Una cosa más
sobre el fútbol. Sé que ésta va
a ser una entrega un poco técnica, por lo que
les pido disculpas a quienes no soportan el fútbol:
si quieren, pueden saltársela. Para los demás,
lo que encuentro interesante es esto: la idea de espectacularidad
que el fútbol ha elegido en estos últimos
años, más o menos desde que se percibió
cierta mutación bárbara. Naturalmente,
buena parte de esa idea de espectacularidad guarda relación
con las técnicas de narrar, con la televisión,
las tomas, el tipo de comentarios, la escritura deportiva
en los periódicos, etc., etc., pero hay algo
que guarda relación también con la natura-
misma del juego, con su técnica, con su forma
de organización.
Por lo que a nosotros se refiere, la pregunta es ésta:
si a los bárbaros les resulta necesaria una espectacularidad
de los gestos, ¿cómo es posible que hayan
llegado al absurdo de eliminar precisamente el aspecto
más espectacular de ese juego, es decir, el talento
individual, o incluso la marca del artista, esto es,
el número 10? ¿Por qué golpean
precisamente el aspecto en el que ese gesto parece asumir
su dimensión más elevada, más noble,
más artística? No es una pregunta únicamente
futbolística, porque, como a estas alturas empezaréis
a comprender, se trata de un fenómeno que podremos
encontrar en casi todas las aldeas saqueadas por los
bárbaros. Se dirigen directamente a donde se
encuentra el corazón más elevado del asunto
y lo destruyen. ¿Por qué? Y sobre todo:
¿qué ganan con semejante sacrificio? ¿O
es violencia estúpida, pura y simplemente? En
el caso del fútbol puede ser útil, de
nuevo, detenerse a observar una vieja foto en blanco
y negro. Sólo un vistazo, pero ya veréis
como es útil.
Cuando empecé a jugar con la pelota eran los
años sesenta y todavía no existían
ni Moggi ni Sky. Era el único que no tenía
botas de fútbol (no éramos pobres, pero
éramos católicos de izquierdas), por lo
que jugaba con las botas de montaña atadas en
el tobillo: por eso, y según una lógica
imperiosa, los mayores decidieron que tenía que
jugar en la defensa. En esa época tenía
yo la idea de que la vida era un deber que tenía
que cumplirse, no una fiesta: que había que inventar,
y por eso durante años me ceñí
a esa indicación categórica, creciendo
con la mentalidad de un defensor y ascendiendo en las
categorías futbolísticas llevando en la
espalda el número 3. Era, en esa época,
un número carente de poesía, si bien aludía
a una disciplina enérgica e imperturbable. Se
correspondía más o menos con la idea,
imperfecta, que me había hecho de mí mismo.
En ese fútbol, el defensor defendía. Era
un tipo de juego en el que si uno llevaba en la espalda
el número 3, podía jugar decenas de partidos
sin traspasar nunca la línea del centro del campo.
No era necesario. Si el balón estaba allí,
tú esperabas aquí, y te tomabas un respiro.
El asunto te proporcionaba una extraña percepción
del partido. Yo, durante años, he visto a mi
equipo marcando goles lejanos y vagamente misteriosos:
era algo que ocurría allá al fondo, en
una parte del campo que no conocía y que, a mis
ojos de defensa lateral, reproducía el aura legendaria
de una localidad balnearia, más allá de
las montañas: mujeres y gambas. Cuando marcaban
un gol, allá al fondo se abrazaban, esto lo recuerdo
bien. Durante años vi cómo se abrazaban,
desde lejos. De vez en cuando incluso me dio por recorrer
todo el campo para unirme a ellos, y abrazarme yo también,
pero la cosa no salía muy bien: uno siempre llegaba
un poco tarde, cuando la parte más desinhibida
del asunto ya había terminado: y era como emborracharse
cuando los demás ya están volviendo para
casa. Así que la mayor parte de las veces me
quedaba en mi sitio: entre defensores, intercambiábamos
alguna sobria mirada. El portero, ése siempre
estaba algo loco: él se las apañaba por
su cuenta.
En esa época existía el mareaje al hombre.
