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La tarea pericial con niños en casos de maltrato o abuso
Segunda Parte: El Psicoanálisis y la dignidad del sujeto.
Por Lic. María Cristina Oleaga
[email protected]
Lic. María Cristina Rebollo Paz
[email protected]
 
 

Retomamos aquí algunas de las ideas que expusimos en la Segunda Jornada sobre “Técnicas diagnósticas y el complejo problema del abuso y maltrato de menores”, que tuvo lugar en el Centro de Psicodiagnóstico Psicoanalítico, el 12 de noviembre de 2005.
Dividiremos el trabajo en tres partes: 1) Las definiciones, sus obstáculos; 2) El Psicoanálisis, la dignidad del sujeto y 3) La pericia propiamente dicha

El abordaje del Psicoanálisis

La preocupación del Psicoanálisis ha sido, desde sus comienzos, la de hallar causas y consecuencias, o efectos, del modo más próximo al anhelo de las ciencias duras, a pesar de que esta esperanza permanezca siempre sin efectivo cumplimiento. Pero digamos que, como horizonte, es siempre posible rescatarla. En este sentido, el Psicoanálisis ha procurado desprenderse de las dificultades y de los engaños de las apariencias, de lo fenoménico, en el intento de traspasarlo para descubrir la lógica que lo gobierna, incluso a contramano del ‘sentido común’. También insiste en dejar de lado la valoración, las ideologías y todo lo que afecte la búsqueda de la verdad.

Así por ejemplo, contra el ‘sentido común’ que los considera insignificantes, ha dicho que los sueños ‘dicen’ algo; que los actos más triviales pueden tener sentido; que los síntomas hablan de alguna verdad del sujeto y que no son sólo un estorbo a suprimir. Buscamos, entonces, en relación con el tema de abuso/maltrato infantil, los rasgos que permitan verificar, con la menor vacilación posible, su presencia.

En este sentido, tomaremos una definición de abuso sexual que omite describir conductas específicas: “El abuso sexual comprende las acciones recíprocas entre un niño y un adulto en las que el niño está siendo usado para gratificación sexual del adulto y frente a las cuales no puede dar un consentimiento informado.” Zárate, Mario (2000) [1]

Encontramos otras definiciones, no tan sintéticas, que provienen de instituciones prestigiosas, y que también apuntan a lo que nos interesa resaltar:
La definición propuesta por el National Center for Child Abuse and Neglect en 1978, que considera abuso infantil "en los contactos e interacciones entre un niño y un adulto, cuando el adulto agresor usa al niño para estimularse sexualmente él mismo, al niño o a otra persona." [2]

La definición aportada por la Academia Americana de Pediatría (AAP) de los Estados Unidos de América (EE.UU.) dice: "Ocurre un abuso sexual cuando un niño es comprometido en actividades sexuales que éste no puede entender y para el cual no está preparado, ni puede dar consentimiento consciente y que viola las leyes y/o las prohibiciones sociales.” Pero luego detalla: “Las actividades sexuales incluyen todas las formas de contacto genital-bucal o anal con o hacia el niño, así como los abusos sin contacto, tales como exhibicionismo, voyeurismo, o el utilizar al niño en la producción de material pornográfico" (AAP, 1999). [3]

Volviendo a la definición seleccionada, la que omite describir, nos interesa porque incluye las posiciones relativas del maltratador y de la víctima: “acciones recíprocas entre un niño y un adulto”; el valor de goce que estas acciones tienen para cada uno: “en las que el niño está siendo usado para gratificación sexual del adulto”; y un dato esencial: “frente a las cuales no puede (el niño) dar un consentimiento informado”.

Para nosotros, psicoanalistas, esta definición señala que hay un adulto que goza, con todo el sentido ambiguo que tiene este término, a partir de tomar al niño como objeto. También en este término ‘objeto’ hay multiplicidad de sentidos posibles, pero nos estamos refiriendo a su acepción más real, a su ubicación como lo que no es sujeto, a la pérdida de la dignidad subjetiva, la que conlleva posibilidad de elegir. Veremos luego que, aun en este caso extremo, el niño como sujeto puede apelar a una salida: la disociación como defensa, o sea, como respuesta subjetiva ante el maltrato y/o el abuso. Accedemos, así, a lo que nos parece estructural tras el fenómeno de abuso.


