La
palabra, en esta era de periodismo de voz huracanada,
es una cosa, un elemento, una coartada. Cualquier cosa.
La usan como mejor les cae. Es un guante, es un soquete,
es una piedra, acaso una serpentina; es el puño
de una camisa que a veces, según la conveniencia,
abotonan o dejan suelto. Es, la palabra, la elección
de la palabra, un artificio que usan para dejar entrever
otras palabras que no se atreven a decir de modo directo,
o para ocultar otras palabras que no se atreven a eliminar
de modo directo. El periodismo ya no excita ideas, debates,
perplejidad, deliberaciones internas. Genera rechazo
o aprobación. Un ejercicio incesante de la opacidad.
El periodismo, hoy, en la Argentina, es una entelequia.
Los diarios y las revistas son factorías de arbitrariedades.
Son el fin en sí mismo. Opinan y sancionan y
alaban y desdeñan ya desde los titulares. El
periodismo ha perdido el encanto que tiene todo oficio
y ha pasado a ser una profesión desprovista de
la vibración que causa la novedad; una profesión,
como la de ingeniero, la de escribano o economista,
que discurre al margen de la incertidumbre y el titubeo.
Todo está claro de antemano, incluso antes de
sacar el trasero de la silla y salir a cubrir una noticia.
Se me hace que los periodistas que trabajan en esos
medios, en los medios de uno y otro lado, porque los
propios medios nos han enseñado que hay el uno
y el otro lado, digo, que esos periodistas, los que
redactan las noticias, los pirulos, tendrían
que pensar un poco más en lo que están
haciendo. A qué modelo de periodismo le son funcionales.
Causa mucha pena escuchar a tipos que te dicen, de La
Nación, de Clarín, de Página/12,
de Veintitrés, y de toda esa cosa de medios que
militan en uno u otro lado, porque está el asunto
partido al medio, “sí, es todo una mierda,
pero no puedo perder el trabajo”. Todo bien. No
pierden el trabajo pero sí la libertad. Ese asunto
de la libertad. Parece una utopía hablar de la
libertad, pero no, no lo es. No se puede perder la libertad
a los 25, 30 años. En realidad, no habría
que perderla nunca. Pero a esa edad, maldita sea perderla
(licencia de traducción). Uno puede llegar a
entender, pero nunca jamás aprobar, que periodistas
de 60 ó 70 años, que comenzaron su oficio
hace décadas a la manera de hacedores de un nuevo
periodismo, comprometidos con las cosas, hoy no sean
más que amanuenses de uno u otro lado, porque
se ha instaurado, mi diablo, el uno y el otro lado.
Y algo hay que llevar a la mesa.
Las noticias, en uno y otro lado, están repletas
de opinión, de adjetivación. Es como si
yo, ahora, redactor de Clarín, Noticias, La Nación,
Perfil, me pusiera a informar sobre la asunción
de Cristina Fernández y dijera, por caso:
“En su discurso, la Presidenta, como siempre,
actuó, exageró su defensa de los derechos
humanos, se hizo la víctima, ponderó a
EL ...” Y, si fuera
un redactor de Página/12, Veintitrés,
Miradas al Sur, escribiera: “En
su discurso, la Presidenta volvió a reivindicar
la lucha por los derechos humanos y su compromiso por
el proyecto de país que todos anhelamos...”
Una adjetivación sustantivada. La puesta en escena
de un clima, de un ánimo. Un abuso de confianza.
De los unos y de los otros. Abusan. Atropellan. Siembran
una falsa opción que, de raíz, hace a
un lado a los que no les importa ni una ni otra margen
del río. A esos locos que andan navegando entre
el despotismo que gritan los unos y la revolución
que gritan los otros. ¿Qué nos dejan para
decir sin ser considerados funcionales a los unos o
a los otros?
No hay voces disidentes que tengan lugar en los unos
y los otros. Que disientan, digo, con lo que piensan,
informan y publican los unos y los otros. A eso se le
llama oscurantismo. ¿No tenés espacio?,
entonces “escribí en un blog”; “hacéte
una página”; “mandá cartas
de lectores”; “sumate al Facebook”.
