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Una noticia nos ha convulsionado: una madre dice haber  asesinado a su pequeño hijo de seis años y lo hace, según todo parece indicar, para vengarse de su marido –de quien se ha separado-; marido que  ha formado pareja con otra mujer.  Me interesa, sobre todo, pensar cómo y con qué efectos se difunde este crimen y comparar esta clase de uso con el que ejercían los griegos a través de la tragedia.

La prensa, los periodistas radiales y televisivos en general, han tratado este crimen con abundante adjetivación –monstruoso, bestial, inhumano, etc.- denotando, así, lo extranjero, lo ajeno que suponen es, a la subjetividad humana, un sentimiento de tanto odio, de tanta ira y desesperación, como para suscitar un acto tan atroz. Con este tratamiento, creo que se aplacan los sentimientos que promueve el horror por medio del mecanismo de la proyección, que nos permite depositar en el otro aquello que podría ser tan revulsivo.

Esta forma de absorber lo inasimilable se aleja mucho de lo que podría considerarse una verdadera tramitación, una digestión psíquica que aloje la elaboración. Sin duda es aplacatoria, pero también –veremos- nos obliga a deshacernos de una parte de nosotros mismos en el ejercicio de esa depositación masiva. Podemos considerar, sin temor a equivocarnos, que el acto asesino de esa madre es cualquier cosa menos inhumano. Ningún animal asesina a su cría, menos aún por venganza, salvo que esté en peligro el resto de sus cachorros o que, de algún modo, se juegue la supervivencia. La Naturaleza, en estas cuestiones, es bastante previsible. Afirmar que este crimen es –sobre todo- propiamente humano nos horroriza. Pero es el punto del que, según creo, hay que partir para analizarlo.

Otra versión de la noticia, en este caso transmitida por psiquiatras, ha sido la de aclarar que se trata de una psicópata y que, entonces, al ser alguien que se forma de una manera diferente, es completamente distinta de todos nosotros  ha entrado en una zona que nos es ajena. He escuchado estas respuestas a preguntas que reflejaban cierta preocupación ante la posibilidad de que cualquiera pudiera cometer algo tan terrible, de que fuera imprevisible.  Casi se ha dicho que –en cierto modo- es otra clase de humano, clase con la que, afortunadamente, nada tenemos que ver. Estas respuestas surgen, más allá de la teoría psicopatológica que les da sustento, ante el fracaso para declarar psicótica o loca a la actora, cosa que –de por sí- hubiese calmado a muchos. Nuevamente, nos encontramos con una respuesta que aplaca, al desterrar la posibilidad de ese acto, y confinarlo no ya en el reino animal sino en una clase de seres a los que la mayoría está convencida de  no pertenecer.

Los griegos, por el contrario, desde un lugar de profunda sabiduría acerca de la psique humana, trataban estos horrores de otro modo. Este abordaje está muy bien explicado por Aristóteles, en Arte Poética, quien dice: “Es, pues, la tragedia representación de una acción memorable y perfecta, de magnitud competente, recitando cada una de las partes por sí separadamente, y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y terror, dispone a la moderación de estas pasiones.” (Las bastardillas son nuestras)

En primer término, entonces, la tragedia tiene, y así lo especifica Aristóteles, una función catártica, de moderación de las pasiones. Sabemos el lugar que esto ocupa en la cultura griega, la cual desalienta la desmesura, tan a contramano de lo que propicia la nuestra, empecinada en el mandato de gozar sin límites. La catarsis es una purificación, supone la expulsión de lo nocivo. Veremos, sin embargo, que el espectador de la tragedia tenía que involucrarse. No se trata, en este caso, de aplacar sino de reconocer lo propio a través de lo que le sucede al otro.

