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El periodismo en la era de la
vociferación (I)
Por Hernán López Echagüe
silenzi@adinet.com.uy
 

Ni modo. Tampoco ingenio o compromiso del real, es decir, ese compromiso con alguna causa que puede llegar a poner en riesgo el empleo, la reputación, el buen pasar, la vida fácil. El compromiso, en todo caso, hoy está fundado en la conveniencia, en el provecho; tiene que ver con el empleo y con la certeza de una tranquilidad absoluta. No hay voces impares que suenen en alguna parte de los medios de comunicación que toman partido, a toda hora, por una u otra parte. Porque hay dos partes. Una tiene la verdad absoluta, y al que no esté de acuerdo con esa verdad, ni bola, ni empleo, ni jota. Y la otra mitad, también. Un duelo de mandatarios del relato de la presunta realidad en el que no tienen cabida las voces que disienten con esa mirada jerárquica y absolutista de la vida. Los de un lado, el lado oficial, cometen el terrible error de dárselas de hacedores de una historia en la que buena parte de ellos poco y nada participaron. Los del otro lado, oligarcas de cuarta, publicistas de la dictadura, de la época dorada del menemismo, sin ferrocarriles, ni rutas, ni petróleo ni nada, lo mismo. ¿En qué lugar buscar respiro? El periodismo argentino se ha convertido en una resaca de lágrimas, en una carrera de vociferadores que trata como estúpidos, pelotudos, funcionales a esto o aquello, a los que vacilan, a los que dudan de la veracidad del relato. El periodismo argentino es riquista: “La duda es la jactancia de los intelectuales”.
Así las cosas, escribir se ha convertido en un drama. Escribir, digo, lo que uno quiere escribir; decir lo que uno cree más apropiado decir; gritar lo que uno cree que se debe gritar. Para escribir hoy una nota en la Argentina siento la necesidad de incluir un prólogo, suerte de “Aclaración al lector”. Tipo: “El autor de este artículo cree oportuno aclarar que no tiene militancia partidaria. Que tanto abatimiento le causan los arrebatos de 6,7,8, El Argentino, Página/12 y Miradas al Sur, como los arrebatos de La Nación, Clarín, Perfil, Noticias y demás. Simplemente pretende contar o decir algo y que no lo encasillen”.

Hace tiempo que no publico artículos en medios argentinos. Mucho tiempo. No porque no quiera hacerlo. Siempre me asaltan ganas de decir algo, de contar algo, de referir cosas o cositas. Estamos en la era del periodismo militante, expresión que no llego a entender porque, me parece, el que milita no puede cobrar un sueldo. En mis años de militancia estudiantil, años setenta, pagábamos de nuestro bolsillo los aerosoles para escribir consignas, ideas de las que estábamos muy convencidos, en las paredes y muros de la ciudad; pagábamos de nuestro bolsillo el esténcil para imprimir en el mimeógrafo los volantes y los folletos; pagábamos el boleto del colectivo, del tren, o, en caso de extrema urgencia, el taxi para llegar a tiempo a un acto, a una marcha, a una reunión; buscábamos en las zapaterías las cajas de zapatos sobrantes para armar las cajas volanteras; comprábamos en las librerías esos autoadhesivos, que llamábamos obleas, en los que escribíamos consignas revolucionarias y después pegábamos en las puertas de colectivos y subterráneos. Y nadie se quejaba por hacerlo. Al contrario. De nuestros sueldos de cadete, obrero, oficinista, lo que fuere, sacábamos esos pesos sin pensarlo dos veces. Era algo natural. Nos movían ideas, convicciones. Ganas de agarrar el río con una mano. Me refiero al espacio en el que yo militaba, la Unión de Estudiantes Secundarios, alineada con Montoneros.

Periodistas militantes de uno y otro lado. Porque hay un lado y hay el otro. Y, en el medio, muchos que, como yo, no saben qué mierda hacer. He ofrecido mi oficio a diarios y revistas de toda naturaleza, hasta les he propuesto hacer a un lado la cosa política y escribir crónicas, es decir, textos despojados de política cruda, apenas crónicas. Y nada. Silencio. Entonces escribo libros. Las editoriales nunca jamás me han censurado. Sí, desde luego, y en contadas oportunidades, me han aconsejado eliminar alguna adjetivación para ahorrarnos demandas. Bien, todo bien eso. Pero la política editorial de las revistas y los diarios argentinos causa pavor.