Un periodista al que no le conozco la cara, digamos
un periodista que siempre aplaude mis textos, ahora
secretario de Redacción de una revista de timbre
oficialista, de sonoro timbre gubernamental, leyó
la primera parte de esta serie de notas que pretendo
escribir y lanzar al aire, y me escribió: “Me
encanta, está muy buena, pero en la revista,
como sabrás, no puedo publicarlo”.
La censura existe. Siempre existió. La censura
es la base de la dominación cultural. Sin censura,
sin un control de la información, ningún
poder político y económico avanza. Y no
me refiero sólo a las noches de dictaduras, desde
luego.
En las redacciones de diarios y revistas los periodistas
tienen más certeza de lo que no pueden escribir
ni publicar, de que lo que van a escribir y publicar.
Existe, en uno y otro lado, porque hay un lado y hay
el otro, una suerte de manual del oscurantismo fundado
en la exclusión de ciertas noticias, en la reprobación
de ciertos nombres, en una continua corrección
de notas fundada no ya
en cuestiones semánticas o gramaticales, sino
en algún contenido que perturba los intereses
políticos, mercantiles o ideológicos del
medio. Amputación directa. Un manual que nadie
ha escrito, un manual que no está escrito, y
ni falta hace que alguien lo escriba. Está en
los intereses de los dueños de los medios (puede
ser el Estado, pueden ser empresarios del mensaje) y,
de prepo, al calor de la necesidad de mantener un empleo,
un ingreso mensual, ese manual está en la cabeza
de los periodistas que redactan las notas. Los sumergen
en la perversa dicotomía de silencio o chau,
vista gorda o chau.
Ocurrió, lo sabemos, en Télam y Página/12
cuando los sicarios de un terrateniente de Santiago
del Estero mataron a un miembro del Mocase (Movimiento
Campesino de Santiago del Estero en la Vía Campesina)
En la edición de La Nación del miércoles
21 de diciembre de 2011, Morales Solá escribió
un artículo cuyo título ya lo dice todo:
“Lo que está en juego es la libertad”.
No hace falta que me ponga a resumir o comentar el contenido.
Cualquiera puede figurárselo. Hay dos detalles
interesantes en la nota. Primero, que ahora Morales
Solá se preocupe por otra libertad que no sea
la suya. Luego, que lo que anda a la deriva no es la
libertad sino, a mi juicio, la capacidad de discernimiento.
La era del pensamiento débil, del acomodamiento
al pensamiento de un Otro más poderoso; del pensamiento
fácil, de la ausencia de contradicciones. Todo
es plano. Vivimos en un páramo de ideas.
A los que a veces nos asaltan las ganas de decir algo,
de escribir o decir algo que no coincide con lo que
dicen o escriben los medios de uno y otro lado, porque
de dos lados está la cosa, se nos prohíbe
nada y a la vez todo. La pequeñez del periodismo
grande e importante de la Argentina, me trae a la memoria
la pequeñez, divertida, escandalosamente entretenida,
del decreto que lanzó años atrás
el alcalde de Sarpourenx, pueblo minúsculo del
suroeste de Francia donde impera la prohibición
de morir. “No
puedo enterrar [sic] a más gente”,
dijo el alcalde, Gérard Lalanne, sin ocultar
la pesadumbre. “Al
primer muerto que llegue, lo mando al prefecto, el representante
del Estado”. Y acto
seguido decretó: “Artículo
1. Queda prohibido a cualquier persona que no tuviere
una plaza en el cementerio y deseare ser inhumada en
Sarpourenx, fallecer en el municipio. Artículo
2. Los infractores serán severamente sancionados
por sus actos". Es
que en el cementerio Sarpourenx, de cuatrocientos metros
cuadrados, ya no había cabida para cuerpo alguno.
Prohibido decir, gente. Porque si uno piensa y dice,
enterrarán tus palabras en otro lado. No hay
espacio en el cementerio del periodismo.
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