La palabra ilusión tiene en castellano dos significados, en cierto modo antagónicos. El sentido propio y originario viene del latín illusio: engaño, “concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugerida por la imaginación o causada por engaño de los sentidos” [1]. Todavía presente en expresiones como “ilusión óptica” o “vana ilusión” y en voces derivadas como iluso, ilusorio, ilusionista, etcétera.
El segundo sentido proviene del enriquecimiento semántico que adquiere el termino en la literatura romántica de las primeras décadas del siglo XIX y que se extiende hasta nuestros días: “viva esperanza, expectativas favorables en relación con personas o cosas”. Acepción más vigente, popular y arraigada actualmente en nuestra lengua.
Vemos como el núcleo de la significación deriva del juicio sobre la verdad o falsedad del contenido de una determinada creencia hacia la emoción que esta misma creencia propicia. No obstante, es importante considerar que tanto en alemán como en inglés, respectivos idiomas de los autores que tomaremos, el significado prevalente es el primero, el que hace referencia al engaño o el error. Asunto no menor en la medida en que, como veremos, el pensamiento psicoanalítico ha trascendido en su evolución a esa impronta negativa inicial del término que predomina en sus idiomas de origen.
También es conveniente aclarar que no nos ocuparemos en el presente texto de la ilusión en su versión de equívoco susceptible de ser corregido mediante el conocimiento del error. Nos interesa particularmente la falsa apreciación motivada por el deseo que se impone por sobre la conciencia del error. Lo que resulta sorprendente de esto que podríamos considerar un autoengaño, es cómo bajo su influjo la realidad se debilita y pierde, en aras del deseo, su condición de privilegiada fuente de certezas. Nos adentramos en un terreno en el que los bordes de la realidad pierden nitidez y, por ende, resulta más difícil diferenciar lo que es una ilusión de lo que es real.
El hecho de que la palabra ilusión contenga como su contracara semántica a los conceptos de realidad o verdad es lo que da cuenta de su huidiza condición: ya que podríamos describir la historia del pensamiento filosófico occidental como la indetenible búsqueda y ensayo de siempre renovadas respuestas a las preguntas sobre la realidad y sobre la verdad. De allí la vana e incierta tarea que nos espera si enfocamos la cuestión desde la perspectiva del error enfrentado a la verdad, pretendiendo deslindar lo que es ilusorio de lo que no lo es.
La ilusión en Freud
No se le escapó a Freud esta complejidad. En el artículo en el que aborda con mayor detenimiento y en forma explícita el tema de la ilusión no puede evitar transitar por el profundo declive que tiende a deslizar la indagación sobre la ilusión hacia territorios muy pantanosos y difíciles de delimitar, donde se expande la desconfianza hacia muchas de las certezas que nos sostienen. Sus reflexiones derivan de la ilusión religiosa hacia otras probables ilusiones de la existencia humana, se pregunta sobre la posible naturaleza ilusoria de patrimonios de la cultura que tenemos en alta estima, aparte de la religión, y por los cuales regimos nuestra vida. Por este camino llega hasta plantearse la posibilidad de que la propia creencia en el progreso logrado a través de la razón no fuera más que una ilusión al servicio de los deseos: “Una vez despierta nuestra desconfianza, no nos arredrará inquirir si tiene mejor fundamento nuestra convicción de que podemos averiguar algo acerca de la realidad exterior mediante el empleo de la observación y el pensamiento dentro del trabajo científico” [2].
Sin dejar de valorar los frutos que por estos senderos se podrían eventualmente cosechar, más pertinentes al filosofar, desiste Freud de una tarea tan vasta y alejada de su presente interés, para circunscribir su trabajo al estudio de una sola de las posibles ilusiones: la religiosa.
Innumerables certezas han dejado de serlo a lo largo de la historia de nuestra cultura, despojadas de sus ilusorios ropajes por el infatigable trabajo de la razón. Hasta llegar a que la misma razón fuera también alcanzada por la desconfianza.
“Las verdades son ilusiones de las cuales se ha olvidado que son tales”. [3]
Dios, Naturaleza, Razón, Progreso, forman parte del largo suceder de creencias ilusorias que en el escenario del pensamiento occidental han intentado satisfacer una necesidad básica del ser humano: la de contar con algún fundamento o referencia última, con un horizonte de sentido que le permita vivir en un universo comprensible. De tal forma que al imponerse el derrumbe de un ídolo, los hombres se apresuran a erigir a otro en su lugar.