Todos en el lugar del objeto

Sabemos que el niño, en su prehistoria, o sea a partir de la historia de sus padres, ha sido objeto. Ha ocupado, en el mejor de los casos, ese lugar en el deseo de su madre, si entendemos así la ecuación freudiana ‘niño=falo’ y la lectura lacaniana referida a la metáfora que así se produce. También sabemos que ha sido, y probablemente sea, objeto de amor para sus padres. Asimismo, sabemos, siguiendo a Lacan, que su lugar de objeto en el fantasma materno le podría augurar un destino de neurosis, el mejor que los humanos podemos tener. [4]

Esta ubicación inicial, original, del niño se puede significar como el ‘abuso’ inevitable, y hasta deseable, en el proceso de la humanización, de la entrada en la cultura. Son algunos de sus efectos la elección de un nombre, las marcas del idioma, las operaciones sobre el cuerpo que algunas culturas proponen como la circunsición, etc. Además, básicamente, la intervención libidinal y simbólica del Otro primordial, que erotiza el cuerpo y transmite múltiples expectativas y deseos, conscientes e inconscientes.

Sin embargo, algo debe distinguir este lugar de objeto del infans del lugar en el que el abuso desencadena la catástrofe de la subjetividad. Se trata de la posición del Otro primordial: la intervención libidinal sobre el infans debe ser tramitada por la vía sublimatoria. El goce, en ese punto, le está interdicto al Otro. [5]

Es, también, lo que Freud dice en ‘Pegan a un niño’, bajo la forma imaginaria de ‘ser pegado por el padre’, el que inscribe la ley. Es lo que se puede hallar detrás de las fantasías de seducción de las histéricas, y lo que los adolescentes intentan instalar por medio de marcas en el cuerpo, tatuajes y piercing, en la época en que el padre, como operador simbólico, vacila, en que su lugar de prestigio decae.

En el origen, entonces, está el objeto, el lugar de objeto para el niño. No vamos a detallar en qué consiste la operación de la constitución subjetiva, pero sabemos que allí se espera el surgimiento del sujeto: ‘Donde Ello era Yo debo advenir’. Se supone que todos los adultos significativos que rodean al niño acompañarán el camino de la subjetivación, o sea, harán lo necesario para que ese sujeto que se produce se afiance, crezca, desarrolle su ‘libertad’, a pesar de la posición en que surge. Los movimientos contrarios, de hecho, los que habitualmente nombramos como ‘retentivos’, son los que obstaculizan ese proceso, contrariando así el tabú del incesto, siendo su formulación: ‘No reintegrarás tu producto’, aquello que la función paterna opera sobre la madre.

Los seres significativos, decíamos, cumplirán las funciones posibilitadoras del nacimiento y progreso de un sujeto en ese lugar. Uno podría considerar, entonces, como ‘maltrato’ a toda operación que, viniendo de un adulto, coloque nuevamente a ese niño en el lugar del objeto y ‘abuso sexual’ a la operación específica en la que el abusador extrae de ello, además, un goce sexual. En este sentido, el abuso sería una forma particular del maltrato. Esto no indica -por otro lado- que en otras situaciones de maltrato no exista extracción de goce por parte del maltratador. Además del goce perverso del pedófilo, el goce sádico por ejemplo, o goce exhibicionista y/o voyerista.


La pericia: ¿el dispositivo o un dispositivo?

Si la definición de abuso sexual ha logrado cercar adecuadamente lo que buscamos, resultará más sencillo encontrar los medios de los que servirnos para localizarlo en el caso concreto a periciar. Este punto se refiere a las condiciones, el encuadre, los participantes, etc., que nos podrían facilitar la búsqueda. Apuntamos a cercar esta dupla en la que el niño es forzado a ubicarse en el lugar del objeto por la operación, cualquiera ésta sea, de un adulto. Buscamos aportar un entorno que favorezca el encuentro con la verdad.

