Hay sensación de manzana rodeada. Según la fuente de información que consultemos, diferirán las causas del peligro que nos acecha. Sin embargo, hay que admitir que -más allá del uso ideológico que se les pueda dar a los hechos- suceden cosas inquietantes: asaltos en hogares o negocios, ocupados o no, con o sin toma de rehenes; arrebatos agresivos en la vía pública; secuestros extorsivos, incluso virtuales; entraderas y salideras en ocasiones varias; ataques, más o menos sádicos, hacia personas ancianas; violaciones de niñas y jóvenes, a menudo seguidas de homicidio; episodios de gatillo fácil que causan miles de muertes [1] entre jóvenes en su enorme mayoría pobres; desapariciones, relacionadas o no con la trata de personas; homicidios pasionales; acoso y creciente violencia escolar; violencia entre jóvenes cuando salen de los boliches; linchamientos de presuntos delincuentes callejeros; violencia de género, que con frecuencia culmina en la quema de mujeres; aumento significativo de casos de abuso sexual infantil de carácter intra y extrafamiliar; asesinatos mafiosos protagonizados por bandas de narcotraficantes que avanzan incluso si provocan la muerte de terceros; agresiones hacia maestros, médicos, enfermeras y otras figuras anteriormente jerarquizadas por la gente; hechos cruentos en el seno de grupos de riesgo, cuya proliferación resulta alarmante y todo tipo de abordaje de conflictos en forma violenta, con uso de armas blancas y de las otras. Esta lista, terrorífica aunque incompleta, basta para describir un clima en el que la desconfianza hacia el prójimo hace estragos, sobre todo si el otro tiene rasgos, los que sean, que permiten calificarlo como diferente.
El oficialismo minimiza los datos de violencia y prefiere destacar que desarrolla políticas asistencialistas, como modo de contrarrestar las acusaciones de los contras que responsabilizan al gobierno por lo que sucede. Éste considera que la prensa opositora ejerce una crítica destructiva con fines golpistas y, para denunciarla, se dedica a enumerar no ya la estadística de los delitos sino el modo de distribución de las noticias policiales en los medios. Sabemos que el medio es el mensaje/masaje [2], pero esta verdad no nos puede servir para negar toda consistencia a lo que sucede. De hecho, el oficialismo mismo en su impotencia para resolver estas cuestiones termina por intensificar la represión.
La prensa opositora más recalcitrante pone el acento causal en condiciones de impunidad que le atribuye al gobierno. Refiere dicha impunidad tanto a la vista gorda judicial respecto de las denuncias de corrupción gubernamental, que son por todos conocidas, como a una supuesta lenidad de los magistrados que permite -según dicen- que no haya castigos significativos para los delitos, especialmente para los delitos contra las personas y contra la propiedad privada, cuya defensa ejerce con ahínco. Esa prensa incluye la protesta social, sus manifestaciones callejeras, dentro de la bolsa de lo que define como inseguridad. Así, impulsa como supuesta solución -directa o indirectamente- una profundización de los mecanismos represivos. En un lugar de menor importancia, ubica los efectos de la exclusión social como propiciatorios de conductas violentas.
Podríamos hablar de violencias, en plural, para, de este modo, abarcar toda una serie de fenómenos que no se reducen a los que denuncian los medios o que, aun estando incluidos, son tratados superficialmente. Nos interesa encontrar los rasgos que definen su cualidad, más aún que registrar su cantidad. Nos ocuparemos de algunos.
El violento saqueo, por ejemplo, de los recursos naturales es el eje de las políticas extractivistas que poco y nada dejan para la gente de cada lugar expoliado. Sin embargo, se culpa por violentos a los vecinos que denuncian su ilegitimidad, las enfrentan e intentan impedir el robo, en ejercicio de un poder de legítima defensa de su salud y su medio natural, como en el caso de la megaminería [3]. Hay muchos más; casos, como el del fracking, en los que la gula extractivista del capital desconoce la destrucción del aire, el agua y la tierra, comprometiendo, así, de modo definitivo, la vida en el planeta [4]. En este sentido, es Castoriadis quien ha dado algunas claves para entender la relación entre Ecología y Heteronomía, concepto clave en su obra, opuesto al de Autonomía, para pensar las condiciones capitalistas actuales [5].
Es, por ejemplo, notable y obscena la violencia que sufren quienes tienen que revolver basura por la ciudad, o recorrer basurales en los que a veces quedan atrapados, para mitigar el hambre. Es la población que está más allá del límite, fuera de las condiciones mínimas y elementales para la vida humana. Comen del mismo modo que pueden hacerlo los perros callejeros, los que compiten con ellos para atrapar un bocado. Asimismo, para alcanzar el otro extremo del abanico, es desagradablemente violento, e igualmente obsceno, el modo en que algunos miembros de diferentes jet sets -televisivo, periodístico, político partidario, etc.- dirimen sus internas amorosas o de otra índole. Los insultos, el estilo -o la falta absoluta del mismo- con que ventilan sus propias basuras en las redes sociales y en los programas de TV/basurales así como la fruición con que otros compran esos desechos y los consumen dan una idea de la amplitud del fenómeno. Hay, en este banquete, lugar para todos. Los que tienen que caminar los basurales desean fervientemente estar de este lado glamoroso. Para éstos, por el contrario, los otros no existen.