En el afán por encontrar la clave del sentido de lo que existe, se pretenderá siempre que la interpretación ilusoria es la que sostienen los otros, predecesores o contemporáneos, siendo más difícil asumir como ilusoria la posibilidad de una razón última y definitiva.
Así se han sucedido en la historia del pensamiento occidental las críticas develadoras de lo ilusorio en los fundamentos postulados por un determinado pensamiento para terminar proponiendo otros en su lugar. También se ha ensayado erigir a ese mismo devenir como clave de sentido. Parece difícil, sino imposible, la renuncia a la ilusión de las razones últimas, o fundamentos. Tan es así que no resulta extraño que uno de los pensadores que con más pasión se empeñó en denunciar a esta ilusión de las ilusiones, como Nietzsche, cuyo Zaratustra viene a anunciar la muerte de Dios, y con ella la de la metafísica, termine postulando a la voluntad de poder como la más profunda de las razones.
Las creencias
Más acá de esas ilusiones con las que se intenta satisfacer la necesidad básica de vivir en un mundo inteligible, y por lo tanto compartible, se abre un abanico de otras infinitas creencias que se erigen como intentos de hacer más soportable, e incluso posible, la existencia humana.
Las creencias tienen diferente grado de generalidad, desde las colectivas hasta las personales. A las que funcionan como la amalgama de toda una cultura se suman las que definen la identidad de cada pueblo, las que son patrimonio de grupos y subgrupos y, por último, las personales, producto del trabajo creativo de cada individuo.
Considerando la abundante presencia de las ilusiones en la vida de los hombres es evidente que intentar comprenderlas solo en función de su negatividad, como error, distorsión o autoengaño, restringe nuestra mirada a una perspectiva poco fértil, desde la que nos quedamos sin respuestas para interrogantes básicos como el que se nos plantea sobre las razones de su indudable importancia para la subjetividad o sobre cuál es su papel en el armado de la trama social.
En este sentido, es muy determinante en el pensamiento freudiano una perspectiva que intenta ir más allá del error posiblemente presente en toda ilusión, y se aventura a indagar por su verdad, se pregunta qué tiene esa ilusión en particular para decirnos sobre lo humano. ¿No es acaso la transferencia una ilusión vista por Freud inicialmente solo en su dimensión de obstáculo y de error, para transformarse luego en privilegiado escenario para la manifestación y puesta en juego de la verdad del inconsciente? ¿Y el sueño? La más lograda de las ilusiones, flagrante engaño de los sentidos, es erigido por Freud como vía regia del acceso a la verdad. Finalmente, también a la vapuleada ilusión religiosa la ve Freud como portadora de verdad, la del deseo inconsciente y la que proviene de la huella dejada por la historia infantil.
Ilusión, creencia y ficción son términos que se articulan y superponen desde diferentes flancos en el artículo de Freud sobre la ilusión religiosa. Es que resulta inevitable que al convocar a cualquiera de ellos, entren los otros en danza, como miembros de una familia significante imposible de separar. Entre las intersecciones y superposiciones semánticas de estos términos emerge un área de la experiencia humana de huidiza condición, en la que la vigencia del principio de realidad parece suspenderse. A esta evidente desestimación de la realidad efectiva puesta en juego en la ilusión religiosa la relaciona Freud con la desmentida, mecanismo presente en la psicosis. También aclara que lejos está de querer equipararlos, y que solo se trata de una comparación en el intento de comprender un fenómeno social como el de la creencia religiosa [4]. Lo que sí es evidente es que en la ilusión como autoengaño al servicio del deseo, la realidad es pasible de un tratamiento especial.
Si bien es cierto que en este territorio en el que interjuegan la ilusión, la creencia y la ficción la realidad sufre una suerte de desmentida, también es cierto que se conserva, paralelamente, una justa apreciación de la misma. Se puede rogar a Dios y hacer ofrendas para sanar de algún mal, pero no por ello dejar de seguir al médico en sus prescripciones. El conocido: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Los “milagreros” a los que acuden muchos enfermos graves buscando su salvación, nunca cuestionan los tratamientos médicos de sus pacientes, bien saben que ante la disyuntiva quedaría diezmada su clientela. Las dos opciones, si bien lógicamente excluyentes, se mantienen en vigencia sin interferirse mutuamente. No es una excepción de la creencia religiosa este doble tratamiento de la realidad, se encuentra en la trama que hace posible toda creencia, ficción o ilusión motivada por el deseo.