En cada caso, las condiciones varían, los personajes intervinientes también. Resulta, por lo tanto, imposible pensar en ‘el’ encuadre o en ‘el’ dispositivo, y nos parece más acertado encontrar un dispositivo que sirva a la particularidad de cada caso. Apuntamos a verificar si el niño, ahora sí como sujeto, está en condiciones y de qué modo, de dar testimonio -según sus posibilidades- de lo que fue ese sometimiento y de dar, en ese caso, pistas acerca del maltratador o denunciarlo abiertamente.


El tiempo, el espacio

Hay múltiples modelos de dispositivos en lo que se refiere al tiempo, a la duración del proceso de entrevistas. A fin de que los niños puedan sentirse más seguros para brindar la información y también para que dicha información pueda ser utilizada en el juicio, algunos recomiendan la realización de entre 8 y 12 sesiones, semanales, de una hora de duración. Algunos hallazgos de las investigaciones realizadas muestran que el protocolo de 8 semanas ha demostrado ser el más eficaz y que la mayoría de los descubrimientos ocurre durante la semana número 5. Cuando existe un imputado que está detenido y el fiscal requiere con urgencia un diagnóstico, es difícil aplicar estos formatos más distendidos, aunque en caso de presión se puede responder que no es profesionalmente posible dar una respuesta.

En todos los casos -consulta clínica por sospecha de maltrato o de abuso, peritaje de parte o de oficio- hay instancias sobre las cuales podremos presionar para que se adapten a las necesidades temporales del caso, pero no es posible hacer lo mismo con los tiempos del sujeto y, en este sentido, seguir su paso es lo único posible. Los tiempos en que el niño podrá testimoniar o dar datos suficientes para que lleguemos a conclusiones sólidas no pueden ser forzados.

En todos los casos, los investigadores coinciden en señalar que el espacio de la evaluación debe ser un lugar amable para el niño, adecuado a la etapa evolutiva que atraviesa, y propicio para la instalación de un lazo con el operador pericial.


La dignidad del sujeto

Es desde el inicio, e inclusive a través de pequeños detalles, que podemos y debemos tener en cuenta al menor en su dignidad de sujeto. Evitamos o minimizamos, así, el riesgo de revictimizarlo. Apuntar a lo particular, a lo singular del caso y del niño en cuestión, en el armado del dispositivo, de los elementos que se le presentarán al niño, etc., es ya ir a contramano de la operación del maltratador, es desandar ese camino y restituirle su espacio subjetivo.

Así, por ejemplo, la caja ‘standard’ de la hora de juego tendrá que ser especialmente adaptada al caso. Para ello, tomaremos en cuenta todo lo que los adultos nos hayan comunicado acerca del niño y, luego de conocerlo, lo que podamos vincular con él. Escucharemos sus preferencias. Si se trata del arte, ampliaremos aquéllos elementos de dibujar y pintar, siguiendo, así, la forma expresiva más facilitada en él.

Asimismo, adaptaremos el tiempo de las entrevistas, estaremos dispuestos a interrumpirla a su pedido. Durante las mismas, además, estaremos atentos a las señales de angustia del niño. En un caso, vimos cómo los juegos que referían al abuso causaban desorganización en el niño y cómo él graduaba esta emergencia apelando al armado de rompecabezas, por ejemplo. Obtenía así un marco adecuado para esa angustia. Su ánimo, perturbado, triste, cambiaba de tono, se lo veía charlar animadamente, se reponía. Otros juegos organizados cumplían la misma función. Seguir ese proceso fue muy importante para poder aislar, cercar, los juegos que comprometían afectivamente al niño y deducir, a partir de ello, conclusiones diagnósticas.

Hay mucho dicho acerca de los riesgos de revictimizar al niño. Sin embargo, debemos destacar que, si tenemos claro y presente siempre y en todos los detalles, que nos dirigimos a un sujeto, es posible pensar la pericia como uno de los pasos de cierta ‘reparación’. Retomaremos este punto al referirnos tanto al armado del relato como a la sanción que implica que alguien tome en serio la palabra del niño, más allá de los resultados legales del proceso.


Los otros participantes

Hay, en todos los casos, otros protagonistas: el o los que denuncian, los que están a su alrededor, las instituciones, etc. Tenemos que evaluar todo ese entorno para decidir a quiénes citaremos, en caso de ser posible, en qué orden los escucharemos, etc. Como línea general, se podría afirmar que ningún testimonio debe ser descalificado de antemano. Así como resulta imprescindible citar a los padres o encargados directos y verlos antes de ver al niño, debemos recurrir a los miembros de la familia que tengan contactos privilegiados con él, a otros cuidadores ocasionales, según el caso.