Dice Aristóteles: “Primeramente, supuesto que la composición de la tragedia más excelente ha de ser no sencilla, sino complicada, y ésta representativa de cosas espantables y lastimeras (como es propio de semejante representación), es manifiesto que no se han de introducir ni personas muy virtuosas que caigan en mala fortuna (pues eso no causa espanto ni lástima, sino antes indignación), ni tampoco malvadas, que de mala fortuna pasen a buena (pues ésta entre todas las cosas es ajenísima de la tragedia, y nada tiene de lo que se pide, porque ni es humano, ni lastimoso, ni terrible); ni tampoco sujeto muy perverso, que de dichoso para en desdichado; porque tal constitución, dado que ocasione algún natural sentimiento, no producirá compasión ni miedo; porque la compasión se tiene del que padece no mereciéndolo el miedo es de ver el infortunio en un semejante nuestro.” [1] Hay la exigencia de un justo medio en la concepción del personaje, un ser con el que el público se pueda identificar, pues en la tragedia se hablará de nuestro ser más íntimo, no de alguna monstruosidad ajena.

Es del ejercicio de esa identificación, de sus efectos en la psique de los espectadores, que se espera el efecto catártico, no sin que ellos hubiesen transitado por las emociones más revulsivas -que nos habitan a todos- y hubiesen podido elaborarlas. Muchísimo más, desde luego, se podría agregar a este sintético comentario acerca de la tragedia, pero quiero centrarme en contrastar un modo de transmitir -como el actual- que se apoya en alentar la expulsión de lo rechazado, con otro –el de los griegos- que parte  del reconocimiento de lo horroroso como propiamente humano.

Recordemos brevemente al personaje de Medea: extranjera que ha dejado todo, que ha sacrificado todo, que ha –incluso- cometido actos atroces en nombre de su amor por Jasón. El despecho, el odio por la humillación que sufre ante su abandono y próximo casamiento con otra, la impulsan al crimen más impensado: asesina a sus dos hijos, a sus amados hijos, para causar el mayor dolor imaginable a su hombre. Digamos que la tragedia, para seguir con lo que venimos planteando, no nos ahorra el dolor de compartir las vacilaciones, la tortura por la que pasa Medea antes de actuar. Nos acerca a su infortunio de modo tan cruel que lo monstruoso cubre, finalmente, todos los actos de los protagonistas, no cae únicamente sobre ella.

Para terminar, una observación clínica. Lacan equipara el acto de Medea al de Madeleine –la mujer de Guide-, quien quema sus cartas, su bien más preciado. Entiendo que la formulación lacaniana, que ubica tanto a una como a otra del lado de las verdaderas mujeres, apunta a rescatar el lugar femenino y a separarlo de lo que para Freud fue el logro edípico, el deseo de tener un niño/falo como culminación de la feminidad. Sabemos, a través de la clínica, lo complicado de la sexuación femenina, los conflictos femeninos en relación con la maternidad. Asimismo, sabemos que no toda la feminidad se encuentra representada en la madre. Es más, asistimos a la dificultad y al esfuerzo que implica para las mujeres el desprenderse de los hijos cuando así lo requiere su crecimiento. Incluso, es notable comprobar la forma onírica que toma en muchas mujeres ese trance deseado y –a la vez- doloroso. Son sueños de angustia en los que, de modo más o menos terrorífico, sucesos horribles, accidentes, catástrofes, irrumpen para dañar al hijo. Muchas veces, esos hechos suceden luego de un descuido materno cuyo recuerdo, al despertar, deja a la mujer culposa y desconsolada.

Son los avatares de la castración femenina. Las mujeres aceptan, así, con complicaciones y penurias, despojarse de  aquello que, fálicamente investido, pudo ocupar un lugar de tapón provisorio, para bien tanto de la humanización del infans como del colmamiento de la madre. Los horrores del desprendimiento existen en la intimidad del Inconsciente femenino; las mujeres que sueñan con estos infantes perdidos/caídos/muertos, atraviesan con dolor ese necesario exterminio que es el de la función obturadora del hijo.

No por estas consideraciones sobre los caminos de la feminidad vamos a desconocer lo terrible y lo anómalo en el acto del asesinato del niño del que hablamos al comienzo. Queríamos, exclusivamente, volver a reunir lo expulsado por efecto de la comunicación mediática, reinstalarlo en la profundidad de las pasiones humanas y conectarnos, así, de otro modo con lo más próximo, lo más siniestro de lo humano. Mencionamos, así, exclusivamente, avatares estructurales, normales, para ilustrar lo más íntimo; para fundamentar la resonancia que debiera tener el horror.  Queda toda la gama de pasiones y efectos de esas pasiones humanas en el ejercicio de la crueldad, consciente o inconscientemente, sobre los hijos.


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