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Curiosidades eróticas. La coprofagia y la guadaña (*)
Selección Héctor J. Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
 

Si el asco que suscita el olor de la mierda es negociable y variable, contra el consumo de excrementos parece existir un tabú inquebrantable y realmente universal.

Cuando alguien come excrementos, ya sean  los propios, los de otras personas o los de un animal, estamos, en realidad, ante situaciones totalmente excepcionales: bajo presión, por gran necesidad, por un estado de confusión mental o por una anómala predisposición sexual, o bien para vulnerar de manera muy consciente las reglas sociales.

Por ejemplo, el Antiguo Testamento relata que el profeta Ezequiel fue condenado por Dios a comer una torta de cebada que había hecho “con los estiércoles de los hombres ante los ojos de la gente” (Ez. 4, 13), aunque el castigo fue suavizado más tarde al permitirle usar también boñiga de vaca.

Del tiránico emperador romano Calígula se decía que le gustaba comer mierda de sus parejas, lo que puede ser una prueba más de que estaba enfermo mentalmente, o de que era tan odiado que se le creía capaz de todo.

Durante la guerra de los Treinta Años, uno de los métodos de tortura preferidos consistía en administrar a la fuerza excrementos líquidos a los prisioneros, un tormento que se atribuía especialmente a los soldados del ejército sueco y que por eso se conocía como la “bebida sueca”. El erudito flamenco Johann Baptista Van Helmont informaba, en el siglo XVII, acerca de un muchacho incontinente que, por miedo al castigo paterno se comía sus propios excrementos para ocultar su lapsus nocturno.

En la novela del marqués de Sade Las 120 jornadas de Sodoma, comer mierda es una de las prácticas sexuales favoritas de los viciosos libertinos de dudosa reputación. Por eso, el consumo de pan en el serrallo sodomita de Sade está prohibido, porque, en palabras de Roland Barthes, “provocaría una digestión inapropiada para la coprofagia a los objetos de placer”. También el ilustrado francés Voltaire, como se dice en Madame Bovary de Flaubert, “en la agonía se cree que engulló sus propios excrementos”. Sin embargo, esta afirmación procede de uno de esos eclesiásticos a los que el ilustrado, como se suele decir, “llevaba de cabeza”, por lo que conviene tomarla con prudencia.

En resumen, puede decirse que el acto de la coprofagia marca una radical transgresión de fronteras: una violación contra un tabú que parece existir ya desde hace milenios en todo círculo cultural. Muy probablemente la estricta separación de alimentación y excreción representada, sin más, un rasgo esencial de la cultura: I don´t shit where I eat (“donde se caga no se come”), como explica un gracioso dicho de Estados Unidos. Quien confunda el proceso de alimentación y el de excreción se comporta de una manera incivilizada. Y quien coma sus propios excrementos o los de otros, abandona con ello no sólo la “comunidad humana de valores”, sino también su lugar en la jerarquía del uso: se pone totalmente al final de la cadena alimenticia, al nivel de Escherichiacoli y otras bacterias intestinales. Consume aquello que otros organismos han excretado como algo sin valor e indigesto.

También es la conocida frase de Götz von Berlichingen, de la homónima obra teatral de Goethe, “¡Sin embargo, dile a él que puede lamerme el culo!”, contiene un componente sádico-anal que alcanza la dimensión más humillante: al tiempo que el lamedor de culos se traga la mierda del otro, le proporciona un placer por medio de la estimulación oral  de la zona anal.

 

[*] Del libro La materia oscura, Historia cultural de la mierda, de Florian Werner. Traducción Aránzazu López Fernández. Ed. Tusquets Bs.As., 2013.



 
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