Podemos, asimismo, entrevistar al pediatra, a terapeutas intervinientes, si los hubiese, a maestros, vecinos, o a cualquier otro personaje que se recorte como significativo en la secuencia que iremos armando. Decimos ‘vamos armando’ justamente porque es la evaluación del caso particular la guía para ajustar nuestras hipótesis y nuestro dispositivo. Es decir, no tenemos el dispositivo a priori, sino sólo lineamientos muy generales y muy firmes a la vez, que se irán precisando a medida que avanzamos.


La escucha y la transmisión

En cuanto al cómo escuchar, pensamos que, más allá del tipo de intervención que nos convoca, la pericia en caso de maltrato o abuso sexual, la escucha está orientada por nuestra formación y es independiente del estilo de intervención restringida que implica una investigación de esta clase. En nuestro caso, el marco es la escucha analítica. El pensar el caso desde ese marco requiere, desde luego, otros instrumentos que nos permitan luego volcar nuestras conclusiones en otros ‘formatos’ para que el destinatario, abogado, juez, etc. pueda entenderlas y validarlas.

Creemos que, para ello, nos pueden ser útiles distintos elementos, tomados de otras orientaciones de la Psicología, para que sirvan de ‘prueba’ verosímil para el otro. Así, se pueden utilizar una serie de cuestionarios y listados de conductas, para ser respondidos por los menores en cuestión o por los padres, según los casos, que pueden resultar traductores útiles de nuestros hallazgos.

Es decir, miramos con la lente que nos ofrece el Psicoanálisis; es decir, escuchamos discursos, relevamos términos significativos, revisamos los vínculos, las fantasías de los participantes, su historia y sus expectativas, la transferencia que se despliega, las resistencias, etc., pero volcamos poco de todo esto. Cuando estos datos nos permiten llegar a una conclusión, buscamos instrumentos que sirvan para hacerla llegar a su destinatario en un lenguaje comprensible y mediante las ‘pruebas’ que pueden ser mensurables y estandardizables, o sea aceptadas por el otro al que nos dirigimos.

Este procedimiento difiere radicalmente del afán ‘objetivador’ de los cognitivitas y de los terapeutas comportamentales, que tienen como meta medir, evaluar, estandardizar, clasificar. Con este fin, coleccionan signos y verifican su presencia en un sujeto reduciéndolo, así, a la categoría de objeto, bajo el supremo signo de la ‘ciencia’. Como dijo, hace algún tiempo, Philippe Dousty-Blazy, Ministro de Salud de Francia, ante el avance del afán de mensurar por parte de las TCC, “el sufrimiento psíquico no es evaluable ni mensurable”.


La posición de ‘juicio suspendido’, la formulación de ‘contrahipótesis’. El peligro de la ‘identificación con la víctima’. La importancia del trabajo compartido, del interlocutor válido, de la supervisión. El caso del perito de parte y las presiones a que se ve sometido.

Cuando hablamos de ‘juicio suspendido’, quizás de modo impropio, nos referimos a suspender la precipitación de una conclusión. En verdad, el juicio, si de juzgar se trata, lo tenemos siempre suspendido, incluso cuando trabajamos en la atención clínica. En este caso, si se trata de evaluar la existencia o no de maltrato infantil, si se trata de establecer la probabilidad de que tal hecho haya ocurrido y de señalar al posible perpetrador, tenemos que tolerar no precipitar las conclusiones. Decimos tolerar porque es muy pregnante la posibilidad de identificarse con la víctima, con su estado de indefensión.

Podemos recibir toda clase de demandas, incluso provenientes de quien puede ser el victimario; o también destinadas a encubrir a alguien o para obtener un beneficio espurio, etc. Por todo ello, de entrada, es necesario mantener la neutralidad y recibir los testimonios tratando de escuchar sus ‘falla’, es decir, aquellos resquicios que nos permitan aproximarnos a la verdad.

