Carlitos murió
en una fría madrugada de un día lunes.
Cuando me enteré, mi primera reacción
fue un rotundo -¡No!, si está allá-,
señalando en dirección al umbral donde
pasaba la mayor parte de las horas del día y
de la noche.
Carlitos era tan menudo que su cuerpo parecía
el de un niño pero ese cuerpo de niño
conservaba las marcas de una vida intensa, bregando
constantemente por una libertad que no siempre pudo
conservar. Solía sentarse en el cordón
de la vereda, sobre la esquina; ahí los autos
doblaban peligrosamente – ¡eh, Carlitos!,
¿no es peligroso estar ahí?-. A lo que
respondía con un convincente Nooo largo, acompañado
por un gesto tranquilizador con su mano derecha. Yo
admiraba su actitud desprejuiciada como quien puede
aventar el peligro por ser quien era, un hombre en la
calle.
Escribió Memorias
de un Vago y lo dedicó a quienes no tienen un
perro que les ladre.
[1]
Había escrito: … “un indocumentado
es una persona que quiere vivir en libertad, sin compromiso
y sin reglamento y que nadie le joda la vida. Para gente
como yo es lo mejor que hay. Así, aunque la sociedad
nos margine les diré que somos más felices
que ellos sin estar enredados en esa telaraña
de falsedad, mezquindad y mentiras…”.
Turbada por una silenciosa tristeza, comencé,
luego de unos días, a hablar de su muerte; recordé
que aún siendo de la misma edad, dos personas
ya mayores, al lado de él me sentía, algunas
veces, como al lado de mis tíos quienes siendo
yo una niña me contaban historias de sus vidas.
¿Cómo despedirlo?; pensé en comprar
flores y dejarlas en el umbral que fue su casa, o hablar
con los vecinos, encontrarnos ahí mismo y despedirlo
con un gran aplauso.
Hablar de Carlitos fue el ritual que me permitió
familiarizarme con su muerte y rendirle mi homenaje.
No quería olvidarlo, sería como volver
a matarlo.
Cuando yo era una niña la muerte sucedía
en familia. Las familias eran grandes, había
bisabuelos y abuelos y muchos tíos y primos y
nueras y yernos donde siguiendo el derrotero natural,
siempre alguien moría. Era la casa el lugar de
acogida; el cajón permanecía abierto y
el muerto quedaba expuesto a la mirada de parientes,
amigos y vecinos; la casa se llenaba de gente, se servía
café y anís en un gesto de hospitalidad
con aquellos que se acercaban a saludar a los deudos;
a la madrugada quedaban los más íntimos
y surgían los chistes con que se intentaba sustituir,
por segundos, la tristeza.
Hoy comprendo la importancia de todos esos actos repetidos,
con la misma secuencia y en el mismo tiempo; el ritual
de ese abrazo reconfortante que brindaba el desfile
incansable de visitas; sentí la gran soledad
de una ausencia y la ausencia de quienes me consolaran
a mí que había perdido a un amigo; alguien
más que ya no podría pensar en mí.
Cada época cuenta con rituales acordes a la
mirada que tiene sobre la muerte. Hoy, existe una tendencia
entre nosotros a hacerla invisible; prolongamos agonías
con frías tecnologías, acortamos los velorios
y cremamos los restos. Nos quedamos huérfanos
de los rituales que nos acercan a la muerte, a la despedida
y al homenaje.
¿Cómo decirle hoy chau a Carlitos que
murió en la calle?
[1] Idone, Olga – Hombres
en la calle. Ed. Baobab - 2010
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