El progresismo
El progresismo como concepto político es en sí contradictorio ya que pretende ligar la justicia social y los derechos de los más postergados con el sentido colonialista y moderno del progreso occidental que lleva a la desigualdad, la violación a los DDHH y la destrucción de la naturaleza. Sin embargo, ha perdurado como categoría para enlazar de algún modo los diversos regímenes latinoamericanos que desde 1999 han alcanzado el poder y desbancado, algunos más otros menos, a la llamada “larga noche neoliberal”.
El progresismo también ha servido, gracias a lo laxo de su significado, para homologar procesos políticos, sociales, culturales y económicos completamente distintos entre sí. No pueden habitar el mismo conjunto sin que este pierda su significado un líder como Evo Morales, el presidente Aymará que irrumpió impulsado por movimientos sociales en la tradicionalmente racista escena política boliviana y Michelle Bachelet, expresión acabada de la concertación de partidos que diera continuidad a las políticas neoliberales impuestas por el dictador Pinochet, reprivatizara el cobre chileno, y quien incluso durante su mandato aplicara la ley antiterrorista a las comunidades mapuches del sur del país. Tampoco pueden hacerlo la “carta a los brasileños” de Lula Da Silva (que al decir de Chico de Oliveira era más bien una “carta a los banqueros”), con la Venezuela de 2005 en la que el gobierno bolivariano arribado al poder con un perfil reformista postulaba en la voz de su líder la necesidad de construir el socialismo del siglo XXI. ¿Existen elementos concretos que agrupen a los llamados gobiernos progresistas, más allá del contraste con el neoliberalismo noventista? ¿Cómo ubicar la gestión de Cristina Fernández en relación al contexto latinoamericano?
El progresismo cristinista y los progresismos
Atilio Boron [1] plantea que es necesario realizar una distinción. Por un lado tenemos “reformismo radical” (Ecuador, Bolivia, Venezuela y Nicaragua) y por otro “centro izquierda” (Argentina, Brasil y Uruguay). Este último grupo, a diferencia del primero, no buscaría la construcción de un proyecto político, social y económico alternativo sino que apuntaría a la consolidación de un “capitalismo serio” y a reformas de baja intensidad a la vez que otorgarían un plafón político de izquierda a los proyectos de reforma radical. Este último aspecto resulta clave para el autor: la derrota del ALCA en Mar del Plata no podría haberse dado sin un cierto nivel de coordinación regional. Tampoco podrían ser posibles la condena al bloqueo cubano, el rechazo a instalar bases militares norteamericanas en la región, el repudio en bloque a los golpes institucionales, etc. Es decir, la coordinación continental de izquierdas permite políticas que al menos en estos puntos socavarían la hegemonía norteamericana.
La pregunta que surge aquí es hasta donde estas políticas han calado efectivamente y más allá de los gestos han logrado combatir esa hegemonía norteamericana, especialmente en países como Argentina. Por ejemplo el contrato que la YPF cristinista firmara nada menos que con la petrolera Chevron, severamente cuestionada en el vecino país de Ecuador [2] y símbolo de la depredación imperialista, interpela las bondades de una izquierda de baja intensidad que también podría ser vista como un obstáculo incluso para la consolidación de procesos regionales que puedan disputar la hegemonía norteamericana.
Por su parte Eduardo Gudynas [3] agrupa al bloque progresista destacando la articulación que se produce entre extractivismo y estado. Si bien la primarización de la economía es un fenómeno regional masivo e independiente de las ideologías de los gobiernos [4], es posible distinguir un “extractivismo clásico” [5]; de un “neo-extractivismo progresista” en el cual el estado se asocia a la industria extractiva de manera directa o indirecta, interviniendo su renta extraordinaria y re-direccionándola hacia la conformación de políticas de asistencia social que atacan la miseria y la falta de trabajo, a la vez que legitiman por esa vía la externalización de sus impactos económicos, sociales y ambientales.
