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Autor: André Kertész
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Bataille erótico
Selección de Héctor Freire
hectorfreire@elpsicoanalítico.com.ar
 

El espíritu humano está expuesto a los requerimientos más
sorprendentes. Constantemente se da miedo a sí mismo.
Sus movimientos eróticos le aterrorizan. La santa, llena de
pavor, aparta la vista del voluptuoso: ignora la unidad que
existe entre las pasiones inconfesables de éste y las suyas.

Podemos decir del erotismo que es la aprobación de la vida
hasta en la muerte.

Georges Bataille














(Fragmento de su novela Madame Edwarda) *

Permanecimos largo tiempo en silencio, Madame Edwarda, el chofer y yo, inmóviles en nuestros asientos, como si el coche estuviera en movimiento.
Edwarda me dijo al fin:
-¡Que vaya al mercado de Les Halles!
Se lo comuniqué al chofer, quien se puso en marcha.
Nos llevó por calles oscuras. Tranquila y lenta, Edwarda desató las cintas de su capa, que resbaló; ya no llevaba el antifaz. Se quitó la torera y dijo para sí en voz baja:

-Desnuda como un animal.
Detuvo el coche, golpeando el cristal, y bajó. Se acercó al chofer hasta tocarlo y dijo:
-Lo ves…estoy desnuda….ven.
El chofer inmóvil miró al animal: retrocediendo, ella había levantado muy alto la pierna, queriendo que él viese la hendidura. Sin decir palabra y sin prisa, aquel hombre abandonó su asiento. Era sólido y grosero. Edwarda lo abrazó, le tomó la boca y le hurgó en la bragueta con la mano. Le dejó caer los pantalones por las piernas y le dijo:
-Ven al coche.

El se sentó junto a mí. Siguiéndole, Edwarda montó sobre él, voluptuosa, y deslizó al chofer con su mano dentro de ella. Yo permanecí inerte, mirando; ella hizo movimientos lentos y disimulados, de los que, visiblemente, obtenía el placer supremo. El otro respondía, se entregaba brutalmente con todo su cuerpo: nacido de la intimidad al desnudo de aquellos dos seres, su abrazo llegaba poco a poco al punto de exceso en que falla el corazón. El chofer estaba trastocado, jadeante. Encendí la luz interior del coche. Erecta, a caballo sobre el trabajador, Edwarda echaba la cabeza hacia atrás, la cabellera colgante. Sosteniéndole la nuca, vi sus ojos en blanco. Arqueándose, se apoyó en la mano que la sujetaba, y la tensión aceleró su ronquido. Sus ojos volvieron a su lugar y, por un instante, pareció apaciguarse. Me vio: en aquel momento, supe por su mirada que volvía de lo imposible y vi, en el fondo de ella, una vertiginosa fijeza. En la raíz misma de su ser, la marea que la inundó volvió a brotar en sus lágrimas: las lágrimas surgieron de los ojos. El amor estaba muerto en aquellos ojos; de ellas emanaba un frío de aurora y una transparencia en la que leía la muerte. Y todo se confundía en aquella mirada de sueño: los cuerpos desnudos, los dedos que abrían la carne, mi angustia y el recuerdo de la baba en los labios; nada que no contribuyese a ese deslizamiento ciego hacia la muerte.

El goce de Edwarda –fuente de aguas vivas, manando en ella a punto de romper el corazón- se prolongaba de manera insólita: la oleada de voluptuosidad no cesaba de glorificar su ser, de hacer más desnuda su desnudez, más vergonzoso su impudor. Con el cuerpo y el rostro extasiados, abandonados al indecible arrollo, tuvo, en su dulzura, una sonrisa rota: me vio en el fondo de mi aridez. Y, desde el fondo de mi tristeza, sentí liberarse el torrente de su júbilo. Mi angustia se oponía al placer que habría debido desear: el placer doloroso de Edwarda me produjo un agotador sentimiento de milagro.
Mi aflicción y mi fiebre me parecían poco, pero era todo lo que tenía, las únicas grandezas en mí capaces de responder al éxtasis de aquella a quien, en el fondo de un frío silencio, llamaba “corazón mío”.
Los últimos escalofríos la recorrieron, lentamente; su cuerpo, aún espumoso, se relajó por fin. En el fondo del taxi, tras el amor, el chofer quedó repantigado. Yo no había dejado de sostener a Edwarda por la nuca. Se deshizo el nudo, la ayudé a tumbarse y sequé su sudor. Con los ojos muertos, ella se dejaba hacer. Había apagado la luz; Edwarda dormitaba, como un niño. Un mismo sueño debió adormilarnos a los tres, a Edwarda, al chofer y a mí.



[*] Georges Bataille (1897-1962), con el seudónimo de Pierre Angélique, había publicado, en 1941 y en 1943, dos ediciones clandestinas de Madame Edwarda. En 1956, Bataille entregó el libro a su editor, J. Pauvert, para que lo publicara por primera vez en edición comercial, manteniendo el seudónimo pero añadiendo un prefacio firmado con su nombre. Diez años después, una vez muerto Bataille, apareció finalmente la edición definitiva con el nombre real del autor. El fragmento que reproducimos anteriormente pertenece a la edición de 1981, traducido por Antonio Escohotado para Tusquets, colección La sonrisa vertical, de Barcelona.
George Bataille fue un poeta, ensayista y novelista francés. Además de ser el conservador de la Biblioteca de Orleáns, y el director –hasta su muerte- de la prestigiosa revista
Critique. Sus obras más importantes son:
El verdadero Barba-Azul, El erotismo, Las Lágrimas de Eros, Historia del ojo, Mi Madre, El muerto, Madame Edwarda, El azul del cielo, y La Literatura y el Mal.
 
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