamiento mujer no se presupone ni se fija a priori, sino que se negocia coyunturalmente en situaciones particulares, negando tanto una unidad identitaria central como la disolución completa en la des-identificación.

La posibilidad de que el término mujeres abarque la multiplicidad identitaria que puebla el ámbito fáctico se esfuma. Esto no significa que las mujeres no existamos, sino que las políticas del feminismo no tendrían por eje tal definición. Como observara Teresa de Lauretis: “Por la frase el sujeto del feminismo entiendo una concepción o una comprensión del sujeto (femenino) no sólo distinto de la Mujer con mayúscula, la representación de una esencia inherente a todas las mujeres […] sino también distinta de las mujeres, de las reales, seres históricos y sujetos sociales que son definidos por la tecnología del género y engendradas realmente por las relaciones sociales. (…) es un constructo teórico (una manera de conceptualizar, de comprender, de explicar ciertos procesos, no las mujeres)” [16].

Esta posición móvil y descentrada resultaría afín al hecho de que las identidades se cuecen de modos específicos articulando aspectos que funcionan a la vez. En este sentido consideramos adecuada la denominación de “feminismo queer” para aludir a la apuesta por “atender a cómo las diferentes opresiones están articuladas, a cómo el racismo, el clasismo y el heterosexismo se (re)producen violentamente en nuestra cotidianeidad, y evitar la salida fácil de fijar a priori una exclusión primaria” [17].

Estas consideraciones no implican dejar de lado cuestiones clásicas de los feminismos. Por ejemplo, el reconocimiento de la prostitución, la penalización del aborto y la violencia hacia las mujeres, como problemas sociopolíticos, puede lograrse a través de nuevas estrategias que complementan la política moderna. De este modo, a nivel local, la proclama ninguna mujer nace para puta en la voz de las putas resulta eficaz para desocultar el carácter prostituyente del propio Estado. En el mismo sentido, la implementación de vías de acceso al aborto a pesar de su clandestinidad (línea telefónica, guía sobre el uso del misoprostol) impacta en la preservación de la vida de las mujeres mientras se lucha simultáneamente por la despenalización.

En consonancia, las estrategias de los feminismos del siglo XXI no se basan en la definición de una comunidad de pertenencia: “El feminismo es una práctica deslocalizadora, por lo mismo no puede ser sólo localizada en un movimiento, en la identidad. (…) el feminismo busca la transformación de la política moderna y no su adecuación. La transformación implica un punto de fuga, un lugar indeterminado de invención y transformación, cierta negatividad imposible de asir en las prácticas ritualizadas y reconocibles de la política” [18]. Entonces el feminismo, como tarea política, no resulta exclusivo de, ni para las bio-mujeres, al plantearse como una interrogación constante al modo político y cultural existente promoviendo otras formas para la política y la cultura.