Esta postura conlleva el riesgo de subsumir las diferencias que existen entre los diferentes regímenes latinoamericanos (de horizonte político, de trasformaciones concretas, de eficacia en la gestión, etc.) en la súper categoría del neo extractivismo progresista, pero al mismo tiempo tiene la ventaja de identificar continuidades regionales muy concretas para la constitución del conjunto progresista y sus continuidades neoliberales: el extractivismo, ya sea clásico o neo-progresista, favorece de manera directa o indirecta al capital extranjero, promueve la concentración de la riqueza, genera escaso empleo, apuntala la dependencia económica de la región a los centros de poder global y no puede implementarse en los territorios sin que ello conlleve violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
La perspectiva de James Petras [6] recoge varios de los elementos señalados anteriormente. Según el autor los gobiernos progresistas pueden ser agrupados teniendo en cuenta algunas características comunes, a saber: la relativa trayectoria común de sus líderes, una política exterior más o menos hostil a EEUU, una retórica que rechaza el liderazgo de EEUU en América latina, programas de gobierno populistas, rechazo al neoliberalismo, políticas económicas “desarrollistas” y orientadas a la exportación, y la permanencia indefinida de sus líderes políticos.
Es claro que aparecen puntos de contacto con los otros autores mencionados pero más allá de ello lo que llama la atención es lo incomodo que resulta ubicar a la presidenta argentina en esa “trayectoria relativamente común”: ya sea el ex líder sindical metalúrgico Lula da Silva de origen humilde y fundador del partido de los trabajadores, Evo Morales Cocalero y Aymará, Hugo Chávez Frías, emergente del Caracazo y promotor de una politización social masiva sin precedentes en Venezuela o Rafael Correa, expresión política de la movilización de una década destituyente y generadora de una de las más transgresoras y originales constituciones nacionales del planeta, en todos los casos existe un eje que, traicionado o no, se planta en la historia y genera el efecto de una trayectoria común. En contraste Cristina Fernández llega al poder de la mano de la legitimidad que había logrado el primer gobierno de Néstor Kirchner, el cual había resultado de un proceso interno de re acomodación burocrático/partidaria del peronismo que sufría y temía los coletazos del estallido social contra la clase política de 2001. Por lo demás, su trayectoria queda enmarcada en la partidocracia peronista, neoliberal durante un amplio periodo, y un pasado nebuloso de militancia dudosa durante los años de plomo. Para tensar aun más la cuerda pensemos en la brecha que se abre entre un vicepresidente como A.G. Linera, militante histórico, comprometido y prolífico intelectual de izquierda, con su par argentino Amado Boudou.
El progresismo cristinista
La debilidad del progresismo argentino se observa muy concretamente cuando se tienen en cuenta algunos números:
Mientras que la reforma agraria en Bolivia ha promovido la repartición de miles de hectáreas a manos de campesinos e indígenas, en Argentina ha avanzado en el sentido contrario: el 2% de las explotaciones agropecuarias representa el 50 % de la tierra y el 57 % de las explotaciones agropecuarias más pequeñas tienen sólo el 3 % de la tierra.
Mientras que el canon promedio que deben pagar las transnacionales mineras y petroleras en Argentina ronda en el 18 % [7], en países como Ecuador o Bolivia llega al 80%.
Si se tiene en cuenta la inflación y se contemplan el 20% de personas que apenas escapan a la línea de la pobreza, abarcamos al 50% de la población general, después de 10 años de crecimiento económico sostenido.
La búsqueda de consolidar procesos autonómicos de gestión barrial en los “consejos” venezolanos, el empoderamiento que significa que un sector social mayoritario aborigen y/o campesino tradicionalmente excluido haya llegado a ocupar la mayoría de las alcaldías en Bolivia, las rupturas civilizatorias que empujan las constituciones boliviana o ecuatoriana al implantar en el debate latinoamericano conceptos de tanta capacidad transformadora como los de “Buen vivir” o “Derechos de la naturaleza”, más allá de lo contradictorio, confusos o incluso traicioneros respecto de los propios procesos que puedan ser los gobiernos que los impulsan, hablan de la profundidad de fenómenos políticos y sociales que no encuentran ningún eco en una realidad argentina dominada mucho mas por las permanencias que por los cambios.
La debilidad de las reformas, las dificultades para la gestión (desastrosa en áreas tan caras a la población más vulnerable como transporte público, control de la inflación y energía), las alianzas con sectores de poder enquistados en el conurbano bonaerense y las provincias, la persistencia de una política impositiva regresiva y multiplicadora de desigualdad, la escasez de figuras políticas, de debates y de ideas, acompañado de una apuesta ciega por el extractivismo, indican en conjunto que el cristinismo se encuentra atrapado entre límites muy estrechos y tiene escasa vocación política para impulsar transformaciones de la envergadura que reclaman, al menos para la izquierda, los desafíos del siglo XXI.
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