Camino
a Epidauro
El Espíritu
es una cosa que dura.
|
Henri
Bergson |
Cada pedazo de tierra es una construcción en
ruinas
que no se repetirá nunca,
una escritura cifrada detrás de la cual
plantas y animales se encuentran por primera y última
vez.
Sólo la abundancia verbal para el saber sin
nombre de las piedras,
mientras los Tholos de Asklepios*
son el primer reflejo
de la eternidad en el tiempo, el silencio como aura:
color marfil y oro,
fruto abundante entre los dientes de Artemisa.
Impasibles, los insectos se han detenido en el follaje
y sólo los árboles parecen estar vivos:
“Dionisio ha sido
domesticado por la mirada de Apolo”.
Ahora, la sombra disminuye y los mismos árboles
conforman un único punto ante el vacío
ficticio
de las manchas de sol del otoño.
Brillan negros y blancuzcos,
a la vez son frágiles y ricos en movimientos
que apenas se perciben.
Ningún sonido revela la proximidad de una presencia,
y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía.
En ese instante de lamento
sonriente, el porvenir es traicionado:
-“Grecia es un fósil
saturado de sol”-
Ahora reluce la niebla y tiende un velo palpitante
sobre la lejanía.
Hay cambio e intercambio; en Epidauro
nada permanece y nada desaparece por completo.
-“¿Y qué otra cosa necesita este
paisaje?”-
Se disipó el día. Se escucha un sonido
desde la oscuridad.
Es la hora en que “la
vida paga el óbolo de la hoja de olivo”.**
A lo lejos, entre los cipreses y los almendros,
mujeres de negro parecen flotar inmóviles.
HÉCTOR J. FREIRE
|