A uno le quitan las ganas de escribir. A uno le quitan las ganas. A uno. Un loco kirchnerista, amigo de mi cuñada, me mandó decir: “¡Y si no consigue publicar en ningún medio, entonces que escriba en un blog!”. No tiene nada de malo escribir en un blog, claro. Pero no me da plata, no gano un centavo. El blog, en todo caso, es verdadero periodismo militante. Se escribe porque sí, para sí, y para el lunático que de pronto cae, de puta casualidad, en ese espacio.
Me cago, definitivamente, en ese mamarracho que hoy llaman periodismo. Escriben con los codos. No tienen la menor idea de lo que están diciendo. No hablan de las cosas que interesan. Nos meten, esos bandos, en un lupanar de la información. Y cobran buenos pesos por hacerlo. Creo que el periodismo es otra cosa. Ni una ni la otra. Otra. Difícil de definir. ¿Tiene que ver con el bien público? Uno presume que sí. ¿Tiene que ver con la advertencia, con la vigilancia, con el control del poder político? Tal vez. El buen periodismo no debe declamar ni gritar ni ocultar ni amenazar ni sostenerse en la chicana. Creo que debe estar del lado de lo que considera más justo. El periodista, no el periodismo, porque el periodismo es una categoría vaga, evanescente. Ahora se habla de periodismo como si el periodismo no fuera otra cosa que un altar al que llegan los iluminados. El periodismo es un oficio al que se entregan personas que quieren contar las cosas que les pasan a las personas. No es tan difícil entenderlo. No es una profesión a la que se entregan, a cambio de un buen salario, personas que quieren contar lo que consideran que deben contar para satisfacer la gula de un patrón o de un gobierno o de un partido político. Para eso, que militen, organicen actos, tomen un megáfono, digan lo que quieren decir, y nada de centavito a cambio. Porque la militancia es otra cosa. No nos sometan, los de uno y otro lado, porque hay uno y otro lado, al martirio de escuchar o leer sus divagues ideológicos. Está muy bien que eviten el contrabando de ideología y a los gritos declaren que son oficialistas u opositores, pero, por favor, háganlo con una cuota de decoro, de talento, de lucidez, de propiedad. No asesinen la semántica, la gramática, el calor de la palabra. De la declamación al patetismo hay menos de un paso, o quizá ninguno. Ya no quedan en los diarios y en las revistas artículos de personas que escriban de modo libre, independiente, con algo de estilo y soltura. Todo es chirle, sometido a urgencias políticas. No hay cronistas. No hay tipos que al menos deslicen una idea. El último que lo hacía, se fue. León Rozitchner, y, por suerte, todavía anda por ahí Grüner. De José Pablo Feinmann ha quedado su nombre, su estuche. Sus afiches de página entera en Página/12 que semejan la publicidad de las charlas de un evangelista de la filosofía. El periodismo se ha convertido en espectáculo. La noticia, en mercancía. De uno y otro lado. Porque, cosa de mierda, hay uno y otro lado. A veces escucho decir a algunos periodistas: “Yo siempre escribí lo que quería, nunca me censuraron”. Lo ha dicho Morales Solá, lo ha dicho Lanata, lo ha dicho Caparrós, lo han dicho muchos. Y claro, hombre, porque nunca jamás escribiste algo que incomodara al medio en el cual publicabas. O publicás. ¿Eso es libertad de expresión? No. Eso es acomodamiento animal al medio ambiente con el único propósito de cobrar unos pesos, o de ganar fama, o todo eso.
Recuerdo que cuando Morales Solá escribió una nota en la que decía que Ernestina de Noble había adoptado a sus hijos en buena ley, le respondí con una carta que envié a La Nación. Una carta muy educada y, creo, con fundamentos. Jamás la publicaron. Pero Lanata tiene espacio en ese diario. El revolucionario Lanata, que cuando llamábamos a asamblea en Página/12 para, tal vez, ir a un paro, aparecía en la redacción a los gritos diciéndonos que ese era un diario progresista, que lo hacíamos entre todos, y que no cabía ningún tipo de huelga. Y los jefes de redacción inclinaban la cabeza y sin reparo alguno se ponían a hacer el diario entre ellos, a los ponchazos, porque el diario debía salir. Algunos de esos jefes andan por la redacción de revistas y diarios de uno u otro lado, porque hay uno y otro lado. Saben comer de toda mano.
¿Qué diferencia notoria hay entre Página/12 y Clarín a la hora de informar, de titular una noticia? Me refiero, claro, a la intencionalidad política. ¿Y entre La Nación y Miradas al Sur? Ninguna. Todos, los unos y los otros que cada día pretenden informarnos desde sus páginas independientes y objetivas, caen en el pecado de la vociferación. Unos nos dicen que estamos en plena revolución; los otros nos dicen que estamos en pleno proceso de desintegración y autoritarismo. Nadie nos permite decir que estamos a la espera, reflexionando, contemplando este amasijo de la información, este descuartizamiento del sentido común, esta cosa melancólica de la decrepitud de la palabra. Asunto que en estos días cobró el grado sustantivo de la hipocresía: todo el periodismo, absolutamente todo, el de una parte y de la otra, echando lágrimas y mocos por lo que ocurrió en diciembre del 2001. Paf! Hablar de las cosas terribles que ocurrieron es cosa fácil cuando te lo permiten, cuando no está en juego tu empleo.

 
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