En este sentido, es útil -cuando se nos va imponiendo una primera hipótesis- construir otras, que llamaremos ‘contrahipótesis’, que cambien las posibilidades que más nos seducen. Intentaremos mantener esas otras hipótesis el tiempo que nos sea necesario, tratando de corroborarlas, de encontrar más argumentos en su favor, etc. Es un modo voluntarioso de eludir el malestar de no saber y la trampa de caer en la posibilidad más obvia.

En un caso, por ejemplo, parecía tan obvio que el abuso había sido extrafamiliar, que armamos una hipótesis consistente, en la que adjudicamos el interés de la familia en denunciar al perpetrador como externo a un afán por encubrir actitudes incestuosas de la madre con su hija. También, en el mismo sentido, imaginamos que la madre había sido sorprendida por su hija mientras estaba con otro hombre de la familia. Tomamos muy en serio estas posibilidades, que luego probaron ser falsas, de modo tal de no dejarnos llevar por el ‘sentido común’.

Por otro lado, el contrapunto con el interlocutor válido, con un compañero que trabaje junto a nosotros, con un supervisor de confianza, permite tomar distancia, encontrar otras posibles ‘versiones’, postergar la conclusión, etc.

En el caso del perito de parte, el problema se agudiza. Se trata, en estos casos, de eludir algo que es muy propio de esta cultura: aquello por lo que pago me pertenece. De ahí a exigir que el perito o consultor de parte llegue a la conclusión que yo necesito que el juez sancione hay un solo paso. Por ello, es necesario que este punto quede explicitado desde el comienzo, que se diga a los que contratan la consulta, por obvio que parezca, que vamos a trabajar sin dar nada por sentado, que el hecho de ser contratados por ellos no nos condiciona en la formulación de los resultados. Además, se trata de un deber que hace a la función pues, a diferencia de lo que concierne a los abogados, al perito de parte le corresponden legalmente los mismos deberes que al de oficio y que a los testigos.

De hecho, sostener una posición neutral en estos casos, tomar su palabra pero no ‘casarse’ con la versión, produce cataclismos en la transferencia, desconfianza, y puede determinar, incluso, la ruptura del acuerdo de trabajo. Es una cuestión de tacto y timing la que lleva a mantener la neutralidad sin que el lazo se quiebre.


¿Hubo abuso o maltrato? ¿Quién lo cometió? ¿Se puede hablar de síndrome de abuso sexual infantil?

El fin de una pericia o de un psicodiagnóstico, en estos casos, debería poder responder, con cierta probabilidad de acierto, las dos primeras preguntas. También debería incluir las pruebas de que el niño es capaz de diferenciar verdad de falsedad así como fantasía de realidad. Partimos de la base de que el niño suele decir la verdad cuando denuncia un abuso. Este dato, que se encuentra respaldado por una casuística importante –sólo el 8% de los casos denunciados tienen como origen la sugestión del adulto para la ‘fabricación’ de una acusación falsa-, tenemos que encuadrarlo dentro de nuestras referencias teóricas.

Desde nuestra posición como clínicos, el paciente siempre dice la verdad, aunque ‘mienta’. En tal caso, dice otra verdad que habrá que descubrir. En el caso que nos ocupa, el problema se complica, pues no nos piden verificar la realidad psíquica sino la realidad de la ocurrencia de hechos que son punibles por la ley, que conciernen al niño y, también, a otros que pueden ser sancionados a partir de nuestras conclusiones.

Entonces, habrá que trabajar en dos niveles: un nivel de conceptualización psicoanalítica, en el cual podemos sostener a priori que la palabra del niño y de los participantes es verdadera, y un nivel de trabajo referencial, por llamarlo de algún modo, en el que confrontaremos todos los testimonios recibidos, buscaremos fallas y contradicciones, supondremos móviles que no están explicitados, analizaremos las producciones de las técnicas, dejaremos crecer nuestras ‘contrahipótesis’, sostendremos nuestro ‘juicio suspendido’, etc. Nuestro objetivo, en esta segunda aproximación, es confrontar el testimonio de los que denuncian con sus propias producciones discursivas, gestuales, transferenciales, gráficas, etc.