Esto significa que durante todo el partido jugabas pegado
a un jugador contrario. Era lo único que se te
pedía: anularlo. Este imperativo comportaba una
intimidad casi embarazosa. Era un fútbol simple,
por lo que yo, que llevaba el número 3, marcaba
a su número 7: y los números 7 eran, en
el fondo, todos iguales. Delgaditos, piernas torcidas,
rápidos, algo anárquicos, unos liantes
de cuidado. Hablaban mucho, se peleaban con todo el
mundo, se ausentaban decenas de minutos, como presas
de repentinas depresiones, y después te engañaban
como serpientes, escabullándose con una imprevista
vitalidad que tenía el aspecto de la convulsión
de un moribundo. Después de un cuarto de hora
ya lo sabías todo sobre ellos: cómo driblaban,
cómo odiaban a los delanteros centro, si tenían
problemas en la rodilla, cuál era su oficio y
qué desodorante usaban (algunos Rexona que eran
letales). Lo demás era una partida de ajedrez
en la que él llevaba las blancas. El inventaba,
tú destruías. Por lo que a mí respecta,
el mejor resultado era verlo marcharse expulsado por
protestar, sumido ya en plena crisis nerviosa, con sus
compañeros mandándolo al infierno. Yo
disfrutaba mucho cuando, al salir, anunciaba, gritando,
que él no volvería a jugar nunca más
con ese equipo: ahí encontraba yo el sentido
de un trabajo bien hecho.
No existían los contragolpes, los relevos, no
se practicaba el fuera de juego, no se iba a las bandas
para centrar, no se hacía la diagonal. Cuando
uno cogía la pelota, buscaba al primer centrocampista
disponible y se la pasaba: como el cocinero que le pasa
el plato al camarero. Que se encargara él. Sacarla
desde la banda quedaba muy bien (¡te aplaudían!)
y cuando de verdad te encontrabas en dificultades se
la pasabas hacia atrás al portero. Eso era todo.
Me gustaba.
Después las cosas cambiaron. Empezaron a aparecer
unos números 7 que no hablaban, no se deprimían;
pero para compensar se quedaban atrás, a la espera.
No me quedaba claro de qué. Tal vez me esperan
a mí, me dije. Y fue entonces cuando crucé
el centro del campo. Las primeras veces era algo extraño:
desde el banquillo todos empezaban a gritarte: «¡Vuelve!
¡Cubre!», pero entretanto tú ya estabas
allí, respirando un aire fresco, y luego te volvías,
pero como cuando vuelve uno de la playa el domingo por
la tarde, de mala gana, y cada vez te quedabas un rato
más. Llegué a verle la cara al portero
adversario (no me había ocurrido nunca antes)
y hasta me tocó recibir la pelota de nuestro
número 10, un fuera de serie muy creído
al que siempre había visto jugar desde lejos:
me miró precisamente a mí y me la pasó,
con el aire de un García Márquez que me
tendiera su cuaderno de notas diciéndome: «Guárdamelo
un momento que voy a mear.» Menudas experiencias.
Cuando llegó el mareaje por zonas busqué
la manera de hacerme el daño suficiente como
para dejarlo. No es que no me apeteciera ese asunto
de comprender, en cada una de las ocasiones, a quién
me tocaba marcar, sino que había crecido con
una cabeza diferente, antigua, y toda esa infinidad
de posibilidades y de distintas tareas pendientes me
parecían algo bonito, pero pensado para otros.
Me fastidiaba jugar en línea, me parecía
horroroso dar un paso adelante para dejar en fuera de
juego al atacante, y era un engorro hacer la diagonal
para superar a alguien con quien ni siquiera te habías
cruzado antes. También echaba de menos esa hermosa
sensación de ver siempre, con el rabillo del
ojo, por detrás de mí, la silueta lenta
y paternal del libero. Y creo que echaba mucho de menos
todo aquel tiempo que había pasado encima del
número 7, mientras la pelota estaba lejos: se
hablaba, se cometían pequeñas faltas para
intimidar, se arrancaba sin pelota, como caballos idiotas.
De vez en cuando él se iba para la banda izquierda,
buscando un poco de aire: se notaba que aquél
no era su espacio, pero lo hacía con la esperanza
de sacarse de encima a su mastín personal. Me
gustaban sus ojos, cuando te veía desde ahí,
seráfico e ineluctable. Entonces regresaba a
la derecha, como esas personas que montaron una tienda
de alimentación en el centro, pero a los que
la miseria no los abandonaba y entonces se volvían
para su pueblo.
Era esa clase de fútbol. Nunca he dejado de echarlo
de menos.
* * *
*
Fragmento del texto extraído del libro
Los bárbaros (Ensayo sobre la mutación).
Ed. Anagrama, Barcelona 2008.Traducción de Xavier
González Rovira.
Alessandro Baricco (Turín,
1958), es autor de las novelas Océano
mar, Tierras de cristal, Esta historia, Sin sangre,
Novecento, Next, Homero- Ilíada y la más
difundida de todas, Seda.
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