La ira, antesala posible de algunas violencias, está a flor de piel. Es un clima, cualquier episodio callejero entre automovilistas la desencadena. Así lo evidencia la apertura de talleres hospitalarios que intentan acotarla [6]. Se trata de dar recursos, según nos dicen, para controlar la ira y domesticarla. Son soluciones adaptativas, más allá de su éxito o de su fracaso. La época impone soluciones eficaces, de ser posible, rápidas y permanentes. Poco importa si, en ellas, la subjetividad particularísima queda de lado y se promueven tips para todos. La perentoriedad nos rige. Lo bueno sólo lo es si, además, es breve. La descarga se impone ante cualquier demora, por más justificados que estén sus motivos. Es el régimen de la pulsión en su cara más cruda. Es el mandato de gozar del Superyó tirano.
No en vano las series de TV norteamericanas que más se consumen apelan a una estética morbosa: muestran crímenes atroces y exhiben cadáveres mutilados por todo tipo de asesinos desequilibrados. Podemos pensar que, como en el circo romano, esa exhibición es ya una forma de solución catártica para un público que quiere sangre. Sin duda, es menos cruenta que aquella del Coliseo, aunque también más degradada que la clásica solución de la tragedia griega. En ésta se relata e interpreta lo más oscuro de la condición humana, pero jamás se apela a exhibirla en su obscenidad. Se muestra, sin eufemismos, el sufrimiento de aquellos que osan traspasar cierto límite. La morosidad y los detalles están al servicio de ahondar en los conflictos humanos, muy lejos de la visión atroz que ofrecen las series y de la prisa en que se desarrollan sus argumentos.
Los humanos no permanecemos indemnes ante la prisa. En otras oportunidades [7], hemos abordado este tema, nos hemos referido a las condiciones indispensables de producción de la subjetividad en el origen y a las exigencias epocales que las contradicen. La imposibilidad de retranscripción -o sea de elaboración- de la catarata de estímulos a la que sometemos a los niños; la vertiginosidad violenta de las pantallas que los incentivan demasiado tempranamente; los obstáculos que impiden el ejercicio del amor y la ternura a los adultos que los crían; la mala prensa que tiene la demora; la intolerancia frente a la dificultad, son rasgos que se imponen a contramano de lo que requiere la humanización. La salida impulsiva, la respuesta violenta, se instala como modo de tramitar lo que devendría, de otro modo, angustia insoportable.
El aumento notable de casos de abuso sexual infantil intrafamiliar es la máxima degradación de la crianza. Esta violencia se desarrolla en todas las clases sociales e indica el fracaso absoluto de las condiciones de humanización ya que denuncia la impulsividad en su grado máximo al desconocer el tabú del incesto y la máxima de la castración: “No reintegrarás tu producto”, que concierne a la madre y también, por qué no, al padre. Es tal la negación que recae sobre estos hechos, que supuestas teorías, como la del SAP (Síndrome de Alienación Parental) [8], vienen en ayuda de los jueces para propiciar revinculaciones con el progenitor del que se sospecha, o incluso se comprueba, su carácter de abusador [9]. En estos casos la justificación descansa en que, después de todo, se trata del padre, por ejemplo, como si se pudiera definir como tal a un sujeto que ha tomado a su prole como objeto para su goce propio; como si fuera la biología la que lo constituye como padre.
El marco capitalista actual, que también hemos analizado en la Revista, empuja a transgredir, producir, lograr y, sobre todo, gozar/ consumir, sin límite ni freno [10]. Es un actor esencial que, sin embargo, no está siempre en escena para los que abordan la polémica acerca de la inseguridad y la violencia. Apunta a la masificación, a convertir a los sujetos en buenos consumidores. Ofrece tratar, además, a los violentos y a los sin brújula -sobre todo si lo ponen en evidencia- con otros productos a consumir: terapias de adaptación, medicación y también a través de la narcosis -la de los medios de comunicación y la de las sustancias- ambas connaturales al capitalismo. De la segunda nos ocuparemos en el próximo número 18 de la Revista: “Narcotizados”. El sistema, desde luego, también recurre a la represión violenta. No se trata de una Voluntad, ni divina ni terrena, sino de un engranaje que sostiene nuestra sociedad al precio de la destrucción de la subjetividad tal como la conocíamos. Es el colmo de las violencias.
Preferimos -como psicoanalistas- reubicar, entonces, el debate acerca de las violencias situándolo en torno a la inseguridad: la del desamparo simbólico y afectivo en el que se desarrolla la crianza, independientemente de las pertenencias de clase [11], y considerar el incremento de las violencias como efectos impulsivos que se producen, por lo tanto, necesariamente. Si tomamos estos términos, cualquier intento de solución tendría que apuntar al rescate de la subjetividad, sin prisa y sin pausa, más allá de que el peso de la ley deba caer efectivamente sobre los delincuentes; así como saber que los resultados de ese rescate sólo podrían verse en el largo plazo.
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