Ni
modo. Tampoco ingenio o compromiso del real, es decir,
ese compromiso con alguna causa que puede llegar a poner
en riesgo el empleo, la reputación, el buen pasar,
la vida fácil. El compromiso, en todo caso, hoy
está fundado en la conveniencia, en el provecho;
tiene que ver con el empleo y con la certeza de una
tranquilidad absoluta. No hay voces impares que suenen
en alguna parte de los medios de comunicación
que toman partido, a toda hora, por una u otra parte.
Porque hay dos partes. Una tiene la verdad absoluta,
y al que no esté de acuerdo con esa verdad, ni
bola, ni empleo, ni jota. Y la otra mitad, también.
Un duelo de mandatarios del relato de la presunta realidad
en el que no tienen cabida las voces que disienten con
esa mirada jerárquica y absolutista de la vida.
Los de un lado, el lado oficial, cometen el terrible
error de dárselas de hacedores de una historia
en la que buena parte de ellos poco y nada participaron.
Los del otro lado, oligarcas de cuarta, publicistas
de la dictadura, de la época dorada del menemismo,
sin ferrocarriles, ni rutas, ni petróleo ni nada,
lo mismo. ¿En qué lugar buscar respiro?
El periodismo argentino se ha convertido en una resaca
de lágrimas, en una carrera de vociferadores
que trata como estúpidos, pelotudos, funcionales
a esto o aquello, a los que vacilan, a los que dudan
de la veracidad del relato. El periodismo argentino
es riquista: “La duda es la jactancia de los intelectuales”.
Así las cosas, escribir se ha convertido en un
drama. Escribir, digo, lo que uno quiere escribir; decir
lo que uno cree más apropiado decir; gritar lo
que uno cree que se debe gritar. Para escribir hoy una
nota en la Argentina siento la necesidad de incluir
un prólogo, suerte de “Aclaración
al lector”. Tipo: “El autor de este artículo
cree oportuno aclarar que no tiene militancia partidaria.
Que tanto abatimiento le causan los arrebatos de 6,7,8,
El Argentino, Página/12 y Miradas al Sur, como
los arrebatos de La Nación, Clarín, Perfil,
Noticias y demás. Simplemente pretende contar
o decir algo y que no lo encasillen”.
Hace tiempo que no publico artículos en medios
argentinos. Mucho tiempo. No porque no quiera hacerlo.
Siempre me asaltan ganas de decir algo, de contar algo,
de referir cosas o cositas. Estamos en la era del periodismo
militante, expresión que no llego a entender
porque, me parece, el que milita no puede cobrar un
sueldo. En mis años de militancia estudiantil,
años setenta, pagábamos de nuestro bolsillo
los aerosoles para escribir consignas, ideas de las
que estábamos muy convencidos, en las paredes
y muros de la ciudad; pagábamos de nuestro bolsillo
el esténcil para imprimir en el mimeógrafo
los volantes y los folletos; pagábamos el boleto
del colectivo, del tren, o, en caso de extrema urgencia,
el taxi para llegar a tiempo a un acto, a una marcha,
a una reunión; buscábamos en las zapaterías
las cajas de zapatos sobrantes para armar las cajas
volanteras; comprábamos en las librerías
esos autoadhesivos, que llamábamos obleas, en
los que escribíamos consignas revolucionarias
y después pegábamos en las puertas de
colectivos y subterráneos. Y nadie se quejaba
por hacerlo. Al contrario. De nuestros sueldos de cadete,
obrero, oficinista, lo que fuere, sacábamos esos
pesos sin pensarlo dos veces. Era algo natural. Nos
movían ideas, convicciones. Ganas de agarrar
el río con una mano. Me refiero al espacio en
el que yo militaba, la Unión de Estudiantes Secundarios,
alineada con Montoneros.
Periodistas militantes de uno y otro lado. Porque hay
un lado y hay el otro. Y, en el medio, muchos que, como
yo, no saben qué mierda hacer. He ofrecido mi
oficio a diarios y revistas de toda naturaleza, hasta
les he propuesto hacer a un lado la cosa política
y escribir crónicas, es decir, textos despojados
de política cruda, apenas crónicas. Y
nada. Silencio. Entonces escribo libros. Las editoriales
nunca jamás me han censurado. Sí, desde
luego, y en contadas oportunidades, me han aconsejado
eliminar alguna adjetivación para ahorrarnos
demandas. Bien, todo bien eso. Pero la política
editorial de las revistas y los diarios argentinos causa
pavor.
A uno le quitan las ganas de escribir. A uno le quitan
las ganas. A uno. Un loco kirchnerista, amigo de mi
cuñada, me mandó decir: “¡Y
si no consigue publicar en ningún medio, entonces
que escriba en un blog!”. No tiene nada de malo
escribir en un blog, claro. Pero no me da plata, no
gano un centavo. El blog, en todo caso, es verdadero
periodismo militante. Se escribe porque sí, para
sí, y para el lunático que de pronto cae,
de puta casualidad, en ese espacio.