Esta curiosa dualidad es la que asombra a Octave Mannoni cuando, a raíz de una confusión, su empleada le comunica a un paciente que Mannoni lo espera para compartir un aperitivo. Al llegar, su paciente declara en tono vivo: “Ya sabía que era una broma, lo del aperitivo. Pero aun así estoy contentísimo”. Y luego, casi en seguida: “Sobre todo porque mi mujer sí lo creyó” [5]. Expresa así el doble y contradictorio enunciado que para Mannoni habita en el seno de toda creencia: “Ya sé que la realidad contradice mi creencia, pero aun así continúo creyendo en ella”. Se desestima el desmentido que la realidad inflige a la creencia para, aun así, poder seguir sosteniéndola. El yo abandona su pretendida unidad y se “deforma” para permitirse alojar, sin conflicto, a dos enunciados lógicamente incompatibles.
Esta misma estructura se repite en los diferentes casos de creencias que analiza. Entre ellos el de los Hopi, un pueblo indoamericano que habita en el actual territorio de los EE.UU. Su creencia en los Katsina se apoya en la mistificación de los niños a quienes hacen creer en la real presencia de esos seres poderosos detrás de las máscaras de su celebración anual. Las regularidades que encuentra entre los casos que describe, lo llevan a inferir dos axiomas comunes a todos: “no hay creencia inconsciente” y “la creencia supone el soporte del otro”. Características que, como veremos, también comprenden a la ilusión winnicottiana.
A propósito de esta particular modalidad de funcionamiento yoico, resulta muy llamativo y sugerente un párrafo de Freud en Neurosis y psicosis al intentar dar una respuesta a su pregunta sobre los mediosmediante los cuales logra el yo salir airoso, sin enfermar, de los conflictos que indudablemente se presentan siempre. Considerando a estos caminos de la salud como un nuevo campo de investigación, infiere que su resultado positivo dependerá en parte de las magnitudes relativas en juego: “Y además: el yo tendrá la posibilidad de evitar la ruptura hacia cualquiera de los lados deformándose a sí mismo, consintiendo menoscabos a su unidad y eventualmente segmentándose y partiéndose. Las inconsecuencias, extravagancias y locuras de los hombres aparecerían así bajo una luz semejante a la de sus perversiones sexuales; en efecto: aceptándolas, ellos se ahorran represiones” [6].
Se puede ubicar a nuestros corrientes y comunes pequeños pecados de creencia dentro de estas “inconsecuencias, extravagancias y locuras de los hombres”. Por un lado, sabemos que dar la sal en la mano, lo que dice el horóscopo, contar algo bueno antes de que sea seguro, o el lugar desde el que miremos el partido no tiene ni la menor incidencia sobre los hechos de la realidad, pero igual funcionamos como si pudieran modificar su curso. Es decir, sabemos que no contamos con el poder de acciones mágicas que nos ayuden en este mundo, pero lo desmentimos y conservamos nuestros deseados poderes. Aunque también conservamos el contacto con las evidencias a las que los hechos nos someten y reconocemos la impotencia de nuestra desteñida magia civilizada.
Como vemos, el Yo termina alojando dos actitudes contrapuestas que coexisten en su seno sin entrar en conflicto, se mantienen las dos activas y paralelas sin interferirse mutuamente. El Yo ha renunciado a su síntesis, aloja una moción de deseo que responde al principio del placer en coexistencia con otra opuesta que responde al principio de realidad, su ductilidad ha evitado una represión. También en El malestar de la cultura Freud habla de ilusiones alternativas a la religión, quenos ayudan a soportar las miserias de la vida humana: “Las satisfacciones sustitutivas, como las que ofrece el arte, son ilusiones respecto de la realidad, mas no por ello menos efectivas psíquicamente, merced al papel que la fantasía se ha conquistado en la vida anímica” [7].
Existe una gama de actividades de los seres humanos que se desarrollan al margen de su vida corriente, fuera de las convenciones y certezas habituales que rigen sus conductas e interacciones. En principio y en general, aunque no siempre, cursan en forma marginal al circuito de las actividades económicas y laborales relacionadas con la subsistencia. Su importancia suele ser variable para diferentes culturas, e incluso para diferentes grupos dentro de la misma cultura, pero nunca deja de estar presente como una sombra difusa que contiene algo esencial a lo humano.