Cuando nos limitamos al trabajo clínico nos concentramos en la realidad psíquica, en la que –sabemos- no existe contradicción. En estos casos de abuso o maltrato podremos, si llegamos a verificar que el testimonio no es verosímil, encontrar las pistas, las motivaciones, que llevaron a su construcción. Una madre puede denunciar a un marido como abusador porque necesita extraer de él algo, porque quiere perjudicarlo a partir de sentirse despechada, etc. El niño que es instalado en el lugar de denunciar tal ‘abuso’ fabricado está, de todos modos, diciendo una verdad, pues se trata de maltrato y abuso, es decir, ha sido colocado en el lugar de objeto, empujado, usado para lograr un beneficio personal que no le concierne y sobre el cual no puede decidir.

La autoridad, el poder del adulto sobre el niño es lo que cuenta para que eso sea posible. Si lo pensamos, podríamos decir con seguridad que el niño siempre dice la verdad, aunque no sepa cuál es, pues cuando es obligado o empujado a mentir, lo hace desde un lugar de sometimiento a un otro del que depende para su subsistencia tanto efectiva como emocional.

Pero nuestra tarea en una pericia es, más allá de asegurarle al niño que él es el único que sabe, y que le creemos sin ningún reparo, descubrir en estos casos si la versión que se denuncia es la verdadera o no. Y, en este caso, ‘verdadera’ se refiere a que es coincidente con hechos efectivamente acaecidos. O sea, se trata de una verdad que no es la misma que la que estamos pensando en relación con la palabra del menor.

Por otro lado, si se trata de una consulta clínica y sospechamos la existencia de abuso o maltrato, debemos, en todo caso, tomar decisiones apresuradas cuando está en juego la seguridad del menor. Así, podemos decidir la separación del menor de su hogar, la separación de alguno de los miembros de la familia del hogar, el retiro del niño de la escuela, etc. En estos casos, obramos sabiendo que podemos hacerlo con un margen de error, por la premura del caso, pero no tenemos otra posibilidad.

Estas dificultades hacen indispensable que el rol de perito y el rol de psicoterapeuta sean ocupados por dos personas diferentes en todos los casos.

El DSMIV. Los listados de síntomas para chequear ausencia y/o presencia de signos de maltrato o abuso . Lo que se juega en el trauma.

Si nos detenemos en los efectos del abuso o el maltrato en los niños, encontraremos diferentes ‘listados’ de signos o de síntomas cuya presencia indica la probabilidad de su ocurrencia. Todos los investigadores, sin embargo, coinciden en señalar que no existe un ‘sindrome de abuso sexual’ como tal. También, es cierto, indican que las estadísticas prueban que es frecuente la presencia de dichos signos, en su totalidad o parcialmente. De entre ellos, jerarquizan la presencia de signos de comportamiento sexualizado inapropiado para la edad, de stress postraumático, y de depresión. Es por ello muy importante poder chequear, en cada caso, lo esperable para el niño según su edad, para poder así ponderar lo que parezca inusual sobre ese fondo.

Sabemos que, en referencia al trauma, nuestras concepciones difieren muy radicalmente de las del DSMIV. Este requiere, en su definición de Stress Postraumatico, la evidencia del evento que ocasiono el síndrome. O sea, tenemos que saber de antemano qué suceso realmente acaecido fue el que ocasionó la respuesta del sujeto. Para el Psicoanálisis, este requisito es un absurdo que contradice lo que sabemos del efecto traumático. El Psicoanálisis evalúa si hubo trauma a posteriori. No le interesa saber si sucedió algo ni evaluar la magnitud de lo ocurrido, sino que pone el acento en la imposibilidad de la tramitación por el sujeto. El sujeto no tiene con qué procesar lo que le ocurre, más allá de la ‘calidad’ o la ‘cantidad’ en juego en esa ocurrencia. Por ejemplo, podemos decir que el encuentro primero con la sexualidad es siempre traumático, ya que no hay representaciones adecuadas en el Inconsciente. Pero, en este caso, estamos ante los efectos de la constitución en el sujeto.