Me cago, definitivamente, en ese mamarracho que hoy
llaman periodismo. Escriben con los codos. No tienen
la menor idea de lo que están diciendo. No hablan
de las cosas que interesan. Nos meten, esos bandos,
en un lupanar de la información. Y cobran buenos
pesos por hacerlo. Creo que el periodismo es otra cosa.
Ni una ni la otra. Otra. Difícil de definir.
¿Tiene que ver con el bien público? Uno
presume que sí. ¿Tiene que ver con la
advertencia, con la vigilancia, con el control del poder
político? Tal vez. El buen periodismo no debe
declamar ni gritar ni ocultar ni amenazar ni sostenerse
en la chicana. Creo que debe estar del lado de lo que
considera más justo. El periodista, no el periodismo,
porque el periodismo es una categoría vaga, evanescente.
Ahora se habla de periodismo como si el periodismo no
fuera otra cosa que un altar al que llegan los iluminados.
El periodismo es un oficio al que se entregan personas
que quieren contar las cosas que les pasan a las personas.
No es tan difícil entenderlo. No es una profesión
a la que se entregan, a cambio de un buen salario, personas
que quieren contar lo que consideran que deben contar
para satisfacer la gula de un patrón o de un
gobierno o de un partido político. Para eso,
que militen, organicen actos, tomen un megáfono,
digan lo que quieren decir, y nada de centavito a cambio.
Porque la militancia es otra cosa. No nos sometan, los
de uno y otro lado, porque hay uno y otro lado, al martirio
de escuchar o leer sus divagues ideológicos.
Está muy bien que eviten el contrabando de ideología
y a los gritos declaren que son oficialistas u opositores,
pero, por favor, háganlo con una cuota de decoro,
de talento, de lucidez, de propiedad. No asesinen la
semántica, la gramática, el calor de la
palabra. De la declamación al patetismo hay menos
de un paso, o quizá ninguno. Ya no quedan en
los diarios y en las revistas artículos de personas
que escriban de modo libre, independiente, con algo
de estilo y soltura. Todo es chirle, sometido a urgencias
políticas. No hay cronistas. No hay tipos que
al menos deslicen una idea. El último que lo
hacía, se fue. León Rozitchner, y, por
suerte, todavía anda por ahí Grüner.
De José Pablo Feinmann ha quedado su nombre,
su estuche. Sus afiches de página entera en Página/12
que semejan la publicidad de las charlas de un evangelista
de la filosofía. El periodismo se ha convertido
en espectáculo. La noticia, en mercancía.
De uno y otro lado. Porque, cosa de mierda, hay uno
y otro lado. A veces escucho decir a algunos periodistas:
“Yo siempre escribí lo que quería,
nunca me censuraron”. Lo ha dicho Morales Solá,
lo ha dicho Lanata, lo ha dicho Caparrós, lo
han dicho muchos. Y claro, hombre, porque nunca jamás
escribiste algo que incomodara al medio en el cual publicabas.
O publicás. ¿Eso es libertad de expresión?
No. Eso es acomodamiento animal al medio ambiente con
el único propósito de cobrar unos pesos,
o de ganar fama, o todo eso.
Recuerdo que cuando Morales Solá escribió
una nota en la que decía que Ernestina de Noble
había adoptado a sus hijos en buena ley, le respondí
con una carta que envié a La Nación. Una
carta muy educada y, creo, con fundamentos. Jamás
la publicaron. Pero Lanata tiene espacio en ese diario.
El revolucionario Lanata, que cuando llamábamos
a asamblea en Página/12 para, tal vez, ir a un
paro, aparecía en la redacción a los gritos
diciéndonos que ese era un diario progresista,
que lo hacíamos entre todos, y que no cabía
ningún tipo de huelga. Y los jefes de redacción
inclinaban la cabeza y sin reparo alguno se ponían
a hacer el diario entre ellos, a los ponchazos, porque
el diario debía salir. Algunos de esos jefes
andan por la redacción de revistas y diarios
de uno u otro lado, porque hay uno y otro lado. Saben
comer de toda mano.
¿Qué diferencia notoria hay entre Página/12
y Clarín a la hora de informar, de titular una
noticia? Me refiero, claro, a la intencionalidad política.
¿Y entre La Nación y Miradas al Sur? Ninguna.
Todos, los unos y los otros que cada día pretenden
informarnos desde sus páginas independientes
y objetivas, caen en el pecado de la vociferación.
Unos nos dicen que estamos en plena revolución;
los otros nos dicen que estamos en pleno proceso de
desintegración y autoritarismo. Nadie nos permite
decir que estamos a la espera, reflexionando, contemplando
este amasijo de la información, este descuartizamiento
del sentido común, esta cosa melancólica
de la decrepitud de la palabra. Asunto que en estos
días cobró el grado sustantivo de la hipocresía:
todo el periodismo, absolutamente todo, el de una parte
y de la otra, echando lágrimas y mocos por lo
que ocurrió en diciembre del 2001. Paf! Hablar
de las cosas terribles que ocurrieron es cosa fácil
cuando te lo permiten, cuando no está en juego
tu empleo.
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