 
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Notas y Bibliografía
 
[1] Perspectiva centrada en la mirada correspondiente a un arquetipo viril, es decir, heterosexuales, blancos, de clase media, dominantes, que relegan al margen como insignificantes otras subjetividades y otros valores. Es la perspectiva desde la que se producen los dicursos académicos, la cultura, la política, etc. y ante la que se define el feminismo como tarea desarticuladora. Ver Moreno Sardá, Amparo. El arquetipo viril protagonista de la historia. Horas y horas, Barcelona, 1986.
[2] Heterodesignación: “designación, figura, papel obligatorio que las mujeres reciben de los hombres en el contexto patriarcal (de dominación masculina) siendo necesaria una acción colectiva para superarla tomando el rol de sujeto que se autodesigna” en Valcárcel, Amelia. Sexo y Filosofía. Sobre Mujer y Poder. Anthropos, Barcelona, 1991. “Pág. 28”.
[3] Ver Beauvoir, Simone de. El Segundo Sexo. Vol.1y2. Siglo Veinte, Buenos Aires, 1968.
[4] Butler, Judith. El género en disputa. Paidós, Barcelona, 2001. “Pág. 35”.
[5] Ver su noción de dispositivo de sexualidad especialmente en Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. Vol.1. Siglo XXI, México, 1976.
[6] Córdoba García, David. “Identidad sexual y performatividad” en Athenea Digital núm.4. Otoño 2003. UAB, Barcelona. “pág. 89”: “Uno se convierte en lo que es en la medida en que reconoce en ese ser lo que ya-desde siempre ha sido, situándolo de esta forma en un lugar anterior al acto de socialización. Es en este sentido en el que Butler va a proponer una lectura del sexo como efecto del proceso de naturalización de la estructura social del género. El sujeto es llamado a identificarse con una determinada identidad sexual y de género sobre la base de una ilusión de que esa identidad responde a una interioridad que estuvo allí antes del acto de socialización. Lo cual es precisamente uno de los aspectos fundamentales de la concepción performativa del género. No hay una esencia detrás de las actuaciones del género del que estas sean expresiones o externalizaciones. Al contrario, son las propias actuaciones (performances) en su repetición compulsiva las que producen el efecto-ilusión de una esencia natural”.
[7] Wittig, Monique. El pensamiento heterosexual. Egales, Madrid, 2006. “Pág. 57”.
[8] El término queer proviene del inglés estadounidense para referir lo “raro” o “desviado” en el ámbito de la sexualidad. Su uso es primeramente insultante y heterodesignativo, para marcar los desvíos de la heteronormatividad y los géneros centrados en varón y mujer. En los 90, los grupos de militancia contra dichas normatividades asumen el término como una identidad autoasignada para reivindicar las políticas de disidencia. Las agrupaciones militantes de habla hispana, tanto del norte como del sur, cuestionan la importación del término. Pero quienes aceptan su incorporación lo hacen en base a que el mismo no conlleva marca genérica. Seguimos a Llamas, Ricardo. Teoría Torcida. Siglo XXI, Madrid, 2001.
[9] Post-Money-ísta es una expresión de Beatriz Preciado para aludir a las consecuencias corporales de los procedimientos médicos instaurados por John Money (1921-2006). Este médico neozelandés radicado en EEUU introdujo el concepto de género a partir de 1949 para aludir a una dimensión de la personalidad que podría construirse, en consonancia con la identidad sexual, durante los primeros 18 meses de vida de una criatura. Consideraba que, si un niño/a se sometía a cirugía y se socializaba en un género diferente del asignado al nacer, podría desarrollarse normalmente adaptándose al nuevo género. Su hipótesis dio lugar a las cirugías de asignación de sexo para determinar la coherencia de los cuerpos de recién nacida/os que no presentaban sintonía entre los distintos aspectos de su identidad sexual y por ende no podían ser consideradas/os de determinado sexo unívoco a partir de la dicotomía varón/mujer. Las pautas de diseño corporal instauradas por John Money desde mediados del siglo XX se conjugaron con las hipótesis hormonales (Harry Benjamin) y la psicología del género (Robert Stoller) para tratar la intersexualidad y la transexualidad. El concepto género en estas perspectivas tiene un funcionamiento diferente al de las perspectivas feministas que predominaron hasta la década del 90. Ver Preciado, Beatriz. Testo Yonqui. Espasa-Calpe, Madrid, 2008.
[10] En particular, la administración de hormonas sexuales y la realización de cirugías por parte del orden médico constituyen procedimientos legítimos en las instancias de asignación y de reasignación de sexo.
[11] Preciado, Beatriz. Manifiesto contra-sexual. Ópera Prima, Madrid, 2002. “Pág. 104”.
[12] Ibíd. “Pág. 105”: “El nombre propio y su carácter de moneda de cambio, harán efectiva la reiteración constante de esta interpelación performativa. Pero el proceso no se detiene ahí. Sus efectos delimitan los órganos y sus funciones, su utilización normal o perversa. La interpelación no es solo performativa. Sus efectos son prostéticos: hace cuerpos”.
[13] Preciado, Beatriz. Testo Yonqui. Espasa-Calpe, Madrid, 2008. “Pág.125”.
[14] Ver Ibíd. Capítulo 12.
[15] Ibíd. “Pág. 147”.
[16] Resaltado en el original: Lauretis, Teresa de. “La tecnología del género” en Mora Nº2. Noviembre 1996. IIEGE-UBA. Argentina. “Pág. 16”.
[17] Grupo de Trabajo Queer. El eje del mal es heterosexual. Traficantes de sueños, Madrid, 2005. “Pág. 24”.
[18] Castillo, Alejandra. El feminismo no es un humanismo. En Por un feminismo sin mujeres. Territorios sexuales, Santiago de Chile, 2011. “Pág. 21”.
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