Curiosa geografía esta de la creencia, su suelo es pantanoso y con frecuencia nos adentramos en él sin darnos cuenta, sus bordes se diluyen y se interpenetran con los de la realidad. Si bien no es la intención entrar en indagaciones filosóficas sobre la realidad como construcción social y sus relaciones con la ficción, no resulta un tema menor ni fácilmente evitable en estos parajes de la creencia. Los rituales sagrados, los mitos, el arte y el juego pueden parecernos claramente diferenciables entre sí al considerarlos desde algunas de sus características, sin embargo, al ahondar en sus raíces, descubrimos que estas se entrecruzan en un territorio común cuya delimitación se nos hace difícil.
Siendo vulnerables al desconcierto y la perplejidad en la que cayó Freud en 1938 al no saber si lo que iba a comunicar era “algo hace tiempo consabido y evidente, o algo completamente nuevo y sorprendente”, al comprobar que el yo puede, en condiciones particulares, “responder al conflicto con dos reacciones contrapuestas, ambas válidas y eficaces,” resignando así su importantísima función sintética [8]. Que justamente es el comportamiento del yo que encontramos como común a los diferentes procesos en los que participa la ilusión y sus correlatos, la creencia y la ficción.
Con un yo absolutamente consecuente con la exigencia a la síntesis de su ideal, la existencia sería insoportable. Nuestras desmentidas y disociaciones cotidianas son en parte lo que nos permite tramitar la vida sin enfermar. ¿Pero, hasta dónde hacemos llegar la analogía freudiana entre estas espontáneas deformaciones del yo y su franca escisión en las perversiones?
Freud, en el párrafo citado, la limita a que en ambos casos hay cierto daño en la unidad del yo y esto redunda en un ahorro de represiones. Mannoni, al estudiar los mecanismos de la creencia en su artículo de 1963, reconoce diferencias importantes entre las vicisitudes de la desmentida en el fetichismo y las que acompañan a las creencias comunes de los hombres, pero confiesa que le resulta difícil definir estas diferencias en forma clara. El fetichista luego de la desmentida a la que la realidad lo somete no sostiene “aun así” su creencia, su aun así es el fetiche. En la creencia, el rechazo a la evidencia racional se mantiene a la luz, no es inconsciente, no hay represión. Tampoco rechaza la realidad, y esto sí es lo común, ambos, el fetichista y el crédulo, alojarán también en su yo la evidencia de lo percibido.
El “ya lo sé” nos instala en la vida corriente, lo razonable es terreno de la psicología. El “aun así” nos lleva a los rituales sagrados, al juego, al arte y también a lo más propio del psicoanálisis: la transferencia. La diferencia entre fe e incredulidad, mundo interno y mundo externo, fantasía y realidad, se cancela. Aunque también se conserva, pero fuera del escenario en que se desarrolla la acción. Dos mundos pero conectados, con permanentes entradas y salidas que producen intercambios y en muchos casos mutuas modificaciones.
Al acercarme a estos temas siempre recuerdo una anécdota de mi hija menor cuando tenía poco más de 2 años. Se despertaba a media noche aterrada por monstruos que la amenazaban, inútiles resultaban nuestras apelaciones a la razón y las evidencias. Agotado por las frecuentes levantadas y la pertinacia de los monstruos, con el yo debilitado, se me ocurrió matarlos con la pistola imaginaria de mi dedo índice. Ante mi sorpresa y fascinación la luz de la satisfacción brillaba en su sonrisa mientras me señalaba donde estaban los monstruos que yo como fiel paladín protector iba eliminando uno a uno. Estas batallas contra el mal, que se fueron espaciando, daban lugar a un dormir sereno y confiado. Mágico momento en el que juntos inauguramos otro mundo posible en el que yo era poderoso y me ponía a su servicio, dando forma a un tierno y maravilloso sueño edípico.
Solo así, llevando a sus sueños este mundo de deseos pudo aceptar que sus padres durmieran juntos en otra habitación dejándola a ella afuera. Lo sorprendente para mí en aquel momento fue el hecho de que aun sabiendo que se trataba de una ficción, esto no anulaba el efecto transformador de la representación sobre su relación con la realidad. A lo largo de los años mucho me enseñarían mis pacientes sobre el poder transformador de las ficciones, sobre todo los chicos, inagotables creadores de otros mundos posibles.
[*] Sobre la base del texto presentado en el XX Encuentro Latinoamericano sobre el Pensamiento de D.W. Winnicott, Montevideo 2011.
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