Cuando nos referimos al ‘trauma’, al ‘Stress Postraumático’, o a la Neurosis de Angustia, nos basta con el efecto subjetivo, con la presencia de la angustia y todas sus manifestaciones somatopsíquicas, para decir que hubo ‘trauma’. No necesitamos más. Es el efecto subjetivo el que califica, a posteriori, que lo que le ocurrió al sujeto adquirió carácter traumático. Así, para cada uno, de acuerdo a sus condiciones, a su historia, a sus posibilidades de elaboración, etc., un suceso realmente acaecido puede o no devenir traumático. Y no nos tenemos que poner en jueces de la gravedad del acontecimiento, gracias a esta valiosa herramienta conceptual.

Un detalle, una mirada, un roce de la piel, un comentario, no sabemos qué, puede ser traumático, y, por el contrario, hay quien ha pasado por el campo de concentración y ha encontrado la forma de responder de modo de tramitar esa experiencia por la sublimación, por ejemplo. Entonces, nuevamente, tenemos que usar nuestros instrumentos para evaluar y, luego, traducir en la ‘lengua’ que la comunidad ha elegido, desgraciadamente, como ‘entendible’ para aceptar nuestras conclusiones.

Una de las maneras de afrontar lo intolerable para el niño es apelar a la disociación. El niño está y no está presente en la escena. Se disocian ideas, representaciones, o se disocia una idea del afecto concomitante, para soportar la angustia ya que no tiene posibilidad de elaborar, de significar, lo que le sucede. Algunos autores sostienen que la disociación es un obstáculo para rememorar luego esas vivencias. Otros, por el contrario, sostienen que ese estado le permite fijar los recuerdos, detalles, etc. En verdad, es probable que sólo el caso por caso nos dé la clave. Un color, un olor, una palabra puede quedar como ‘retazo’ de la experiencia, puede ser desencadenante de angustia, sin que, por ello, el sujeto recuerde de dónde proviene. Una nena pequeña despliega una ‘fobia’ al sol, por ejemplo, que se sospecha tiene que ver con el haber sido fotografiada y/o filmada con flash en situaciones abusivas, en escenas que ella describe como: “Había siempre un sol arriba”.


La teoría del trauma por Traición

La teoría del Trauma por Traición (Betrayal Trauma) [6] sugiere que la amnesia psicógena es una respuesta adaptativa al abuso infantil. Su autora, Jennifer Freyd (1994), propone dos dimensiones del trauma: una referida al terror sentido ante el encuentro con un dolor extremo o con la posibilidad de perder la vida. Para nosotros, lo traumático es lo que no puede ser representado, engarzado en la cadena de significaciones. Pero nos interesa aquí la otra dimensión que la autora señala, la que se refiere al sentimiento de traición y amenaza de la relación con el Otro significativo. Esta dimensión concierne, paradigmáticamente, a los casos de niños abusado por sus adultos más cercanos, de los cuales dependen para sobrevivir. El niño está ‘obligado’ a olvidar por su imposibilidad de cortar el lazo con su padre o su madre. El niño bloquea el dolor del abuso y de la traición al aislar el conocimiento de los mismos de su conciencia y de su memoria.

El Trauma por Traición ocurre cuando las personas o instituciones de las cuales dependemos para la supervivencia nos violan de alguna manera. Un ejemplo de traición a la confianza es el abuso sexual infantil. Cuando el abuso es extrafamiliar, podemos incluir, sin embargo, esta dimensión cuando los adultos cercanos no responden adecuadamente al malestar del niño, a sus cambios, o a sus declaraciones; cuando no le creen, por ejemplo. La niña de la fobia al sol desplegó un enojo encarnizado contra sus padres hasta que éstos empezaron a ocuparse de ella, de sus cambios de conducta, etc.

Siguiendo esta línea, debemos estar atentos, si nos consultan por abuso o maltrato, para localizar, en algún momento del relato, la descripción de un quiebre, un dato de ruptura en la continuidad, en la cotidianeidad. Esto es así por el efecto de la irrupción angustiosa. El niño afectado es muy probable que haya sufrido cambios drásticos, que haya exteriorizado algún tipo de malestar o de queja, de pérdida de logros o de aparición de reacciones distintas de las habituales. Si no las hubiera, de todos modos, no quiere decir que podamos aseverar que el abuso o el maltrato no ocurrieron. Simplemente, es un dato más que, aislado, nada dice. Su ausencia deberá ser valorada junto con todo el material. La presencia de ese quiebre, sin embargo, es un dato de peso para nuestras conclusiones. Asimismo, la valoración por parte de los adultos de ese momento, las reacciones que produjeron, el modo en que respondieron a los cambios del niño, etc. Su sordera o incapacidad para responder serán, también, datos a ser tenidos en cuenta.

