Enero 2014, 1.30hs, Estación Retiro de la Ciudad de Buenos Aires.
Están por todos lados, saltan, se ríen, hablan de modo ininteligible, casi un dialecto. Lo llamativo es que no son sólo palabras cuyo significado no se entiende –dato esencial para todos los adolescentes.- sino que su acento general es incomprensible, como si se tratara de otro idioma en el que intercalan muchos gritos y sonidos que no parecen tener sentido.
También llama la atención su movimiento desarticulado, inarmónico, que motiva que se lleven por delante a otras personas que circulan por la estación. El empujarse, pegarse, desafiarse, forma parte de la comunicación entre ellos.
Algunos vendedores de los típicos puestos de diarios y revistas de Retiro los interpelan y tratan de alejarlos, ya que estos jóvenes les ahuyentan los pocos clientes que circulan en ese horario. Es que, al primer vistazo, dan un poco de miedo. Luego, si aun así los observamos, causan dolor, horror, sobresalto al pensar en el futuro, en su futuro.
Están descalzos, sucios, muy sucios, se rascan la cabeza, el cuerpo, se sientan en el suelo, se paran y se empujan entre sí. Los pies mugrientos, las plantas con costras, se patean y se gritan cosas que no logramos comprender. Alguien me dice que provienen de la Villa 31. No sé si es así. Parecen no tener ningún hogar y hacer de Retiro algo más que su lugar de reunión. Algunos se acurrucan en un rincón, en el piso, y se preparan para dormir así como lo hacen muchos otros ciudadanos que ocupan casi todos los asientos disponibles. Esos ciudadanos no son pasajeros, son personas con bártulos varios, incluso con colchones enrollados, que también pernoctan en Retiro.
Este mundo me recuerda a la interpretación que le dábamos, junto a Yago Franco y un grupo de colegas en su Seminario, al éxito obtenido por las películas con temática zombie. Esos seres infrahumanos que acechan desde submundos, siempre susceptibles de ser franqueados, que amenazan a los verdaderos humanos -quienes se protegen de modos ineficaces y sucumben ante su invasión- son seres a los que hay que destruir para que el hombre sobreviva. Finalmente, es lo que la época realiza con estos jóvenes, caídos de todo mapa, sin chances de recuperar alguna humanidad. No hay lugar para albergarlos porque no han sido jamás albergados, como lo hace evidente el movimiento disarmónico de sus cuerpos, su lenguaje ininteligible, el olor que los rodea, la suciedad que los cubre.
Tendríamos que profundizar también este último punto. Los animales ejercen alguna clase de conducta tendiente a eliminar los restos que producen. Así, desarrollan modos tipificados de higienizarse y de evitar posibles enfermedades, además de lograr -con ese acicalamiento y otras maniobras corporales- despertar la conducta sexual en la pareja de la especie. Los humanos dependemos del Otro primordial para que se opere la separación de los objetos que son nuestros restos. No avanzaremos aquí con lo que hemos trabajado en otras oportunidades acerca del surgimiento de la subjetividad, de la constitución de la pulsión. La cultura, heredera de ese Otro, toma a su cargo el seguimiento de esa operación tanto en la escuela como en el barrio como en las instituciones que nos acogen. El derecho y el efectivo acceso a la higiene es, entonces, parte de los rasgos que nos distinguen como humanos, a pesar de que no se le dé habitualmente un lugar prioritario como tal.
Estos jóvenes no tienen nada por perder. La oferta del narcotráfico, tan presente hoy en el país, tiene en ellos un receptor privilegiado. Los narcos pueden ofrecer mucho, pueden comprar casi todo –como lo hemos visto en otros países de América y como se empieza a ver en Argentina- ¿por qué no a estos jóvenes desamparados?
Enero 2014, Casa Rosada, Ciudad de Buenos Aires
Se anuncia hoy, 21 de enero, el inicio del Plan Progresar, dirigido a jóvenes de entre 18 y 24 años de edad. Se los beneficiará con seiscientos pesos mensuales para que, según se ha dicho, cambie su destino ‘ni ni’ -el que remite a que ni estudian ni trabajan- o para que complementen, si trabajan precariamente, su sueldo magro, menor a $3.600, y en negro –o sea fuera del amparo jubilatorio y de la obra social- con ese ingreso que les garantizará el tesoro nacional. La presidente ha anunciado este plan y ha explicado que se persigue, con el mismo, el inicio de un nuevo proyecto de vida para estos chicos, quienes deberán, como contraprestación, estudiar.
Cualquier inquietud dirigida a los jóvenes puede ser considerada valiosa. Incluso más cuanto este Plan incluye la obligación de que los jóvenes tengan chequeos médicos anuales. El tema es que cualquier plan debería, en primer lugar, estudiar en profundidad y caracterizar, así, a sus beneficiarios. Los chicos de Retiro, esos zombies que describíamos antes, por ejemplo, no entran exitosamente en este plan aun cuando apliquen al mismo. En segundo lugar, un plan debe investigar y definir los rasgos de los instrumentos destinados a implementarlo. En este caso, por un lado, los seiscientos pesos en cuestión y, por otro, la Escuela.
Respecto del dinero que se ofrece, es obvio que no significa mucho, no significa nada frente a la oferta del submundo delictivo, y o narco en particular, para con estos jóvenes. Si nos ocupamos de la Escuela, como institución, tenemos muchas pruebas de la denigración que ha sufrido la escuela pública en los últimos años, de las protestas de los docentes frente a la impotencia de tener que enseñar a chicos hambreados, que van allí a comer y que no cuentan con el apoyo ni del estado ni de sus familias, también golpeadas por el capitalismo actual. También nos llegan, en consulta, docentes angustiados por tener que aprobar, ya que hay un consenso en las conducciones escolares respecto de esta expectativa, a chicos desinteresados absolutamente por la enseñanza, quienes concurren exclusivamente para cumplir con los requisitos de los planes sociales.
Los resultados de los informes PISA (Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes) -en los que Argentina ocupó el lugar 59 entre 65- no dejan lugar a dudas respecto de la decadencia de la educación en el país en relación con la tradición argentina precedente. Incluso es para destacar el rasgo que allí sobresale: los chicos no entienden lo que leen. No es, entonces, cuestión de entregarles magros dineros ni, tampoco, elementos técnicos como las net books. Nada de eso cambiará radicalmente su proyecto de vida, en esta época de consumo adictivo y caída de significaciones a favor de la entronización de los objetos. En este sentido, esa evaluación desfavorable acerca a los chicos de Retiro al resto de los chicos de las otras clases sociales. No se necesita gente que entienda, que critique o que se cuestione. Se necesitan productores de dinero capaces de consumir ávida y adictivamente. Estos son dos proyectos opuestos.
La presidente dijo una gran verdad: no hay sociedad sin conflicto. El punto crucial es definir las polaridades en juego en los conflictos y dejar de engañarse y de engañar con relatos que desmienten la gravedad de las cuestiones a resolver. Tenemos un conflicto gravísimo entre los graves conflictos que aquejan a la juventud: hay miles, un millón y medio según las pretensiones del Plan Progresar, de seres simbólicamente desamparados que podrían ser carne de cañón del narconegocio como precio para acceder a un lugar en este mundo. Las significaciones sociales de mercado en su boda con la tecnociencia no hacen más que confirmarlos, de otro modo, en su lugar de desecho. Las medidas que desconocen esa situación, y se suponen inclusivas sin más, no hacen más que cerrar un tema que se agrava a espaldas de los que dicen considerarlo.
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