Las actitudes de los adultos frente al quiebre, a la modificación en el niño, pueden dar lugar, al develamiento, otro punto que merecerá toda nuestra atención: ¿A quién elige el niño para contarle lo ocurrido? ¿Cómo lo cuenta? ¿Cómo es recibido su relato? Este momento y lo que lo rodea tiene gran importancia en la construcción del caso.

Más allá de descubrir qué ha pasado y quién lo ha realizado es necesario, en todos los casos, poder precisar un diagnóstico, saber si el niño y/o sus allegados padecen patología de otro orden, encontrar otras causas posibles que el abuso para dicha patología. Para todo esto es necesaria la evaluación diagnóstica.

 
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Notas y Bibliografía
 

[1] Mario Zárate. http://www.monografias.com/trabajos16/prevencion-maltrato/prevencion-maltrato.shtml
[2] National Data Archive on Child Abuse and Neglect. http://www.ndacan.cornell.edu/
[3] Academia Americana de Pediatría. Healthy Children. Safety & Prevention. Sexual Abuse.
http://www.aap.org/en-us/search/pages/results.aspx?k=child%20abuse
[4] Lacan, Jacques, Intervenciones y Textos 2, Dos notas sobre el niño, Manantial, 1988, pág. 55.
[5] Oleaga, María Cristina, “Desnutrición simbólica y desamparo”. El Psicoanalítico Nº 3, 2011, Argentina. http://www.elpsicoanalitico.com.ar/num3/subjetividad-oleaga-desnutricion-simbolica-desamparo.php
Leone, Alicia, “Silvia Bleichmar (1944-2007) Una teoría de los orígenes”. El Psicoanalítico Nº 3, 2011, Argentina. http://www.elpsicoanalitico.com.ar/num3/autores-leone-bleichmar-metapsicologia.php
Yago, Franco, “Deseo de esa mujer” El Psicoanalítico. Nº 7, 2011, Argentina.
http://www.elpsicoanalitico.com.ar/num7/clinica-franco-sexo-loco.php
[6] Freyd, Jennifer J. Betrayal Trauma: Traumatic Amnesia as an Adaptive Response to Childhood Abuse. http://dynamic.uoregon.edu/~jjf/articles/freyd94.pdf

 
Bibliografía
 

Colombo, Rosa InésBeigbeder de Agosta, Carolina, Abuso y Maltrato Infantil. Hora de Juego Diagnóstica. Editorial Sainte Claire. Buenos Aires, 2003.
Beigbeder de Agosta, Carolina, Colombo, Rosa Inés y Barilari, Zulema, Abuso y Maltratro Infantil. Entrevista Inicial Institucional. Pericia Forense. Cauquén Editora. Buenos Aires. 2000.
Echeburúa, Enrique y Guerricaechebarría, Cristina, Abuso Sexual en la Infancia: Víctimas y Agresores. Un enfoque clínico, Ariel, Barcelona. 2.000
Colombo, Rosa Inés, Baigbeder de Agosta, Carolina y Barilari, Zulema, Abuso y Maltrato Infantil. Inventario de Frases. Cauquén Editora. 2ª edición: 2002.
Ames, Louise B. y otros, Child Rorschach Responses. Brunner/Mazel Publishers. New York. 1974
Siquier de Ocampo, M. L., García Arzeno, María E. y colaboradores, Las Técnicas proyectivas y el Proceso Psicodiagnóstico. Ediciones Nueva Visión. 1974
Colombo, por Rosa Inés, Baigbeder de Agosta, Carolina y Barilari, Zulema Abuso y Maltrato Infantil, Indicadores en Persona bajo la lluvia. Cauquén Editora. Buenos Aires. 2004
Nodelis, Haydée. Test de Rorschach. Test de la Familia. Operadores para diagnóstico e intervenciones,. Catálogos. Buenos Aires. 2005

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